El Extraño (3 page)

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Authors: Col Buchanan

—¡Claro que lo sé! Te conozco mejor que nadie. Yo estaba allí, ¿lo has olvidado? Pero no fuiste el único que aquel día perdió a un hijo en el campo de batalla... o a un hermano, o a un padre.

Ash agachó la cabeza.

—No.

—Entonces lo harás, si es que quieres salir de ésta con vida.

Ash todavía no se sentía capaz de mirar a la cara a Osho, de modo que en sus ojos seguían reverberando las llamas dispersas de la estufa de aceite. Aquel anciano lo conocía muy bien; era como estar frente a un espejo, una superficie viva que reflejaba todo lo que él no quería ver de sí mismo.

—¿Prefieres morir aquí, solo, en este páramo perdido en los confines del mundo? —El silencio de Ash fue suficiente respuesta—. Entonces acepta mi oferta. Te prometo que en ese caso saldrás de ésta y volverás a ver tu hogar... y una vez que regreses, te permitiré continuar con tu trabajo, al menos mientras instruyes a un aprendiz.

—¿Estás ofreciéndome un trato?

—Sí —respondió Osho con firmeza.

—Pero no eres real. Perdí esta tienda hace dos días... y ni siquiera viajabas conmigo cuando ocurrió. Eres una ilusión. Una evocación. Tu palabra carece de valor.

—Y sin embargo, todo lo que te he dicho es cierto. ¿O acaso lo dudas?

Ash contempló la taza vacía. El calor del cilindro metálico se había desvanecido llevándose consigo el calor de sus manos.

Hacía mucho tiempo que había aceptado su enfermedad y su inevitable desenlace, del mismo modo que aceptaba el final de las vidas que había arrebatado en el cumplimiento de su deber: con una especie de sentimiento fatalista. Quizá ese carácter melancólico se debía a su creencia de que la vida era en esencia agridulce, sin un sentido distinto del que se le atribuyera en cada ocasión: violento o pacífico, benévolo o maléfico... en fin, según las decisiones que se fueran tomando. Pero nada más; sin duda nada fundamental en un universo sustancialmente neutro que sólo busca el equilibrio al tiempo que se expande de una manera infinita y eterna de acuerdo con los principios de Dao. Estaba muriéndose, eso era todo; no había que buscar a ese hecho un significado oculto.

Sin embargo, no deseaba acabar sus días en aquella llanura desolada. Quería volver a ver el sol con sus propios ojos y con la boca abierta para saborear el jugo de sus rayos cálidos; antes quería aspirar los aromas acres de la vida, sentir los brotes de hierba bajo las plantas de los pies y oír el murmullo del agua fluyendo entre las rocas. Y en ese anhelo, en ese sueño fantasioso, Osho no era más que otra creación del mismo deseo; por lo menos Ash no se atrevía a albergar la esperanza de que pudiera ser otra cosa.

—Claro que lo dudo —respondió, alzando la cabeza. Pero Osho ya había desaparecido.

Sintió un malestar pesado y prolongado que le produjo náuseas y un mareo que le nubló la vista, el dolor se ensañaba cruelmente con sus sienes.

Su delirio remitió.

Entrecerró los ojos, envuelto por la penumbra de la choza de hielo. Su cuerpo desnudo de nuevo empezó a temblar y a sufrir convulsiones; de sus cejas colgaban carámbanos diminutos. Estaba a un paso de quedarse dormido.

Por el respiradero del techo no entraba ningún ruido. La tormenta había amainado por fin. Ash inclinó la cabeza a un lado para oír mejor. Sonó el ladrido de un perro, seguido inmediatamente por unos cuantos más.

Suspiró, dejando salir todo el aire de los pulmones.

«Un último esfuerzo», se dijo.

El anciano roshun se levantó haciendo un esfuerzo descomunal. Tenía los músculos doloridos y la cabeza a punto de estallarle, pero por el momento no podía hacer nada para aliviarlo, pues le habían quitado el morral donde guardaba las hojas de stevia junto con todo lo demás. No importaba, todavía no era nada serio. Nada que ver con los ataques que había sufrido durante su largo viaje a las tierras meridionales y que lo habían confinado en la cama desesperado de dolor durante días y días.

Pataleó en el suelo y se dio unos cachetes por el cuerpo hasta que recuperó la sensibilidad. Respiró repetidamente de manera breve y profunda, renovando las fuerzas cada vez que inspiraba y expulsando cansancio e incertidumbre en cada bocanada de aire que soltaba.

Se calentó las palmas de las manos con el aliento, dio dos palmadas y pegó un salto. Deslizó una mano por el hueco del respiradero y se colgó de él, con las piernas suspendidas en el aire. Con la otra mano empezó a golpear el hielo del borde del orificio, acompañando cada acometida con un «¡ahg!» más cercano a un jadeo que a una palabra inteligible. Cada puñetazo le enviaba por el brazo una insoportable punzada de dolor.

Minutos después, el hielo seguía intacto, y Ash volvió a tener la sensación de estar aporreando inútilmente una piedra.

No, así no llegaría a ningún lado. Entonces se imaginó que estaba golpeando la capa de hielo de la superficie de un estanque, lo suficientemente delgada como para resquebrajarse. Resollaba trabajosamente por la nariz y empezaba a marearse, lo que mermaba notablemente su capacidad de concentración.

Por fin se desprendió una esquirla de hielo y se dejó embargar por aquel momento triunfal sin cejar en su empeño. Fueron soltándose más fragmentos hasta que una lluvia de escarcha se precipitó sobre su rostro. Se frotó los ojos cerrados para limpiarse el sudor y descubrió en la mano algo más que sudor: el color oscuro de la sangre. Las gotitas carmesíes le rociaban la frente o caían al suelo, donde se congelaban antes de filtrarse en el hielo.

Jadeaba con dificultad cuando consiguió abrir un agujero que le permitió contemplar un fragmento del firmamento nocturno. Se tomó un respiro y permaneció colgado sin más, recobrando el aliento. El momento se alargaba y tuvo que azuzar su fuerza de voluntad para recuperar el ánimo. Con un esforzado gruñido trepó a través del hueco, rasguñándose el cuerpo desnudo a su paso por el borde de hielo.

En el asentamiento reinaba la calma. El cielo era un campo azabache salpicado de estrellas diminutas y exangües como diamantes. Ash se deslizó hasta el suelo y se agachó con las rodillas hundidas en la nieve, sin volver la vista al reguero de sangre que surcaba el techo abovedado de la casucha de hielo a su espalda.

Sacudió la cabeza para despejarse y trató de orientarse. A su alrededor se extendía un mar de chozas de hielo semienterradas en las montañas de nieve acumulada tras las ventiscas.

Había movimiento en los pequeños montículos que los perros habían elegido para pasar la noche. A lo lejos se divisaba un grupo de hombres preparando un tiro de trineo para la cacería matutina, ajenos a la figura que los observaba amparado en la oscuridad.

Ash caminó agachado hacia la fortaleza de hielo; bajo las plantas de sus pies descalzos crujía la capa de nieve virgen. La edificación se recortaba cada vez más imponente contra el cielo estrellado según se aproximaba.

No aminoró el paso y continuó a la carrera por el túnel de la entrada, apartó de un manotazo las colgaduras y enfiló por el pasillo. Pilló por sorpresa a los dos centinelas que hacían guardia junto a un brasero encendido. El espacio era reducido, lo que dificultaba los movimientos. Ash arremetió con su frente contra el rostro de uno de los guerreros y éste cayó desplomado, inconsciente y con la nariz rota. El choque dejó a Ash dolorido, circunstancia que a punto estuvo de aprovechar el otro centinela para alcanzarle con su lanza, pero Ash se agachó a tiempo y notó en el hombro la caricia de la punta de hueso del arma. Gruñó entre dientes y sonó el chasquido del choque de los cuerpos cuando lanzó un rodillazo contra la entrepierna de su oponente y le estampó los nudillos en la garganta.

Pasó por encima de los cuerpos de los centinelas, que yacían boca abajo, y se aventuró en el interior de la fortaleza con los ojos entornados.

Se hallaba en un pasaje estrecho que desembocaba en el salón principal con la entrada tapada con pieles. Al otro lado de las colgaduras reinaba un silencio absoluto. Pero no, no era exactamente así, pues hasta sus oídos llegaban ronquidos.

«Mi hoja», pensó Ash.

Echó un vistazo fugaz a otra puerta en arco que conducía a una pequeña sala atiborrada de humo, iluminada únicamente por un pequeño brasero colocado en un rincón y en el que unos rescoldos grasientos emitían una luz roja que apenas alumbraba en un radio de un par de metros, dejando todo lo demás en una oscuridad total.

Junto al brasero atisbo un camastro donde dormían con los cuerpos pegados un hombre y una mujer. La figura de Ash parecía una sombra avanzando sigilosamente hacia la pared opuesta, donde habían abandonado su equipo y donde todavía continuaba.

Hurgó entre sus pieles hasta que sus manos dieron con el morral que contenía las hojas de stevia. Extrajo una hoja marrón, aunque rápidamente cambió de idea y sacó dos más, y se las colocó en la pared interior de la boca, entre los dientes y la mejilla.

Se dejó caer contra la pared un instante, mientras masticaba y tragaba las hojas de sabor amargo. El dolor de cabeza se mitigó.

Ignoró sus viejas pieles y fue directo hacia su hoja, cuyo acero refulgió al extraerla de la funda. La pareja continuaba dormida en el camastro, ajena a lo que ocurría, mientras él volvía sobre sus pasos y enfilaba al salón principal.

La luz que se colaba por debajo de las colgaduras le bañaba los dedos de los pies. Llenó los pulmones de aire y cruzó la cortina de pieles espirando por la nariz, todavía con el cuerpo desnudo, como el acero que aferraba a la altura de la cintura.

El rey se había quedado dormido repantigado en el trono, en el otro extremo del salón. Sus hombres, algunos emparejados con mujeres, yacían hechos un amasijo sobre el suelo a los pies de su soberano. A un lado de la entrada había un centinela amodorrado apoyado sobre su lanza.

Los temblores de Ash se habían aplacado. Ahora se encontraba en su elemento y el frío se había convertido en algo así como una capa que le caía sobre los hombros. El temor había desaparecido: el miedo era un recuerdo antiguo, tan antiguo como su espada. Sus sentidos se aguzaron justo en ese instante previo a la acometida. Reparó en un carámbano que colgaba del techo altísimo encima del brasero; cada vez que se precipitaba una gotita de agua sobre las llamas de abajo sonaba un tenue siseo. Ash advirtió el penetrante hedor a pescado, a transpiración, a grasa quemada y a algo más, un olor casi agradable que hizo que le sonaran las tripas. Sintió cómo se le tensaban los músculos ante la expectativa creciente de que algo estaba a punto de suceder.

El movimiento no pasó desapercibido a los ojos del centinela, que se despabiló y tuvo tiempo de levantar la mirada para ver cómo Ash se abalanzaba sobre él con el rostro ensangrentado y mostrándole los dientes apretados. La hoja voló hacia el guerrero abriendo un surco circular en el humo que flotaba en el aire antes de toparse con la efímera resistencia del pecho del centinela, quien cayó desplomado mascullando un grito ahogado que, sin embargo, fue suficiente para despertar a los demás.

Los nativos tomaron las lanzas, se levantaron precipitadamente y, sin que mediara orden alguna, arremetieron contra el forastero desde todas las direcciones.

Ash los dispersó como si fueran una pandilla de críos. No precisaba más que un golpe para acabar con cada uno de los guerreros que se cruzaba a su paso. Actuaba como un autómata. Guardaba silencio en medio de la algarabía general y sus movimientos obedecían a un instinto que había sido entrenado para avanzar, avanzar y avanzar. Sus tajos, sus acometidas y sus fintas se sucedían con naturalidad coordinados con sus pasos.

Ash alcanzó el trono antes de que el último individuo de la tribu cayera. A su espalda flotaba la neblina formada por el humo que emanaba de la alfombra de cuerpos moribundos.

El rey continuaba sentado, temblando de ira y aferrando los brazos de su trono de huesos como si tratara de levantarse. Estaba borracho y su aliento apestaba a alcohol. Respiraba agitadamente, como si le faltara el aire, y un hilo de baba le resbalaba por los labios mientras contemplaba con los ojos entornados al roshun plantado frente a él.

«Parece un niño enrabietado», pensó Ash antes de desterrar esa idea de la cabeza. Sacudió la sangre de la hoja y sostuvo la barbilla del rey con la punta de su espada. La respiración del monarca se aceleró notablemente.


¡Hut!
—espetó Ash, mientras empujaba hacia arriba el acero hasta que rasgó la piel del rey, obligándolo a levantar la cabeza para que se enderezara la línea imaginaria que unía sus miradas.

El rey bajó la vista hacia la hoja apoyada en su garganta. Un reguero de su sangre se deslizó por la estría del acero sin hallar resistencia, como el agua que se escurre por una lona ungida con aceite. Levantó de nuevo la mirada hacia Ash y le tembló el párpado inferior izquierdo.


¡Akuzhka!
—espetó el rey.

La hoja le perforó abruptamente el cerebro y en un abrir y cerrar de ojos su mirada de odio se tornó en una mirada sin vida.

Ash se enderezó, resollando laboriosamente. De repente, el contenido de la vejiga del rey empezó a regar el suelo y alrededor del trono se levantó una nube de vapor.

El roshun recuperó el sello del cuello del monarca y se lo colgó. En el último momento cerró los ojos de su rival. A continuación se acercó al arcón de madera junto a la pared, lo abrió y tiró del cuerpo del alhazií enroscado en su interior.

—¿Ya ha acabado todo? —inquirió el cautivo con voz ronca, aferrándose al forastero como si ya nunca fuera a soltarlo.

—Sí —respondió escuetamente Ash.

Y abandonaron la fortaleza.

Capítulo 1

El escudo

Bahn había ascendido el Monte de la Verdad en incontables ocasiones a lo largo de su vida. Se trataba de una colina chata y verde, no demasiado elevada y de pendientes suaves. Sin embargo, aquella mañana, mientras recorría el sendero serpenteante que conducía a la cima llana del monte, le pareció más escarpada que nunca. Y no comprendía el motivo.

—Bahn. —Marlee le tiró del brazo para detenerlo.

Bahn se volvió. Su esposa le daba la espalda y miraba detenidamente el tramo de sendero que acababan de dejar atrás, protegiéndose los ojos del sol con la otra mano. Juno, su hijo de diez años, caminaba desmañadamente, algo más atrás. Era pequeño para su edad, y la cesta de picnic que llevaba, demasiado voluminosa para sus cortos brazos, pese a que había sido él quien había insistido en cargar con ella.

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