El factor Scarpetta (35 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

—El puto marica.

—¿Te dijo él que era gay?

—Intentaba ligar, ¿vale? Era evidente, con todas esas preguntas acerca de mí, de mi pasado, y le mencioné que había trabajado en muchas cosas distintas, como auxiliar en un hospital, a media jornada. Los maricones siempre intentan ligar conmigo.

—¿Sacaste tú el tema de tu antiguo trabajo en el hospital, o fue él?

—No recuerdo cómo salió el tema. Empezó a preguntarme por mi carrera, por cómo había empezado, y le conté lo del hospital. Le expliqué lo que había hecho antes de poder vivir de mi trabajo como actor. Cosas como ayudar a un flebotomista, recoger muestras y hasta ayudar en el depósito de cadáveres, fregando suelos, sacando y metiendo cuerpos de la cámara frigorífica, lo que hiciese falta.

—¿Por qué? —preguntó Lucy mientras volvía con una Pepsi
light
y una botella de agua.

—¿A qué te refieres, con «por qué»?

Judd volvió la cabeza y cambió de actitud. La odiaba. No hacía esfuerzo alguno por ocultarlo.

Lucy abrió la lata de Pepsi, la dejó ante Berger y se sentó.

—¿Por qué aceptar trabajos de mierda como ése?

—Lo único que tengo es el diploma del instituto —respondió Judd, sin mirarla.

—¿Por qué no hacer de modelo o algo así, mientras te buscabas la vida como actor?

Lucy siguió por donde lo había dejado, insultándolo y provocando.

Una parte de Berger prestaba atención, mientras a la otra la distrajo un segundo aviso de mensaje en su BlackBerry. Maldita sea, ¿quién intentaba comunicarse con ella a las cuatro de la madrugada? Quizás era Marino, de nuevo. Demasiado ocupado para presentarse y ahora volvía a interrumpirla. Alguien la interrumpía; quizá no fuera él. Acercó el BlackBerry mientras Hap Judd seguía hablando, dirigiendo sus respuestas a ella. Era conveniente que comprobara los mensajes y tecleó sutilmente la contraseña.

—Trabajé un poco como modelo, hice cuanto pude por ganar dinero y vivir experiencias de la vida real. No me asusta trabajar. No me asusta nada, excepto la gente que dice putas mentiras de mí.

El primer correo, recibido unos minutos antes, era de Marino:

Necesito orden registro cuanto antes incidente relac con doctora enviaré pronto datos caso

—No me echo atrás ante nada, soy una de esas personas que trabaja en lo que haga falta. Nunca me han regalado nada.

Marino decía que redactaba una orden de registro que enviaría pronto a Berger. Ella tendría que comprobar la precisión y el lenguaje, localizar a un juez al que pudiera llamar a cualquier hora, e ir a su casa para que le firmase la orden. ¿Qué orden de registro, por qué era tan urgente? ¿Qué pasaba con Scarpetta?

Berger se preguntó si guardaría relación con el paquete sospechoso que habían dejado en su edificio.

—Es por eso que puedo interpretar los personajes y ser convincente. Porque no tengo miedo, ni de serpientes ni de insectos —decía Judd a Berger, que escuchaba atentamente y manejaba los correos al mismo tiempo—. O sea, podría hacer como Gene Simmons, comerme un murciélago o sacar fuego por la boca. Me doblo muchas veces en las escenas peligrosas. No quiero hablar con ella. Si tengo que hablar con ella, me largo. Fulminó a Lucy con la mirada.

El segundo correo, que acababa de llegar, era de Scarpetta:

Re: Orden de registro. Basándome en mi formación y experiencia, creo que el registro para buscar el dispositivo de almacenamiento robado requerirá la presencia de un experto forense.

Era evidente que Marino y Scarpetta habían estado en contacto, aunque Berger no sabía a qué dispositivo robado se referían o qué tenía que registrarse. No lograba imaginar por qué Scarpetta no había dado instrucciones similares a Marino para que incluyera a un experto forense en el apéndice de la orden de registro que estaba redactando. En su lugar, le decía directamente a Berger que quería que un civil colaborase en el registro, alguien que entendiera de dispositivos de almacenamiento de datos, como ordenadores. Entonces cayó en la cuenta. Scarpetta necesitaba que Lucy estuviera presente en la escena y pedía a Berger que se asegurase de ello. Por alguna razón, era muy importante.

—Pues menuda escenita montaste en el depósito de cadáveres del hospital —dijo Lucy a Judd.

—No hice nada —repuso Judd, dirigiéndose a Berger—. Sólo hablaba, dije que imaginé que podría pasar, quizá cuando se presentaron los de la funeraria y porque era muy bonita y no tenía mal aspecto, después de todo lo que le había pasado. Hablaba medio en broma, aunque me he preguntado lo que hacen algunos de los empleados de las funerarias, y ésa es la verdad. Creo que la gente es capaz de hacer cualquier barbaridad, siempre qué no la pillen.

—Eso lo voy a citar: Hap Judd dice que la gente es capaz de todo, con tal de salir impune. ¡Un titular en Yahoo!

Berger dijo a Lucy:

—Quizás ahora sea un buen momento para enseñarle lo que hemos descubierto.

Y a Judd:

—Habrás oído hablar de la inteligencia artificial. Esto es más avanzado aún. Supongo que no has sentido curiosidad por el motivo de que te hayamos citado aquí.

—¿Aquí? —Hudd miró la habitación, ninguna expresión en su rostro de Capitán América.

—Tú decidiste la hora, yo el lugar. Este espacio minimalista futurista. ¿Ves los ordenadores por todas partes? Estás en una empresa de investigación informática forense.

Judd no reaccionó.

—Por eso elegí este lugar. Y permite que te aclare algo. Lucy es una asesora contratada por la Oficina del Fiscal del Distrito, pero es mucho más que eso. Antigua agente del FBI, de la ATF, no me molestaré con su currículo, me llevaría demasiado tiempo, pero tu descripción de que no es una verdadera poli no es demasiado precisa.

Judd no pareció comprender.

—Volvamos a cuando trabajabas en el Park General —continuó Berger.

—La verdad es que no recuerdo... bueno, casi nada de esa situación.

—¿Qué situación? —preguntó Berger, con lo que a Lucy le gustaba describir como una calma «impasible». Sólo que Lucy no lo decía como un cumplido.

—La chica.

—Farrah Lacy.

—Sí, quiero decir no. Lo intento, lo que digo es que fue hace mucho tiempo.

—Eso es lo bonito de los ordenadores —dijo Berger—. No les importa si fue hace mucho tiempo. Sobre todo a los ordenadores de Lucy, sus aplicaciones a redes neuronales, constructos programados para imitar el funcionamiento del cerebro. Permite que te refresque la memoria acerca de tu lejana época en el Park General. Para entrar en el depósito de cadáveres del hospital, tenías que utilizar tu tarjeta de seguridad. ¿Te suena?

—Supongo. O sea, ésa sería la rutina.

—De modo que tu código de seguridad quedaba registrado en el sistema informático del hospital cada vez que utilizabas la tarjeta de seguridad.

—También las grabaciones de las cámaras de seguridad —apuntó Lucy—. Y tus correos electrónicos, porque estaban ubicados en el servidor del hospital, que hace copias rutinarias de los datos, lo que significa que aún conserva registros electrónicos de cuando estabas allí. También de cualquier aparato desde el que escribieras, de cualquier ordenador que usaras en el hospital. Y, si accediste a cuentas privadas de correo desde allí, oh, bueno, ésas también. Todo está conectado. Todo es cuestión de saber cómo. No te marearé con un montón de jerga informática, pero eso es lo que hago en este sitio: conexiones, como las neuronas de tu cerebro están haciendo ahora mismo. Recepción y envío de los nervios sensores y motores de tus ojos, tus manos, flujos de señales cuyas piezas une el cerebro para realizar tareas y resolver problemas. Imágenes, ideas, mensajes escritos, conversaciones. Hasta escribir guiones. Todo está interconectado y forma pautas, lo que hace posible detectar, decidir y predecir.

—¿Qué guiones? —Hap Judd tenía la boca seca, pegajosa cuando hablaba—. No sé de qué me hablas.

Lucy empezó a teclear. Apuntó un mando a distancia a una pantalla plana instalada en una pared. Judd cogió la botella de agua, forcejeó con el tapón, tomó un largo trago.

La pantalla plana se dividió en ventanas, cada una ocupada por una imagen: un joven Hap Judd con ropas de hospital entraba en el depósito de cadáveres, sacaba unos guantes de látex de una caja y abría la cámara frigorífica; una fotografía de prensa de Farrah Lacy, diecinueve años, una afroamericana de piel clara muy bonita, vestida de animadora, pompones en mano y sonriendo; un correo electrónico; la página de un guión.

Lucy hizo clic en la página del guión, que llenó la pantalla al completo:

CORTE A:

INT. DORMITORIO, NOCHE

Una hermosa mujer en la cama, destapada, las sábanas arrugadas entre sus pies descalzos. Parece muerta, tiene las manos cruzadas sobre el pecho en posición religiosa. Está totalmente desnuda. ¡Un INTRUSO que no alcanzamos a ver se acerca más, más, más! La sujeta de los tobillos y desliza el cuerpo inerte hasta el pie de la cama, abriéndole las piernas. Se oye el clinc del cinturón al desabrocharse.

INTRUSO

Buenas noticias. Estás apunto de subir al cielo.

Sus pantalones caen al suelo.

—¿De dónde habéis sacado eso? ¿Quién cojones os lo ha dado? No tenéis derecho a meteros en mi correo —dijo Judd en voz alta—. Y no es lo que creéis. ¡Esto es una trampa!

Lucy pulsó el botón del ratón y un correo electrónico ocupó toda la pantalla plana:

Oye, siento lo de quien coño se llame. Que la follen. No leteralmente. Llama si kieres una fiambre.

HAP

—Me refería a ir a comer. —Se le pegaban las palabras. Le temblaba la voz—. Oye, tenía que referirme a ir a comer algo, me equivoqué al teclear.

Lucy se dirigió a Berger:

—No sé. Parece como que ha supuesto que interpretábamos «fiambre» como otra cosa. ¿Un cadáver, quizá? Tendrías que pasar el corrector ortográfico, de vez en cuando —dijo a Judd—. Y deberías tener cuidado con lo que haces, lo que dices en el correo electrónico o los mensajes de texto que escribes desde ordenadores conectados a un servidor. Como el servidor de un hospital. Podemos pasarnos toda la semana sentadas aquí contigo, si quieres. Tengo aplicaciones informáticas que pueden conectar cada una de las piezas de tu fantasiosa y neurótica vida.

Era un farol. En aquel punto tenían muy poco, apenas lo que Judd había escrito en los ordenadores del hospital, sus correos electrónicos, todo lo que a la sazón se hubiera ubicado en el servidor, y algunas imágenes de las cámaras de seguridad y entradas registradas en el depósito de cadáveres durante las dos semanas que Farrah Lacy estuvo hospitalizada. No había habido tiempo de comprobar nada más. Berger había temido que, si posponían la entrevista con Hap Judd, no volviera a presentarse la oportunidad. Esto era lo que ella llamaba un «ataque relámpago». Y, si antes no le acababa de gustar, ahora se sentía realmente incómoda. Tenía dudas. Serias dudas. Las mismas dudas que llevaba sintiendo todo el día, sólo que ahora eran mucho peores. Lucy estaba manejando el asunto. Tenía un objetivo en mente y no parecía importarle cómo llegar hasta él.

—No quiero ver nada más —dijo Judd.

—Hay montones de cosas que examinar. Me estoy quedando bizca. —Lucy dio unos golpecitos al MacBook con el índice—. Todo descargado. Cosas que dudo que recuerdes, de las que no tienes ni idea. No estoy segura de lo que haría la poli con esto. ¿Señora Berger? ¿Qué haría la poli con esto?

—Lo que me preocupa es lo que sucedió cuando la víctima aún estaba viva —dijo Berger, porque tenía que seguir el juego. Ahora no podía dejarlo—. Farrah pasó dos semanas en el hospital antes de morir.

—Doce días, exactamente —precisó Lucy—. Con respiración asistida, nunca recobró la conciencia. Hap estuvo de servicio, trabajando en el hospital, cinco de esos días. ¿Entraste alguna vez en su habitación, Hap? ¿Te la agenciaste cuando estaba en coma?

—¡Eres tú la pervertida!

—¿Lo hiciste?

—Ya lo he dicho. Ni siquiera sé quién es —dijo Judd a Berger.

—Farrah Lacy —Berger repitió el nombre—. La animadora de diecinueve años cuya foto viste en el periódico
Harlem News.
La misma foto que acabamos de mostrarte.

—La misma foto que te enviaste por correo electrónico —intervino Lucy—. A ver si lo adivino. No te acuerdas. Te refrescaré la memoria. Enviaste esa foto a tu correo electrónico el mismo día que apareció en las noticias
online.
Te enviaste el artículo del accidente de tráfico. Eso me parece muy interesante.

Seleccionó de nuevo la fotografía, que ocupó toda la pantalla plana. La fotografía de Farrah Lacy vestida de animadora. Hap Judd desvió la mirada y dijo:

—No sé nada de un accidente de tráfico.

—La familia vuelve a casa del cementerio Marcus Garvey de Harlem. Sábado, una bonita tarde de julio de 2004; un tipo que habla por el móvil se salta un semáforo en la Avenida Lenox, choca en perpendicular.

—No me acuerdo.

—Farrah sufrió lo que se llama una lesión cerebral cerrada, que es básicamente una lesión cerebral causada por una herida no penetrante —explico Berger.

—No me acuerdo. Sólo recuerdo vagamente que estuvo en el hospital.

—Bien. Recuerdas que Farrah Lacy estuvo ingresada en el hospital donde trabajabas. Con respiración asistida, en la UCI. A veces entrabas en la UCI para sacar sangre, ¿te acuerdas?

Judd no respondió.

—¿Es cierto que tenías fama de ser buen flebotomista? —preguntó Berger.

—Podía sacarle sangre a una piedra —comentó Lucy—, por lo que una de las enfermeras dijo a Marino.

—¿Quién es Marino?

Lucy no tendría que haberlo mencionado. Referirse a los investigadores de Berger o a cualquiera que usara en un caso era prerrogativa suya, no de Lucy. Marino había hablado con algunas personas del hospital, por teléfono y con suma cautela. Era una situación delicada. Berger tenía agudizado el sentido de la responsabilidad debido a quién era el potencial acusado. Era evidente que Lucy no compartía sus preocupaciones, que parecía querer destruir a Hap Judd, algo similar a lo que había sentido horas antes por el controlador aéreo y el mozo que regañó en la terminal. Berger lo había oído todo a través de la puerta del baño. Lucy buscaba sangre, tal vez no únicamente la de Hap Judd, tal vez la de muchas personas. Berger no sabía el motivo. Ya no sabía qué pensar.

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