El factor Scarpetta (27 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El controlador respondió:

—Nueve-lima-foxtrot espere.

«Puto fracasado.» Lucy se lo imaginó sentado en la oscura sala de control, sonriendo con suficiencia mientras la miraba desde lo alto de su torre.

—Nueve-lima-foxtrot —respondió, y luego dijo a Berger—: Lo mismo que hizo la última vez. Me está provocando.

—No te alteres.

—Mejor que no me hayan perdido el coche o me lo hayan jodido.

—La torre no controla el aparcamiento.

—Espero que tengas influencias en la policía estatal, porque voy a acelerar. No podemos llegar tarde.

—Esto no ha sido una buena idea. Tendríamos que haberlo dejado para otro momento.

—En otro momento no habría sido tu cumpleaños —replicó Lucy.

No iba a permitirse sentirse herida, no con un par torsión de casi el noventa por ciento y un viento de costado en la cola que intentaba sortear mientras mantenía la posición con los pedales, realizando diminutas correcciones con los mandos cíclico y colectivo. Berger lo admitía, decía la verdad: no había querido ir a Vermont a celebrar su cumpleaños. Tampoco hacía falta que se lo dijera, joder. Sola ante el fuego, mirando las luces de Stowe, mirando la nieve, y Berger que bien podría haber estado en México, tan distante y preocupada como estaba. Como responsable de la Unidad de Delitos Sexuales del Fiscal del Distrito del Condado de Nueva York, supervisaba los que siempre resultaban ser los casos más execrables de la ciudad. A las pocas horas de la desaparición de Hannah Starr, se temió que hubiese sido víctima de un crimen, probablemente un delito sexual. Tras tres semanas de investigaciones, Berger tenía una teoría muy distinta, gracias a Lucy y a sus habilidades como informática forense. ¿La recompensa de Lucy? Berger apenas pensaba en nada que no fuera ese caso. Y luego la corredora tenía que morir. Una escapada sorpresa que Lucy llevaba meses planeando, al carajo. Otra buena acción castigada.

Por otra parte Lucy, que tenía sus propias preocupaciones y emociones, había sido capaz de beber un Chablis Grand Cru junto a la chimenea mientras contemplaba imperceptiblemente sus propios pensamientos sombríos, muy sombríos; sus temores por los errores cometidos, en concreto el error que había cometido con Hannah Starr. Lucy no se lo perdonaba ni lograba librarse de aquello. Se sentía tan furiosa y llena de odio que era como estar enferma, como la fatiga crónica o la mioneuralgia; siempre estaba allí, amargándola. Pero no mostraba nada. Berger no sabía, ni podía desentrañar, lo que había dentro de Lucy. Tras años de operaciones secretas con el FBI y la ATF, así como investigaciones paramilitares y privadas, Lucy controlaba lo que mostraba y lo que se guardaba para sí, le era imprescindible tener un control impecable cuando el más mínimo gesto o tic facial podía fastidiar un caso o hacer que la mataran.

Objetivamente, éticamente, no debería haber accedido a encargarse del análisis informático forense del caso Hannah Starr, y era evidente que debía recusarse pero no iba a hacerlo, después de lo que Hannah Starr había tramado con deliberación. De todas las personas del mundo, era Lucy quien debía hacerse cargo de semejante farsa. Ella había tenido su propia historia con Hannah Starr, mucho más devastadora de lo que había imaginado antes de empezar a buscar y restaurar los archivos electrónicos de esa zorra consentida y sentarse día tras día a mirar los correos que su maridito Bobby seguía enviándole. Cuanto más descubría Lucy, más desprecio sentía, más justificada era su rabia. Ahora no lo dejaría, ni nadie conseguiría que lo dejara.

Permaneció inmóvil sobre la línea pintada de amarillo, mientras escuchaba que el controlador mandaba de un lado para otro al pobre piloto de un Hawker. ¿Qué le pasaba a la gente? Cuando la economía había empezado su caída libre y el mundo parecía desintegrarse, Lucy había supuesto que la gente se portaría mejor, como hizo después del 11—S. Como mínimo, uno se asusta y entra en modo supervivencia. Las probabilidades de sobrevivir aumentan si uno actúa de forma civilizada y no va por ahí cabreando a los demás, a menos que se tenga algo concreto que ganar. No había nada concreto que ganar con lo que el gilipollas del controlador aéreo hacía a Lucy, a los otros pilotos, y lo hacía porque era alguien anónimo ahí en su torre, el maldito cobarde. Sintió la tentación de enfrentarse a él, de ir a la torre y pulsar el botón del interfono que había ante la puerta cerrada. Alguien le abriría. Los de la torre la conocían muy bien. «Hostia, cálmate», se dijo. Para empezar, ni había tiempo.

Una vez en tierra, no iba a repostar. No iba a esperar al camión cisterna. Tardaría una eternidad, quizá ni llegase a su helicóptero, así como estaban las cosas. Guardaría el helicóptero
y
correría en coche hasta Manhattan. Sin dar opción a más demoras, debían llegar al Village, a su loft, a la una y media de la madrugada. Justo a tiempo para la entrevista de las dos que no tendrían opción de repetir; una entrevista que tal vez las conduciría a Hannah Starr, cuya desaparición había exaltado el morbo de la opinión pública desde la víspera de Acción de Gracias, cuando supuestamente se la vio por última vez subiendo a un taxi en la calle Barrow. Irónicamente a unas pocas manzanas de donde vivía Lucy, Berger había señalado en más de una ocasión. «Y estabas en casa esa noche. Una lástima que no vieras nada.»

—Helicóptero nueve-lima-foxtrot —dijo Lucy sin ninguna inflexión, como sonaba su voz antes de eliminar a alguien o amenazarlo. Avanzó levemente el aparato.

Se mantuvo inmóvil en el extremo de la zona de estacionamiento, descendió en vertical y aterrizó en su plataforma, situada entre un helicóptero Robinson que le recordaba a una libélula y un reactor Gulfstream que le recordó a Hannah Starr. El viento agarró la cola y la cabina se llenó de humo.

—¿Poco familiarizada? —Lucy dejó el motor al ralentí y apagó la alarma de bajas r.p.m. —. ¡¿Que estoy poco familiarizada?! ¿Has oído eso? Intenta hacerme quedar como una piloto de mierda.

Berger guardó silencio; el olor a humo era intenso.

—Ahora lo hace cada puta vez. —Lucy alargó el brazo y cerró los interruptores que tenía sobre la cabeza—. Siento lo del humo, ¿estás bien? Espera unos minutos. Lo siento mucho.

Tenía que vérselas con el controlador. No permitiría que quedase impune.

Berger se quitó los cascos, abrió su ventana y acercó la cara tanto como podía.

—Abrir la ventana empeora las cosas —le recordó Lucy.

Debía ir a la torre de control, subir en el ascensor hasta arriba y darle su merecido dentro de la sala de control, delante de sus colegas.

Vio pasar los segundos en su reloj digital, cincuenta y pico segundos para salir, y su ansiedad y su enfado crecieron. Descubriría cómo se llamaba el maldito controlador aéreo e iría a por él. ¿Qué la había hecho ella a ese tipo, o a cualquiera que trabajaba allí, salvo comportarse con respeto, preocuparse de sus asuntos, dejar buenas propinas y pagar sus cuotas? Treinta y un segundos para salir. No sabía cómo se llamaba. No lo conocía. Ella siempre había sido una profesional en el aire, independientemente de lo maleducado que fuese él, que siempre lo era con todos. «Bien. Si busca pelea, la tendrá, joder.» Ese tipo no tenía ni idea de con quién se las veía.

Lucy llamó por radio a la torre y le respondió el mismo controlador.

—Solicito el teléfono de su supervisor —dijo Lucy.

El controlador tuvo que dárselo porque no le quedaba más remedio. Normas de la Aviación Federal. Lucy lo anotó en el sujetapapeles. Que se preocupe. Que sude un poco. Llamó por radio a la terminal y pidió que le trajeran el coche y metieran su helicóptero en el hangar. Se preguntó si la siguiente sorpresa desagradable sería que su Ferrari estuviese dañado. Quizás el controlador también se había encargado de eso. Apagó el motor y silenció la alarma por última vez. Se quitó los cascos, los colgó en un gancho.

—Voy a salir —dijo Berger dentro de la cabina oscura y maloliente—. No hace falta que te pelees con nadie.

Lucy accionó el freno del rotor.

—Espera a que detenga las palas. Recuerda que estamos en una plataforma móvil, no en el suelo. No lo olvides cuando salgas. Espera unos segundos más.

Berger se desabrochó el arnés de cuatro puntos mientras Lucy concluía el proceso de apagado. Tras asegurarse de que el NG estaba a cero, apagó el interruptor de la batería. Salieron, Lucy se hizo cargo de las maletas y cerró. Berger se dirigió a la terminal sin esperarla, andando a paso rápido entre las aeronaves, rodeando cuerdas y esquivando un camión cisterna, su figura esbelta enfundada en un abrigo de visón alejándose hasta desaparecer. Lucy conocía la rutina. Berger correría a los aseos de señoras, se tragaría cuatro Advil o un Zomil y se echaría agua fría en la cara. En diferentes circunstancias, no subiría al coche de inmediato, sino que se concedería cierto tiempo para recuperarse, pasearía un rato al aire libre. Pero no había tiempo.

Si no estaban en el loft de Lucy a las dos de la madrugada, Hap Judd se asustaría, se iría y jamás volvería a contactar con Berger. No era del tipo que toleraba excusas de ninguna clase; daba por supuesto que una excusa era siempre una mentira. Le habían tendido una trampa, los
paparazzi
estarían a la vuelta de la esquina, eso es exactamente lo que pensaría porque estaba muy paranoico y se sentía muy culpable. Las dejaría colgadas. Se conseguiría un abogado y hasta el abogado más tonto le diría que no hablase y la pista más prometedora se perdería. No encontrarían a Hannah Starr, ni pronto ni nunca, y ella merecía que la encontrasen, por el bien de la verdad y la justicia; no por hacerle justicia a ella. Hannah Starr no merecía algo que había negado a todos los demás. Menudo chiste. El público no tenía ni idea. Todo el puto mundo se compadecía de ella.

Lucy nunca se había compadecido de Hannah, pero sólo desde hacía tres semanas sabía exactamente lo que sentía por ella. Cuando se comunicó su desaparición, Lucy era muy consciente del daño que podía hacer esa mujer y que ya había hecho, aunque hasta entonces no lo consideraba deliberado. Lo había atribuido a la mala suerte, al mercado, a la crisis económica y el consejo superficial de una persona superficial, un favor que recibió su castigo, pero nada premeditado o malévolo. Error. Error. Error. Hannah Starr era diabólica; era malvada. Ojalá Lucy hubiese confiado más en su intuición, porque la primera impresión que tuvo de Hannah Starr cuando se conocieron en Florida no fue buena, ni de lejos, ahora era muy consciente de eso. Hannah era educada y simpática hasta el punto del coqueteo, pero había algo más. Lucy lo veía ahora porque no había querido verlo antes. Quizás era el modo en que Hannah no dejaba de mirar las potentes embarcaciones que pasaban haciendo un ruido detestable bajo el balcón de su glamuroso piso de North Miami Beach, tan estruendosas que Lucy apenas alcanzaba a oír su propia voz. Codicia, codicia desbocada. Y competitividad.

—Seguro que tienes una de ésas guardada en alguna parte —había dicho Hannah con voz ronca y sugerente, mientras una 46 Rider XP con casco escalonado y motores dentro de la borda de 950 caballos como mínimo zarpaba con un estruendo similar al de una Harley a todo gas, si se tenía la cabeza junto al motor Screamin' Eagle.

—No me van las lanchas rápidas. —Lucy las odiaba, a decir verdad.

—No me lo creo. ¡Tú y todas tus máquinas! Recuerdo cómo babeabas ante los coches de mi padre. Eras la única a quien dejó conducir su Enzo. No me lo podía creer, eras sólo una niña. Supuse que las lanchas rápidas serían de tu gusto.

—Para nada.

—Y yo que creía conocerte.

—No me llevarían a ninguna parte, a menos que tuviese una vida secreta o traficara con drogas para la mafia rusa.

—¿Una vida secreta? Cuéntame.

—No la tengo.

—Dios, mira eso.

Otra lancha dejó una amplia estela de encaje blanco y, surcando atronadorarnente el canal intracostero, se dirigió al Atlántico.

—Es otra de mis ambiciones; tener una, algún día —añadió—. No una vida secreta, sino una lancha como ésa.

—Si tienes una, mejor que no la descubra. Y no me refiero a las lanchas.

—Yo no, querida. Mi vida es un libro abierto.

El anillo de diamantes art déco de Hannah resplandeció al sol cuando posó las manos en la barandilla del balcón y contempló el agua, el cielo azul pastel, la larga franja de arena color hueso salpicada de sombrillas plegadas que parecían piruletas y las palmeras cuyas hojas amarilleaban en las puntas.

Lucy recordó haber pensado que Hannah bien podría salir del anuncio de un hotel de cinco estrellas, vestida con su Ungaro
prèt—à—porter
,rubia y hermosa, el peso justo para ser sexy y los años justos para resultar creíble como financiera de alto nivel. Cuarenta años y perfecta, una de esas privilegiadas no tocada por la vulgaridad ni las privaciones, por nada desagradable, alguien a quien Lucy siempre evitaba en las cenas suntuosas y las fiestas ofrecidas por Rupe Starr, su padre. Hannah le había parecido incapaz de delinquir, ni que fuera porque no tenía razones para molestarse en algo tan sucio como mentir o robar. Lucy no había leído correctamente el libro abierto de Hannah, lo había malinterpretado lo suficiente para sufrir un daño incalculable. Un golpe de nueve dígitos debido al pequeño favor de Hannah. Una mentira lleva a otra y ahora Lucy vivía una, aunque ella tuviese su propia definición de lo que era mentir. No era literalmente una mentira, si finalmente el resultado era verdad.

Se detuvo a medio camino y llamó a Marino con su BlackBerry. Ahora el policía estaría de vigilancia, comprobando el paradero de Hap Judd y asegurándose de que no se largaba después de todo el montaje de quedar de madrugada porque no quería que le reconocieran. Judd no quería nada que acabase en la página seis del
Post
ni por toda la red. Quizá tendría que haberlo pensado antes de escaquearse de alguien como Jaime Berger la primera vez que intentó contactar con él, tres semanas antes. Quizá tendría que haber pensado, y punto, antes de hablar por los codos con un desconocido que, mira por donde, resultó ser un amigo de Lucy, un soplón.

—¿Eres tú? —La voz de Marino en su auricular Jawbone—. Ya empezaba a preocuparme de que hubieras decidido visitar a John Denver.

Lucy no rio, ni sonrió siquiera. Nunca bromeaba acerca de personas fallecidas en accidentes. De avión, helicóptero, moto, coche, naves espaciales. No era divertido.

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