El factor Scarpetta

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

 

El desastre económico hace que la doctora Kay Scarpetta−pese a su apretada agenda y su trabajo como analista forense para la CNN− ofrezca sus servicios gratuitos a la Oficina del Jefe de Medicina Forense de Nueva York. Su mayor presencia pública parece precipitar una serie de acontecimientos turbadores e inesperados. En televisión, se le pregunta en directo por la sonada desaparición de Hannah Starr, a la que se da por muerta. Poco después, en el mismo programa, recibe la sorprendente llamada de una antigua paciente psiquiátrica de su marido. Cuando después del programa regresa a casa, encuentra un siniestro paquete, posiblemente una bomba, en la conserjería. Pronto las aparentes amenazas a la vida de Scarpetta se entrelazan en una trama surrealista que incluye a un actor famoso acusado de un delito sexual inimaginable y la desaparición de la hermosa millonaria con quien Lucy, sobrina de Scarpetta, quizá haya compartido un pasado secreto.

Una novela magnífica, de ritmo vertiginoso y acción trepidante. Una vez más, Patricia Cornwell sorprende con una obra maestra.

Patricia Cornwell

El factor Scarpetta

(Kay Scarpetta - 17)

ePUB v1.0

betatron
13.09.2011

Título: El factor Scarpetta

© 2011, Patricia Cornwell

Título original:
The Scarpetta Factor

Traducción de Magdalena Palmer

Serie: Kay Scarpetta 17

Editorial: Ediciones B

Para Michael Rudell
:

Abogado, amigo y hombre renacentista

Y, como siempre, para Staci

A los vivos se les debe respeto.

A los muertos, sólo la verdad.

Voltaire
,
1785

Capítulo 1

U
n viento gélido procedente del East River agitaba el abrigo de la doctora Kay Scarpetta, que andaba a paso rápido por la calle Treinta.

Faltaba una semana para Navidad y nada indicaba la proximidad de las fiestas en lo que ella consideraba el Triángulo Trágico de Manhattan, tres vértices conectados por la desdicha y la muerte. A su espalda estaba el Memorial Park, una voluminosa carpa blanca que albergaba los restos humanos de la Zona Cero que, envasados al vacío, seguían sin identificar o sin reclamar. Ante ella, a la izquierda, se alzaba el rojo edificio neogótico del hospital psiquiátrico Bellevue, ahora un centro de acogida de indigentes. Al otro lado estaba la zona de carga y descarga de la Oficina del jefe de Medicina Forense, donde una puerta de acero gris permanecía abierta. Un camión retrocedía, se descargaban más palés. Había sido un día bullicioso en el depósito de cadáveres, un martilleo constante en los pasillos que difundían el sonido como un anfiteatro. Los técnicos del depósito estaban ocupados montando ataúdes sencillos de pino, tamaño adulto, tamaño niño, apenas capaces de seguir el ritmo de la creciente demanda de entierros urbanos en el cementerio para pobres. Cosas de la economía. Todo lo era.

Scarpetta ya renegaba de la hamburguesa con queso y las patatas que llevaba en la caja de cartón. ¿Cuánto tiempo habrían pasado expuestas en la cafetería de la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York? Era tarde para almorzar, casi las tres, y estaba bastante segura de conocer la respuesta sobre cuán aceptable sería aquel almuerzo, pero no había tenido tiempo de pedir un plato caliente ni de molestarse con el bufé de ensaladas, de comer sano o siquiera engullir algo de lo que pudiese disfrutar. Hasta el momento habían tenido quince casos, suicidios, accidentes, homicidios e indigentes que morían sin que les atendiera un médico o, más triste aún, solos.

Había empezado a trabajar a las seis de la mañana, para arrancar temprano, y a las nueve ya había terminado sus dos primeras autopsias, dejando la peor para el final: una joven con heridas y artefactos desconcertantes que requerían mucho tiempo. Scarpetta había pasado más de cinco horas con Toni Darien; había elaborado diagramas y notas meticulosamente detallados, tomado numerosas fotografías, fijado todo el cerebro en formol para llevar a cabo estudios posteriores, recogido y conservado más muestras de las habituales de fluidos y secciones de órganos y tejidos, mientras documentaba todo cuanto le era posible en un caso que resultaba extraño no por inusual, sino porque era una contradicción.

La forma y la causa de la muerte de la mujer de veintiséis años eran deprimentemente prosaicas y no había necesitado un prolongado examen post mórtem para responder a las preguntas más rudimentarias. Era un caso de homicidio debido a traumatismo por objeto contundente, un único golpe en la parte posterior del cráneo con un objeto de superficie posiblemente multicolor. Lo que no tenía sentido era todo lo demás. Cuando descubrieron su cuerpo en un extremo de Central Park, a unos nueve metros de la calle Ciento diez Este poco después del amanecer, se supuso que la noche anterior la víctima corría bajo la lluvia cuando fue agredida sexualmente y asesinada. El pantalón del chándal y las bragas estaban bajados hasta los tobillos, el forro polar y el sujetador de deporte subidos por encima del pecho. Tenía una bufanda de Polartec atada con doble nudo alrededor del cuello. A primera vista, la policía y los investigadores médico-legales de la OCMK, la Oficina del jefe de Medicina Forense, que acudieron a la escena del crimen creyeron que la habían estrangulado con una prenda de su propio atuendo.

No era así. Cuando Scarpetta examinó el cadáver en el depósito, no encontró nada indicativo de que la bufanda hubiera sido la causa de la muerte ni que siquiera hubiese contribuido a ella, ninguna señal de asfixia, ninguna reacción vital como enrojecimiento o hematoma; sólo una abrasión seca del cuello, como si le hubiesen anudado la bufanda post mórtem. Era posible, por supuesto, que el agresor la hubiese golpeado en la cabeza y en algún momento posterior la hubiese estrangulado, quizá sin advertir que ya estaba muerta. Pero, en tal caso, ¿cuánto tiempo había pasado con ella? Basándose en la contusión, la hinchazón y la hemorragia del córtex cerebral, había sobrevivido cierto tiempo, posiblemente horas. Sin embargo, había poca sangre en la escena del crimen. Sólo cuando volvieron el cuerpo advirtieron la herida en la parte posterior del cráneo, una laceración de 3,8 centímetros con hinchazón significativa pero sólo una ligera supuración de fluido de la herida; se culpó a la lluvia de la ausencia de sangre.

Scarpetta lo ponía seriamente en duda. La laceración del cuero cabelludo habría sangrado profusamente y era poco probable que una lluvia intermitente, moderada a lo sumo, hubiese lavado casi toda la sangre del cabello largo y espeso de Toni. ¿Le fracturó el cráneo su asaltante, y después pasó un largo intervalo con ella una lluviosa noche de invierno antes de anudarle una bufanda alrededor del cuello, para asegurarse de que no vivía para contarlo? ¿O era la ligadura parte de un ritual sexual violento? ¿Por qué la lividez y el rigor mortis discrepaban claramente con lo que la escena del crimen parecía decir? La impresión era que la joven había muerto en el parque bien entrada la noche anterior, y a su vez parecía que llevaba muerta treinta y seis horas. Scarpetta estaba desconcertada. Quizá le daba demasiadas vueltas al caso. Quizá no pensaba con claridad, porque se sentía agobiada y tenía el azúcar bajo por no haber comido nada en todo el día salvo café, montones de café.

Llegaba con retraso a la reunión de las tres y tenía que estar en casa a las seis para ir al gimnasio y cenar con su marido, Benton Wesley, antes de correr a la CNN, lo último que le apetecía hacer. No tendría que haber accedido a aparecer en
El informe Crispin.
¿Por qué diantres había accedido a aparecer en directo con Carley Crispin para hablar de los cambios post mórtem en el cabello y la importancia de la microscopía y otras disciplinas de la ciencia forense, que se malinterpretaban precisamente por aquello en lo que Scarpetta se había involucrado: la industria del espectáculo? Avanzó con su almuerzo embalado por la zona de descarga, llena de cajas y cajones y material del depósito de cadáveres, carretillas de metal, carros y palés. El guardia de seguridad hablaba por teléfono detrás del plexiglás y apenas la miró cuando pasó ante él.

En lo alto de la rampa, utilizó la tarjeta que le colgaba del cuello para abrir una pesada puerta metálica y entrar en una catacumba de baldosas blancas con toques verde azulado y barandillas que parecían llevar a todas partes y a ninguna. Cuando había empezado a trabajar aquí como forense a tiempo parcial, se perdía con frecuencia, y acababa en el laboratorio de antropología en lugar del de neuropatología o el de cardio, o en el vestuario de hombres en lugar del de mujeres, o en la sala destinada a los cadáveres en descomposición en lugar de la sala de autopsias, o en una cámara frigorífica equivocada o en la escalera, o hasta en el piso equivocado cuando subía en el viejo montacargas de acero.

Pronto comprendió la lógica del trazado, lo sensato del flujo circular que empezaba en la zona de estacionamiento. Como la zona de carga y descarga, se hallaba detrás de una descomunal puerta de garaje. Cuando el equipo de transporte forense entregaba un cuerpo, se descargaba la camilla en la zona de estacionamiento y pasaba por un detector de radiación que había en la puerta. Si no se disparaba ninguna alarma que indicase la presencia de material radiactivo, como los radiofármacos utilizados en el tratamiento de algunos cánceres, la siguiente parada era la balanza donde se pesaba y medía el cuerpo. A dónde iría después dependía de su estado. Si estaba en malas condiciones o se consideraba potencialmente peligroso para los vivos, lo trasladaban a la cámara frigorífica para cadáveres en descomposición que había junto a una sala especialmente habilitada, donde la autopsia se llevaría a cabo en aislamiento, con ventilación especial y otras medidas de protección.

Si el cuerpo estaba en buen estado, se lo llevaban por un pasillo situado a la derecha de la zona de estacionamiento, un trayecto que en ciertos puntos incluía la posibilidad de diferentes paradas, en función del estado de descomposición del cadáver: la sala de radiología, la sala de histología para la recogida de muestras, el laboratorio de antropología forense, dos cámaras frigoríficas más para cuerpos recientes pendientes de examen. El ascensor para los que tenían que identificarse arriba, armarios para las pruebas, la sala de neuropatología, la sala de patologías cardiacas, la sala de autopsias principal. Una vez se completaba un caso y el cuerpo estaba listo para la devolución, se cerraba el círculo devolviéndolo a otra cámara frigorífica de la zona de estacionamiento, que era donde ahora estaría Toni Darien, dentro de una bolsa en una gaveta.

Pero no era así. Estaba en una camilla aparcada frente a la puerta de acero inoxidable del refrigerador, donde una técnica de identificación le colocaba una sábana azul alrededor del cuello, hasta la barbilla.

—¿Qué haces? —preguntó Scarpetta.

—Ha habido cierta animación arriba. Van a verla.

—¿Quién y por qué?

—La madre está en recepción y no se marchará sin verla. No te preocupes, me haré cargo.

El nombre de la técnica era Rene; unos treinta y cinco años, cabello negro rizado, ojos de ébano y extraordinariamente dotada para tratar con las familias. Si tenía un problema con alguna, no era trivial. Rene podía desactivarlo casi todo.

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