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Authors: Col Buchanan

El Extraño (20 page)

Pese a que Bahn era su asesor de confianza, el general no le había comentado ni una palabra antes de la reunión acerca de esa propuesta. Sabía, sin embargo, que el veterano guerrero podía ser tan calculador como espontáneo cuando se lo proponía. Quizá había vuelto a mencionar el tema de los fuertes plenamente consciente de que no le harían caso con la simple intención de poner luego sobre la mesa su verdadero plan: una nueva ofensiva contra el Imperio. O tal vez, simplemente el hecho de estar sentado en la cámara, contemplando por la ventana la ciudad que se extendía al otro lado del estrecho canal de agua, había despertado en su interior algún tipo de pasión o instinto de acción y ahora estaba dejándose llevar por él.

Sinese, ministro de Defensa, alzó una mano para aplacar los ánimos de la sala, retorciendo la punta de su bastón contra el suelo.

—General Creed, ya he dejado clara nuestra posición respecto a las tropas de reserva, tanto hoy como en las sesiones previas de este gabinete. No nos expondremos a la posibilidad de quedarnos sin refuerzos para repeler una ofensiva a gran escala de los mannianos contra el Escudo. Además, si como tanto le gusta recordarnos, nuestra costa oriental es tan vulnerable, razón de más para que nuestras fuerzas de reserva se mantengan intactas. De ese modo, por lo menos tendremos algo con lo que responder en el caso de que el Imperio decida acometer la maniobra que señaló anteriormente. General, estamos en una situación que no nos permite emprender acciones ofensivas contra los mannianos. A lo largo y ancho de los Puertos Libres estamos manufacturando artillería moderna, rifles y barcos a marchas forzadas y en mayor cantidad que nunca. La hambruna que arrasa a nuestro pueblo se debe a que tenemos que pagar tanto a Zanzahar por su pólvora como por su grano. Y sin embargo, seguimos aguantando.

—¿Seguimos aguantando, dice? Llevamos diez años retrocediendo sin prisa pero sin pausa. Mientras hablo la muralla de Kharnot podría haberse derrumbado. ¡No estamos en un punto muerto y deben abandonar esa creencia en el caso de que la alberguen! No, somos víctimas de una ejecución lenta pero segura. Y si no cambiamos el curso de los acontecimientos, significará que ya estamos todos muertos.

El primer ministro se aclaró la garganta y posó en los ojos de Creed su inteligente mirada, que salía proyectada de debajo de sus cejas tupidas.

—Tan revolucionario como siempre, general. Lo único que le importa es la victoria. Cambiaría el mundo si eso significara nuestra salvación. Pretende despojarnos de nuestras únicas reservas de tropas para emprender una demencial carrera hacia la gloria. Sin embargo, por mucho que consigamos a cambio, piense por un momento en todo lo que podríamos perder.

Bahn se dio cuenta de que compartía ese sentimiento, aunque nunca lo admitiría en presencia de su superior. «Sí, ya hemos perdido demasiado», pensó.

—Sus propias precauciones les engañan, caballeros —aseveró Creed en un tono sorprendentemente tranquilo, sin dirigirse al primer ministro sino al resto de los presentes de nuevo—. Les pregunto a cada uno de ustedes: ¿Qué esconden? ¿A qué se debe este apocamiento? Lo comprendo en la juventud, pero no en personas maduras. Tenemos que librarnos de él.

—Ya ha hablado, general, y le hemos escuchado. ¿Quiere que sometamos a votación su propuesta?

Creed bufó con las aletas de la nariz dilatadas y sus botas arañaron el suelo cuando dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas de la mesa. Bahn se quedó mirando a su superior menos de lo que dura un suspiro. «Pero ¿qué le ocurre?», se preguntó. Entonces volvió en sí y salió en pos de él.

—¡Condenados idiotas! —exclamó Creed, lo suficientemente alto como para que todos lo oyeran.

Se detuvo cuando llegó a la puerta y se volvió a la mesa con la comida y el vino aguado preparada para aquella sesión de ministros. La comida era sencilla y no demasiado abundante, pero a ojos de Bahn estaba revestida del glamour de un banquete.

—Toma —espetó el general, y Bahn no pudo más que pestañear atónito cuando Creed le plantó entre los brazos un frutero de madera lleno de fruta y añadió encima un rollito de carne dulce—. Pareces hambriento, ¡maldita sea, hombre! —Y tras decir esto salió por la puerta.

Bahn vaciló unos instantes. Se volvió hacia la mesa con los ministros reunidos, todos lo observaban atentamente. Sin embargo, lo que atraía su atención era la comida. En particular un pedazo de queso blanco con vetas azules cuya fragancia podía distinguirse a varios pasos de distancia y que, tal como pensó Bahn mientras lo colocaba bien en el recipiente apoyado en sus brazos, podría conservarse perfectamente hasta el bautizo de su hija.

Antes de marcharse hizo una reverencia tan cortés como le fue posible y contó hasta tres antes de erguirse de nuevo.

Los rostros blanqueados apartaron simultáneamente la mirada de él.

Capítulo 8

Cheem

El Corazón del Mundo estaba tranquilo aquella mañana, y tan azul y desierto como el cielo que se combaba sobre él como una gigantesca bóveda de zafiro. La mirada podía perderse en el horizonte por todos lados salvo en el oeste, donde se distinguía la recortada silueta de las montañas. El sol bañaba de luz la superficie quieta del mar, y sus rayos regresaban a él en reverberaciones cálidas. Los pájaros revoloteaban como espectros refulgentes y una suave brisa procedente del sur barría la superficie del agua y rizaba alguna que otra cresta blanca del lánguido oleaje.

La tripulación del
Halcón
lo llamaba
chohpra
: un día perfecto.

El
Halcón
sobrevolaba a baja altura las pacíficas aguas del Midéres, como un ave marina a ras de las olas, aunque quizá también como un ave que ha pasado mucho tiempo a merced de los elementos y se alegra de alcanzar el final de su viaje. A pesar del deterioro que revelaba su apariencia, el dirigible había realizado la travesía a buena velocidad; si bien ahora reducía la marcha a medida que se aproximaba a su isla de destino y a Puerto Cheem.

Las gaviotas los seguían y cazaban al vuelo los trozos de keesh que el hombre de piel oscura arrojaba al aire desde la proa de la nave. Ash había atraído la atención de un puñado de tripulantes con los cuerpos vendados que reposaban en la cubierta superior y que sacudían la cabeza y se mofaban de él en susurros. Ellos consideraban que las gaviotas eran las ratas del mar, así que no entendían por qué las alimentaba aquel viejo loco.

Aquel viejo loco parecía no percatarse de sus burlas. Tampoco Nico, que le hacía compañía y que tenía un ojo puesto en la expresión reconcentrada de Ash, entretenido con los pájaros que se abatían en picado, y el otro en el cercano puerto y los numerosos barcos fondeados en sus aguas. Más allá se desplegaba la ciudad sobre las estribaciones de las montañas, que resultaban ridículas comparadas con las montañas de cumbres nevadas que se extendían hasta donde llegaba la vista.

Puerto Cheem era la única ciudad y el único fondeadero con aguas profundas de toda la isla montañosa de Cheem. El puerto era grande, aunque no alcanzaba las dimensiones del de Bar-Khos. También era un lugar de infamia, y por una vez esa reputación era fundada.

Como todos los niños mercianos, Nico había crecido escuchando historias sobre los bandidos de Cheem. Entre los padres de los Puertos Libres era una práctica extendida amenazar a los niños que se portaban mal con que los bandidos los raptarían y los convertirían en sus esclavos. Los padres los pintaban como monstruos y tejían intrincadas historias en las que los bandidos dejaban un barquito de madera junto a la cama del niño malo que tenían planeado raptar. Si esa advertencia no bastaba para enderezar el comportamiento del niño, esa noche aparecía un barquito de juguete junto a su cama para atemorizarlo cuando despertara. Sólo los niños más traviesos no escarmentaban al descubrir el funesto augurio.

Esos miedos empeoraban cuando el niño alcanzaba la edad adulta y descubría que los bandidos no se limitaban a capturar niños para convertirlos en esclavos, sino también hombres y mujeres.

Por este motivo, el alivio de Nico al superar sano y salvo el bloqueo se diluyó y cedió su lugar a un nuevo temor. De hecho, hubiera preferido aterrizar en cualquier otro lugar.

Esa mañana la brisa era cálida, cargada con todas las fragancias penetrantes del mar, y cuando amainaba un poco, se instalaba el aroma acre a alquitrán fundido que emanaba de las cubiertas de la nave. A pesar de que el viento soplaba a favor, los sistemas de propulsión seguían quemando combustible según se acercaban al puerto. Sobrevolaron la muralla exterior del puerto y vieron el estrecho canal de entrada: una lengua de mar flanqueada por muros de piedra viscosos que sostenían fuertes achaparrados y redondeados levantados de acuerdo con las nuevas tendencias de la ingeniería. Nico se fijó en los cañones que sobresalían de los fuertes, en cuyas azoteas había posicionada una balista de formas antiguas rodeada de soldados de capas pálidas que observaban, apoyados en sus lanzas, el dirigible que sobrevolaba sus cabezas con las banderas verdes que indicaban su neutralidad desplegadas en la cola.

Ahora que Ash se había quedado sin keesh las gaviotas chillaban en señal de protesta. La nave viró y la tripulación se apresuró a reajustar las alas. El dirigible enfiló hacia una playa que se extendía al sur del puerto, donde ondeaba una manga de viento prendida a una alta torre asentada en las rocas. A lo largo de la orilla se levantaban postes de amarre. En la arena se pudría un dirigible desprovisto de su envoltura.

—No te apartes de mi lado —le advirtió Ash—. Sólo nos detendremos en la ciudad un par de horas, pero las historias que hayas podido oír sobre este lugar no carecen de verdad. Puerto Cheem es una perrera. De día estaremos seguros. Aun así, no te separes de mí.

—Y después, ¿cuánto tiempo nos llevará el viaje por las montañas?

—Mucho, pero es un buen lugar si se conoce el camino. Y también pacífico. Apenas vive gente en el interior, sólo las órdenes religiosas en sus ermitas.

—Y las escuelas de asesinos, ¿no?

Ash se puso tenso.

—No sólo somos asesinos, muchacho.

Unas bocanadas de humo gris salieron despedidas del costado derecho de la nave. Se dejaron caer las anclas, que se arrastraron por el fondo marino y emergieron en la playa, cubiertas con montones de algas. Llegó el turno de las amarras y los hombres apostados en la playa las agarraron con fuerza y las anudaron a los postes. Mecido por la brisa antojadiza, el
Halcón
descendió lentamente.

Trench se acercó con el kemir agarrado a su cuello a los hombres de su tripulación, que habían saltado por la borda para asegurar las cuerdas. El capitán todavía caminaba con la cojera ganada en la batalla.

—Te he traído a casa —dijo, dirigiéndose a Ash.

—Sí. Te lo agradezco.

Se dieron la mano y luego Trench estrechó la de Nico. El kemir parloteó sobre su hombro su particular saludo de despedida. No pudo despedirse de Berl, ya que por desgracia seguía confinado en su litera, con fiebre. Había perdido un pie en la contienda.

Nico dio una sacudida cuando el casco de fondo plano del dirigible se posó en la arena y se echó la mochila al hombro. Era una sensación extraña: ahora que el Halcón descansaba en tierra firme casi le daba pena abandonarlo.

—Vamos —le espetó Ash, enfilando por la pasarela oscilante.

Al final, y después de todas las advertencias recibidas, Puerto Cheem le resultó algo decepcionante.

Ash caminaba con tanto brío y resolución que Nico apenas tenía tiempo para fijarse en la ciudad. Sólo permanecieron el tiempo necesario para abastecerse de provisiones ligeras y dos mulas que los transportaran en su viaje al sur de la isla.

Lo primero que le horrorizó fue el hedor que impregnaba el lugar. La ciudad estaba cubierta de barro tras las recientes lluvias y el agua corría sin obstáculos por las zanjas pestilentes que se habían formado en los costados o en el centro de las calles; el olor se hacía más insoportable aún por los cadáveres de perros y gatos, e incluso, por el de una joven desnuda, cuyo cuerpo yacía ignorado por los transeúntes.

En el exterior de una tienda, Nico estuvo ayudando a asegurar las provisiones recién adquiridas a ambos lados de las mulas. Justo cuando finalizaba la tarea tuvo que saltar a un lado para apartarse del camino de un grupo de guardias de la ciudad, una brigada de mercenarios alhaziís de tez morena y con armaduras arlequinadas que se deslizaban raudos por la calle, entonando una canción desconocida y aterradora. Poco después, Nico y Ash se cruzaron con los mismos guardias, cuando éstos intentaban disolver una pelea de taberna: fuera los hombres gritaban tendidos en el barro, mientras que de dentro llegaba el sonido del choque de los aceros entre el barullo de una multitud voces.

Ash y Nico se alejaron rápidamente del lugar y continuaron atravesando la ciudad hacia el sur. Ash gritó en lengua franca a la chusma callejera, que se dispersó y les dejó vía libre con la ayuda de un puñado de monedas que Ash les arrojó. Los niños tiraban de las mangas a Nico y le pedían comida, monedas, hojas de grindelia o escoria. Había prostitutas por todas partes, desnudas y pintadas de dorado de pies a cabeza, que bamboleaban provocativamente sus pechos al paso de Nico, quien forzaba la vista para acertar con sus brillantes pezones, las únicas zonas de sus cuerpos limpias de pintura.

Los mercados de esclavos eran de una atrocidad insoportable. Al otro lado de las cancelas de madera, Nico entreveía a hombres, mujeres y niños harapientos y hacinados que eran subastados como ganado.

—¡Abrazad la carne! —gritaba un predicador callejero, cerca de una de esas subastas—, ¡Abrazad la carne o seréis esclavizados como los débiles!

—¿Qué predica? —preguntó Nico.

Ash escupió a los pies del orador cuando pasaron junto a él a lomos de sus mulas.

—La fe de Mann —respondió al cabo.

A diferencia de Bar-Khos, Puerto Cheem no alardeaba de sus murallas, y Nico se sorprendió al comprobar que las viviendas a ambos lados de la calle empezaban a ser simples chozas de la periferia hasta que llegó un momento en el que ya no hubo nada y se hallaron fuera de la ciudad. Nico se mecía cadenciosamente sobre la mula y notaba que su tensión se mitigaba.

La carretera se extendía tortuosamente por las estribaciones de las montañas que flanqueaban la costa, siempre con el mar y las naves que daban bordadas sobre su superficie a la vista. Cheem era una isla básicamente montañosa y la mayor parte de sus tierras de cultivo se encontraba en la costa o en los numerosos y angostos valles que ascendían hacia las exuberantes cumbres.

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