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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (32 page)

—El bar de la calle Christopher —retomó Berger, que no acababa de creer que Dodie Hodge estuviera relacionada con nada importante y que estaba disgustada con Marino por haber interrumpido su interrogatorio de alguien que empezaba a aborrecer.

—No puedes probar nada.

La actitud desafiante había vuelto.

—Si crees de verdad que no puedo probar nada, ¿por qué te has molestado en venir?

—Sobre todo si has estado a punto de no hacerlo —interrumpió Lucy, ocupada con su MacBook, tecleando correos y consultando mapas.

—Para cooperar. He venido a cooperar —dijo Judd a Berger.

—Comprendo. Hace tres semanas, cuando supe de ti e intenté repetidamente contactar contigo, estabas tan ocupado que te fue imposible cualquier tipo de cooperación.

—Estaba en Los Ángeles.

—Se me olvidaba. No hay teléfonos en Los Ángeles.

—Estaba muy ocupado y los mensajes que me llegaron no estaban claros. No lo comprendí.

—Vale, así que ahora lo entiendes y te has decidido a cooperar —resumió Berger—. Bien, hablemos del pequeño incidente del pasado lunes, en concreto de lo que pasó después de salir del bar Stonewall Inn, en el 53 de la calle Christopher, el lunes por la noche. Te fuiste con ese tipo que conociste, Eric. ¿Recuerdas a Eric? ¿El chaval con quien fumaste hierba? ¿Con quién hablaste tan abiertamente?

—Estábamos colocados.

—Sí, la gente habla cuando está colocada. Te colocaste y le contaste una historia alucinante, según sus palabras, de lo que sucedió en el hospital Park General de Harlem —dijo Berger.

Yacían desnudos bajo un edredón de plumón, incapaces de dormir, acurrucados y mirando la vista. Los edificios de Manhattan no eran el océano, ni las Rocosas, ni las ruinas de Roma, pero sí un panorama que adoraban, y tenían la costumbre de descorrer las persianas de noche, después de apagar las luces.

Benton acariciaba la piel desnuda de Scarpetta, con la barbilla apoyada en su cabeza. Le besó el cuello, las orejas, dejando una sensación de frescor en la piel donde había posado los labios. Tenía el torso contra la espalda de ella, que notaba el lento latir del corazón de Benton.

—Nunca te pregunto por tus pacientes.

—Es evidente que no te entretengo, si ahora piensas en mis pacientes —le dijo Benton al oído.

Scarpetta hizo que la abrazara y le besó las manos.

—Quizá puedas entretenerme de nuevo dentro de un momento. Me gustaría plantear una hipótesis.

—Tienes todo el derecho. Me sorprende que sea sólo una.

—¿Cómo tu antigua paciente podía saber dónde vivo? No insinúo que ella dejase el paquete.

Scarpetta no quería pronunciar el nombre de Dodie Hodge en la cama.

—Podría especularse que si alguien es bastante manipulador, puede sacar información de otros —respondió Benton—. Por ejemplo, en McLean hay miembros del personal que saben nuestra dirección, ya que a veces me envían paquetes y correo aquí.

—¿Y alguien del personal se lo diría a una paciente?

—Espero que no, y no digo que eso es lo que ha sucedido. Ni siquiera afirmo que esa persona estuviera en McLean, que fuera una paciente.

Ni hacía falta que lo dijera. Scarpetta no tenía la menor duda de que Dodie Hodge había sido paciente en McLean.

—Tampoco afirmo que tenga nada que ver con lo que alguien ha dejado en el edificio —añadió.

Tampoco hacía falta que dijera eso. Scarpetta sabía que Benton temía que fuera su antigua paciente quien había dejado el paquete.

—Lo que diré es que quizás otros sospechen que lo ha hecho ella, independientemente de que se descubra lo contrario.

Benton hablaba con ternura, un tono incongruente con la conversación.

—Marino lo sospecha; de hecho, está convencido, pero tú no. Eso es lo que estás diciendo.

Scarpetta no lo creía así. Creía que Benton estaba convencido de que había sido su antigua paciente de nombre Dodie, que también había llamado a la CNN. Benton estaba convencido de que era peligrosa.

—Puede que Marino esté en lo cierto. Y puede que no —respondió Benton—. Alguien como mi antigua paciente podría ser potencialmente peligrosa y todo un problema, pero peor sería que el paquete lo hubiese enviado otra persona y que todos dejen de investigar porque creen saber quién lo hizo. ¿Y si no es así? ¿Luego, qué? ¿Qué pasa a continuación? Quizás alguien salga herido la próxima vez.

—No sabemos qué contiene el paquete. Quizá no sea nada. Te estás adelantando a los acontecimientos.

—Hay algo en el paquete. Eso casi puedo prometértelo. A menos que hayas aparecido en una película de Batman sin decírmelo, no eres la jefa forense de Gotham City. No me gusta el tono de eso. No sé bien por qué me preocupa tanto, pero lo hace.

—Porque es despectivo. Es hostil.

—Tal vez. Me interesa la caligrafía. Tu descripción de que era tan precisa y estilizada que parecía una fuente.

—Quienquiera que escribiese esa dirección tenía el pulso firme, tal vez dotes artísticas —dijo Scarpetta, y notó que estaba pensando en otra cosa.

Benton sabía algo de Dodie Hodge que hacía que se centrara en la caligrafía.

—¿Estás segura de que no salió de una impresora láser?

—Tuve bastante tiempo para examinarla cuando subía en ascensor. Tinta negra, bolígrafo, la suficiente variación en la formación de la letra para que fuese evidente que se había escrito a mano.

—Espero que haya algo que mirar cuando lleguemos a Rodman's Neck. Esa etiqueta quizá será nuestra mejor prueba.

—Si tenemos suerte —dijo ella.

La suerte tendría un papel importante. Lo más probable era que, para desactivar cualquier posible circuito del paquete de FedEx, la brigada de artificieros disparase un cañón disruptor PAN, más conocido como cañón de agua, que descarga un decilitro de agua mediante una escopeta modificada calibre 12. El principal objetivo sería la supuesta fuente de energía del dispositivo explosivo: las pequeñas pilas que habían observado con rayos X. Scarpetta sólo esperaba que las pilas no estuviesen directamente debajo de la etiqueta con la dirección escrita a mano. En tal caso, por la mañana tan sólo les quedaría una pasta mojada que contemplar.

—Podemos tener una conversación de tipo general —dijo Benton, incorporándose un poco, recolocando las almohadas—. Estás familiarizada con lo que se conoce como personalidad límite. La persona que muestra interrupciones o escisiones en los límites del ego y que, en casos de estrés, puede actuar de forma agresiva, violenta. La agresión era relacionada con competir. Competir por el macho, por la hembra, por la persona más apta para reproducirse. Competir por los recursos, como el alimento o el cobijo. Competir por el poder, porque sin una jerarquía no puede haber orden social. En otras palabras, la agresión se produce cuando tiene un beneficio.

Scarpetta pensó en Carley Crispin. Pensó en el BlackBerry perdido. Llevaba horas pensando en su BlackBerry. Tenía el corazón encogido por la ansiedad, independientemente de lo que hiciera; hasta cuando hacía el amor sentía miedo. Sentía ira. Estaba muy disgustada con ella misma y no sabía cómo Lucy se tomaría la verdad. Scarpetta había sido estúpida. ¿Cómo podía ser tan estúpida?

—Por desgracia, estos impulsos primitivos básicos que quizá tengan sentido en términos de supervivencia de una especie pueden convertirse en algo maligno y no adaptativo, pueden desarrollarse en formas sumamente inapropiadas e infructuosas —siguió Benton—. Porque, a fin de cuentas, un acto agresivo, como acosar o amenazar a alguien conocido como tú, es infructuoso para el iniciador. El resultado será el castigo, la pérdida de todas las cosas por las que vale la pena competir, sea en una institución psiquiátrica o el presidio.

—Por lo que debo concluir que la mujer que me ha llamado a la CNN esta noche sufre un trastorno límite de la personalidad, se puede volver violenta si se da el nivel suficiente de estrés, y compite conmigo por el macho, que serías tú.

—Te llamó para hostigarme, y lo consiguió. Quiere mi atención. La personalidad límite se crece con el refuerzo negativo, le encanta estar en el ojo del huracán. Añade otros desafortunados trastornos de la personalidad, y pasarás del ojo del huracán a quizá la tormenta perfecta.

—Transferencia. Todas esas pacientes tuyas lo tienen difícil. Quieren lo que yo tengo ahora mismo.

Lo quería ahora mismo. Quería su atención y no quería hablar más de trabajo, de problemas, de seres humanos espantosos. Quería sentirse cerca de él, sentir que nada era imposible, y su deseo de intimidad era insaciable porque ella no podía conseguir lo que deseaba. Nunca había conseguido lo que deseaba de Benton y era por eso que aún lo deseaba, lo deseaba de un modo palpable. Era por lo que lo había deseado de entrada, o lo que la había atraído, lo que hizo que sintiera un intenso deseo hacia él la primera vez que se vieron. Sentía lo mismo ahora, veinte años después, una atracción desesperada que la llenaba y hacía que se sintiera vacía, y el sexo con él era eso, un ciclo de dar y recibir, de llenarse y vaciarse y luego rearmar el mecanismo para volver, los dos, a por más.

—Te quiero, ¿sabes? Hasta cuando estoy enfadada —susurró ella en la boca de Benton.

—Siempre estarás enfadada. Espero que siempre me quieras.

—Quiero entender.

Scarpetta no entendía y, posiblemente, nunca lo haría.

Cuando recordaba, nunca entendía las decisiones que él había tomado, que la hubiese dejado de un modo tan súbito, tan terminante, sin hablarlo con ella. Ella no habría hecho algo así, pero no iba a sacar ese tema de nuevo.

—Sé que siempre te querré. —Scarpetta lo besó y se situó encima de él.

Modificaron la posición, sabiendo intuitivamente cómo moverse, dejando muy atrás los días en que necesitaban calcular conscientemente cuál era el mejor lado, o los límites, antes de que llegaran la fatiga o la incomodidad. Scarpetta había escuchado todas las variaciones de las bromas sobre sus conocimientos de anatomía y la ventaja que eso supondría en la cama, lo que era ridículo, ni siquiera eso, porque no le parecía divertido. Con raras excepciones, sus pacientes estaban muertos y la respuesta que mostraban al tacto era, por consiguiente, discutible y de ninguna utilidad. Eso no significaba que la morgue no le hubiese enseñado algo fundamental, porque sin duda lo había hecho. La había obligado a pulir sus sentidos, a ver, oler y sentir los matices más sutiles en personas que ya no podían hablar, personas poco dispuestas que la necesitaban, pero que nada podían darle a cambio. La morgue la había dotado de unas manos fuertes y capaces, también de fuertes deseos. Quería calor y que la tocasen. Quería sexo.

Después Benton cayó en un sueño profundo. No se movió cuando ella se levantó de la cama, su mente de nuevo en marcha, en rápido movimiento, ansiedades y resentimientos arremolinándose una vez más. Pasaban unos minutos de las tres de la madrugada. Tenía ante sí un largo día que se desvelaría a medida que se desarrollase, uno de esos días que ella llamaba improvisados. Rodman's Neck y su posible bomba, y quizás el laboratorio, y tal vez la oficina para dictar informes de autopsias y ponerse al día de llamadas y papeleo. No tenía autopsias programadas, pero eso siempre podía cambiar, según quién salía y lo que llegaba. Qué iba a hacer respecto al BlackBerry. Quizá Lucy le había respondido. Qué iba a hacer con su sobrina. Últimamente actuaba de un modo muy extraño, se irritaba con facilidad, se mostraba muy impaciente, y además lo que había hecho con los teléfonos inteligentes, cambiarlos sin pedir permiso, como si eso fuera generoso y considerado. «Debes volver a la cama y descansar. Con el cansancio todo parece peor», se dijo. Ahora mismo, volver a la cama no era posible. Tenía cosas que hacer, necesitaba hablar con Lucy, aclarar aquello. «Dile lo que has hecho. Dile lo estúpida que es su tía Kay.»

Probablemente Lucy era la persona con más talento técnico que Scarpetta había conocido; desde que nació había sentido curiosidad por el funcionamiento de todo, montaba y desmontaba artilugios, siempre convencida de que podía mejorar el funcionamiento de cualquier cosa. Esa propensión, unida a una gran inseguridad, unida a una necesidad desbocada de poder y control, daban como resultado a Lucy, una hechicera que podía destruir con la misma facilidad con la que reparaba, según cuáles fueran sus motivos y, sobre todo, su estado de ánimo. Cambiar los teléfonos sin pedir permiso no había sido un acto apropiado y Scarpetta seguía sin comprender por qué su sobrina lo había hecho. En el pasado, Lucy habría preguntado. No se habría autoproclamado administradora del sistema sin el permiso de todos, sin avisarlo al menos, y se pondría hecha una furia cuando se enterase de la insensatez de Scarpetta, de su estupidez. Lucy le diría que era como cruzar la calle sin mirar, como darse de bruces con el rotor de cola.

Scarpetta temía el sermón que sin duda le iba a caer cuando confesara que había desactivado la contraseña de su BlackBerry a los dos días de recibirlo, tan grande había sido su frustración. «No deberías, no deberías», se había repetido sin cesar. Pero siempre que sacaba el aparato de la funda tenía que desbloquearlo. Si no lo utilizaba durante diez minutos, se bloqueaba de nuevo. Luego, la gota que había colmado el vaso y le había dado un susto de muerte, cuando se equivocó seis veces al teclear la contraseña. Ocho intentos fallidos —lo dejaban bien claro las instrucciones de Lucy— y el BlackBerry prácticamente se autodestruía, todo el contenido se eliminaba como las grabaciones de
Misión imposible.

Cuando Scarpetta había enviado un correo a Lucy hablándole del BlackBerry perdido, no había mencionado el detalle de la contraseña. Si alguien tenía su teléfono, sería terrible: era algo que Scarpetta temía profundamente; también temía a Lucy y, sobre todo, se temía a sí misma. «¿Cuándo empezaste a ser tan descuidada? Has llevado una bomba a tu casa y has desactivado la contraseña de tu teléfono inteligente. ¿Qué demonios te pasa? Haz algo. Soluciona algo. Responsabilízate de las cosas, en lugar de sólo inquietarte.»

Necesitaba comer, eso era parte del problema; tenía acidez de estómago porque estaba vacío. Si comía algo, se sentiría mejor. Necesitaba trabajar con las manos, ocuparlas en algo beneficioso, un acto que no fuera el sexo. Preparar comida era reparador y tranquilizante. Cocinar uno de sus platos favoritos, prestar atención a los detalles, la ayudaría a volver al orden y a la normalidad. Era cocinar o limpiar, y ya había limpiado bastante, el aroma a producto limpiador seguía presente cuando fue de la sala a la cocina. Abrió la nevera, en busca de inspiración. ¿Una
frittata
, una tortilla? No le apetecían huevos, ni pan ni pasta. Algo ligero y saludable, con aceite de oliva y hierbas, como una
insalata caprese.
Eso estaría bien. Era un plato veraniego, que se servía sólo en la temporada del tomate, preferiblemente los del propio huerto de Scarpetta. Pero en ciudades como Boston o Nueva York era posible encontrar todo el año tomates de los de antaño, en mercados especializados o en tiendas de la cadena Whole Foods: deliciosos Black Krims, jugosos Brandywines, suculentos Caspian Pinks, los dulces Golden Eggs o los Green Zebras, con un toque ácido.

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