El Extraño (29 page)

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Authors: Col Buchanan

Con el tiempo, Nico aprendió a relajarse manteniendo su concentración, lo que hacía más sencillo alcanzar la quietud. Después del ejercicio se sentía fresco y sereno, y también más cómodo con su cuerpo.

Pasaron semanas hasta que recordó que tenía que escribir a casa, y hasta cierto punto se sintió culpable por haber olvidado tan rápido a su madre. Con su letra terrible le informó de que se encontraba bien, y llenó el resto de la página con una descripción de los aspectos rutinarios de su nueva vida, con mucho cuidado de no añadir nada que pudiera sugerir la desesperación que le habían causado algunas situaciones.

Kosh, el viejo amigo de Ash, se ofreció solícitamente a encargarse del envío de la carta y la llevó a Puerto Cheem en compañía de un grupo de roshuns que se dirigían a la ciudad para comprar provisiones. Una vez allí, la misiva pasó a manos de un contrabandista que se ganaba la vida pasando a un lado y otro del bloqueo manniano de los Puertos Libres. Nico tenía la esperanza de que finalmente llegara hasta su madre. Sin embargo, después de entregar la carta apenas volvió a pensar en ella.

Los aprendices tenían libre el día del Necio y podían pasarlo como se les antojara. Mientras sus compañeros aprendices se juntaban en pandillas de dos o tres chicos y se distraían con sus bromas y sus pequeñas complicidades, Nico emprendía una excursión por las montañas que se elevaban en torno al valle y pasaba agradablemente las horas solo, disfrutando del esplendor límpido de las cumbres. Nico necesitaba como el comer esos momentos de recogimiento y reflexión, y esos días libres en particular, tras una caminata larguísima, suponían el equivalente a sus incursiones vespertinas de niño acompañado de Boon por las estribaciones cercanas a la granja familiar; momentos de paz y sosiego.

A fuerza de repetirlas, esas excursiones habían adquirido sus propias particularidades, y durante unas horas Nico no miraba al pasado ni al futuro.

Una mañana, antes del desayuno, Nico vio a una muchacha que atravesaba el patio interior, y su sorpresa fue tal que dejó caer al suelo el balde con agua. El motivo de su sobresalto y de que el corazón se le pusiera a cien no fue únicamente el hecho de que se tratara de una chica. Tampoco su apariencia: vestida con una sencilla túnica negra a conjunto con la larga melena que se precipitaba por su espalda y que enmarcaba un rostro bañado por el sol, de facciones afiladas y grandes ojos. Lo que lo cautivó, después de haber pasado demasiado tiempo ávido de un espectáculo como aquél, fueron sus andares, sus largas piernas y la confianza que rezumaba, el grácil contoneo de sus caderas, inconfundible bajo su túnica. Nico se olvidó de su cubo y la siguió con la mirada hasta que la vio entrar por la puerta que conducía al ala norte. Rápidamente ideó una excusa para seguirla y averiguar quién era. Cruzó precipitadamente la misma puerta y miró a izquierda y derecha, pero la muchacha había desaparecido. Por un momento se planteó si no habría sido fruto de su imaginación.

Durante los días siguientes volvió a verla varias veces, aunque siempre de refilón y cuando estaba ocupado en el entrenamiento o de camino a las clases y no podía entretenerse. Resultaba frustrante, y no tardó en percatarse de que había adquirido la costumbre de mover constantemente los ojos de un lado a otro buscándola.

—¿Quién es la chica? —le preguntó a Aléas una noche, durante la cena.

—¿Qué chica? —inquirió Aléas, delatándose con el tono fingido de inocencia de su voz.

—¡Ya sabes a quién me refiero! La chica que veo constantemente por el monasterio.

Aléas le dirigió una sonrisa lasciva.

—No es una simple chica, Nico. Es la hija de mi maestro, y será mejor que mantengas tus ojos lejos de ella. De tus manos ya ni te hablo. Mi maestro es extremadamente protector con ella.

—¿La hija de Baracha? —Nico se quedó anonadado.

—Nico, que te guste o te disguste una persona no afecta demasiado a su capacidad para procrear.

—Vale, pero ¿cómo se llama?

—Serése.

Serése era un nombre merciano, y así se lo hizo saber a Aléas.

—Ya. Su madre era merciana. ¿A qué vienen todas estas preguntas?

—¿Qué preguntas? —disimuló Nico, desviando la mirada. Pero volvió a la carga—: ¿Cuánto tiempo se quedará?

Aléas suspiró.

—Mira que eres pillo. Permíteme que te repita, aun a riesgo de aburrirte, que es la hija de Baracha. Ha venido a pasar unas semanas con su padre. Después volverá a Q'os, pues trabaja allí para nosotros. Si durante su estancia aquí alguien la importuna o la acosa, y por importunar me refiero a que se le dirija la palabra o se la mire, aunque sea mientras jugueteas con tu cuerpo bajo las sábanas... Si algo de eso ocurre entre tú y ella, entonces puedes tener la seguridad de que mi maestro cogerá un cuchillo y te cortará los huevos. Míralo. Ahora mismo está vigilándonos. Después tendrá una charla conmigo por haber hablado contigo.

Nico apoyó cautamente la espalda contra el respaldo de su silla. No dudaba un ápice de la veracidad de la advertencia de Aléas.

Aun así, cuando Aléas devolvió la atención a su plato de caldo, Nico recorrió con la vista el comedor para verla otra vez, y cayó presa de la decepción cuando no la atisbo por ningún lado.

A la mañana siguiente, sus caminos por fin se cruzaron y Nico supo de inmediato que estaban predestinados a conocerse. Él creía en esas cosas.

Era un día del Necio, por lo tanto día libre, y se había dirigido a la lavandería para lavar algunas prendas antes de emprender su acostumbrada excursión por el valle.

Allí estaba ella, envuelta en la atmósfera brumosa de la amplia y penumbrosa sala, escurriendo las últimas prendas de su colada. Nico se detuvo en el vano de la puerta, dudando si entrar o marcharse.

—Hola —dijo distraídamente la muchacha después de echar un vistazo por encima del hombro.

El tono de su saludo lo convenció para entrar. Cerró la puerta a su espalda y se adentró en la sala, descargó su ropa sucia junto a la tina metálica con agua hirviendo colocada sobre el fuego, hizo un gesto con la cabeza hacia la muchacha a modo de saludo y sonrió.

Ella terminó de doblar una túnica húmeda y la puso sobre el montón de ropa que ya había en la cesta. Iba arremangada y con el pelo recogido a la espalda, y tenía la tez sonrosada por el calor y el esfuerzo. Nico calculó que debían de tener la misma edad.

—¿Qué? —inquirió la muchacha, regalándole una sonrisa fugaz, advertida de la mirada escrutadora de Nico.

Nico sacudió la cabeza.

—Nada. Soy Nico, soy el aprendiz del maestro Ash.

Nico se dio cuenta inmediatamente del repentino cambio que produjo en la muchacha esa información y la reevaluación que acometió de su interlocutor. Los ojos oscuros de ella estudiaron sus facciones durante lo que empezaba a parecerle una eternidad. Era la clase de mirada que siempre le obligaba a bajar los ojos ruborizado y que por dentro lo transformaba en un idiota tembloroso.

Nico no abrió la boca por miedo a que lo que saliera de ella fuera un tartamudeo o una estupidez o, peor aún, ambas cosas a la vez.

—Yo soy Serése —dijo la muchacha, con una voz cavernosa y ronca. A Nico le entró un tembleque en las piernas.

—Lo sé —respondió, y al punto se arrepintió.

A ella pareció divertirla... que fuera el hecho de que supiera su nombre o su repentino ataque de vergüenza era algo que Nico no sabía.

—Entonces debes de ser merciana —dijo, intentando recuperar la compostura—. Por lo de Serése. Significa «afilada» en la lengua antigua.

—Ah, sí. Ya me había parecido distinguir tu acento.

—Sí. Soy de Bar-Khos.

—Ah. —De nuevo parecía impresionada.

Fuera sonó la campana anunciando el cambio de hora.

—Bueno, toda tuya —dijo, haciendo un gesto hacia el agua burbujeante mientras ella doblaba su última prenda.

—Espera —le espetó, pese a que tenía muy presente la severa advertencia de Aléas. Sin embargo, se le había acelerado el pulso con la idea repentina de pedirle que pasara el día libre con él. Se imaginó que paseaban juntos por el valle, charlando y riendo, conociéndose—. Tengo el día libre —explicó—. Voy a salir de excursión cuando acabe esto. ¿Por qué no te vienes?

Ella pareció considerar su propuesta, al menos durante unos segundos. Pero meneó la cabeza.

—Me temo que mi padre está esperándome.

—Oh —balbuceó Nico, derrotado, aunque hubo una parte de él que respiró aliviado.

—Quizá en otra ocasión —repuso animada.

Cuando se inclinó para coger la cesta, Nico no pudo evitar admirar su figura de espaldas.

—Espera —espetó de repente—. Déjame ayudarte.

—No hace falta. Ya puedo yo.

Nico hizo como que no la oía y levantó la cesta. Pesaba más de lo que había esperado y a duras penas consiguió reprimir un gruñido.

Serése lo siguió fuera. Sus rostros salpicados de sudor brillaron a la luz más intensa del corredor, a ambos les caía el cabello en finas coletas apelmazadas por el vapor.

Se detuvieron y se miraron. A Nico el corazón todavía le aporreaba el pecho. Deseaba tocarla.

—¿Serése? —Baracha estaba en la puerta que daba paso al patio interior.

La muchacha puso los ojos en blanco.

—Adiós —musitó, esbozando una sonrisa a modo de disculpa, y salió en dirección a su padre. Volvió la vista atrás una vez.

Baracha fulminó a Nico con la mirada, con el gesto ceñudo.

El tiempo parecía no pasar la tarde del día siguiente, y Nico y los demás aprendices realizaban sus habituales ejercicios de
cali
empapados en sudor. La plaza de armas estaba atestada de roshuns que se ejercitaban y el campo de entrenamiento apenas tenía las dimensiones justas para acogerlos a todos. Mientras tanto, Osho los observaba desde la ventana de la torre, desde donde se dominaba todo el patio.

Los aprendices trabajaban confinados en un rincón. Respiraban trabajosamente, agotados tras la práctica de las técnicas más complejas con la espada, y ahora simplemente ejercitaban combinaciones de golpes hacia dentro y hacia fuera siguiendo las instrucciones que les bramaba Baracha.

El maestro alhazií exhibía el mal genio de siempre, ni mejor ni peor que otros días, y no eran pocos los que habían recibido un manotazo por moverse con demasiada lentitud para su gusto. En un momento dado empezó a abroncar a Aléas por no prestar atención a lo que hacía. En definitiva, nada que se saliera de lo habitual, pues siempre apretaba a su aprendiz un poco más que al resto, cosa que molestaba a Nico y al resto de sus compañeros, ya que todos sabían que Aléas era el mejor y que no merecía ese trato.

Baracha estaba soltando su diatriba cuando se hizo un repentino silencio en la plaza de armas. El maestro interrumpió su invectiva y buscó con los ojos chispeantes de ira el origen de esa nueva distracción.

Ash se había adentrado a grandes zancadas en el patio polvoriento, empuñando una espada envainada. Por una vez había decidido abandonar su entrenamiento en solitario y ejercitarse junto con los demás.

Los roshuns veteranos rápidamente retomaron sus quehaceres. Los aprendices, sin embargo, vieron mermada su concentración, y muchos observaban de soslayo al anciano maestro enfundado en su túnica negra y practicando confundido con el resto. Su hoja brillaba y despedía destellos alcanzada por los rayos del sol en una sucesión de movimientos tan rápidos que a la mayoría les costaba seguirlos con los ojos. La distracción sólo consiguió empeorar el humor de Baracha, que tuvo que repartir unos cuantos cachetes para llamarlos al orden hasta que por fin recuperaron la seriedad exigida para la ejecución de los ejercicios.

Minutos después les concedió un descanso para que bebieran agua y recuperaran el aliento.

—Así que hoy el abuelo ha decidido jugar con nosotros —gritó, dirigiéndose a Ash, lo suficientemente alto como para que pudieran oírlo las personas que andaban por allí.

Ash lo miró fugazmente a los ojos y continuó con sus ejercicios. En lo sucesivo ignoró al grandullón alhazií, y Nico se percató de que ese desaire hería profundamente el orgullo del hombretón.

Durante el descanso, varios aprendices rodearon a Nico y le preguntaron acerca del comportamiento de su maestro en las situaciones de acción. Nico esperó a que el tono ansioso del interrogatorio derivara en un silencio de expectación y entonces respondió en un hilo de voz:

—Es como el centro inmóvil de una tormenta.

Los muchachos asintieron, fantaseando con esa imagen de Ash. Aléas reía entre dientes.

A la mañana siguiente, Nico se cruzó de nuevo con Baracha de camino a las clases de tiro con arco. El alhazií salía de la armería y se frenó en seco cuando vio a Nico caminando hacia él.

—¡Tú! —bramó.

—¿Yo?

—Sí, tú. Sígueme.

—Tengo que ir a clase. Llegaré tarde.

—¡Te he dicho que me sigas! —espetó Baracha con impaciencia.

El alhazií se alejó a trancos por el corredor y Nico tragó saliva. Por un momento se le pasó por la cabeza huir de allí a toda mecha, pero le pareció que eso era estúpido e infantil, de modo que salió disparado a su zaga.

Atravesaron la zona de la cocina, envuelta en una nube de vaho sofocante. Los dos cocineros apenas les prestaron atención, enfrascados en un tira y afloja sobre el uso de una olla vacía. Cerca del fondo de la cocina, Baracha se agachó y abrió una trampilla en el suelo.

Nico observó los escalones de piedra y la enorme figura de Baracha engullida por la penumbra. Se preguntó de qué iría todo aquello. Pero entonces cayó en la cuenta: «Un padre sobreprotector furioso.»

—¡Baja! —El eco de la voz de Baracha tiró de él para que pusiera el pie en el primer escalón. Siguió descendiendo por los demás como en un sueño.

Era una despensa, con el revestimiento de piedra y fría. La única luz provenía de la escalera a su espalda. Nico distinguió en la oscuridad unas figuras colgadas de unos ganchos de hierro incrustados en el techo de madera: piezas de carne de caza, ahumadas y en salazón. También había sacos de harina, especias y verdura deshidratada. Justo a la derecha de Nico algo oscilaba colgado de un gancho: un ave desplumada y destripada.

El aprendiz se movió hacia allí, detuvo el balanceo del ave cuando pasó junto a ella y sintió su tacto frío y carnoso en los dedos.

Delante de él se movió una figura confundida con la oscuridad. Nico advirtió un repentino destello blanco: los dientes de Baracha.

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