—¿Hueles algo? —preguntó a Benton—. Siento que su perro esté tan alterado.
Era su forma de decirle a Judy que hiciese callar al maldito chucho.
—No huelo nada —respondió Benton.
—Quizá mi perfume. —Judy se olió las muñecas—. Oh, se refiere a algo malo. Espero que no le hayan enviado ant-trax o como se llame. ¿Por qué ha tenido que subirlo? ¿Le parece justo para el resto de nosotros?
Scarpetta cayó en la cuenta de que su bolso estaba en el piso, en la mesa de la entrada. Su cartera, sus credenciales, estaban dentro, y no había cerrado la puerta con llave. No lograba recordar qué había sido de su BlackBerry. Tendría que haber comprobado el paquete antes de subirlo. Pero ¿qué diantres le pasaba?
—Marino viene hacia aquí, pero no llegará antes que los otros —dijo Benton, sin molestarse en explicar a Judy quién era Marino—. Viene del centro, de la central, de Operaciones de Emergencia.
—¿Por qué? —Scarpetta miraba el lento descenso de las plantas.
—RTCC. Hacía una búsqueda de datos. O iba a hacerla.
—Si esto fuese una cooperativa, yo no habría votado que entrase. —Judy dirigió esto a Scarpetta—. Sale en televisión y habla de esos crímenes horribles y mire lo que pasa. Se lo trae a casa y nos somete al resto. Las personas como usted atraen a los maleantes.
—Esperamos que no sea nada y siento haberla alterado. Y a su perro —replicó Scarpetta.
—Condenado ascensor, va lentísimo. Calma,
Fresca
, calma. Solo ladra, ¿saben?, no lastimaría ni a una mosca. No sé a dónde esperan que vaya, supongo que al vestíbulo. No pienso pasarme toda la noche sentada en el vestíbulo.
Judy fijó la vista al frente, a las puertas de latón, su rostro tieso por el disgusto. Benton y Scarpetta no hablaron más. Imágenes y sonidos que Scarpetta no recordaba desde hacía tiempo. Entonces, en la época de la ATF, a finales de los años noventa, la vida se había vuelto todo lo trágica posible. Sobrevolaba unos pinos achaparrados y un suelo de arena que parecía nieve, las palas del rotor removían el aire con un sonido rítmico. El viento corrugaba los ríos metálicos y los pájaros asustados eran una pizca de pimenta arrojada a la bruma, mientras se dirigía a la antigua base de dirigibles de Glynco, Georgia, donde la ATF tenía sus explosivos, casas para simulacros de explosiones, bunkeres de cemento, células para pruebas de incendios. No le gustaban las escuelas de investigadores de incendios. Había dejado de enseñar allí después del incendio de Filadelfia. Había dejado la ATF y también lo había hecho Lucy; ambas habían seguido adelante sin Benton.
Ahora él estaba aquí, en el ascensor, como si esa parte del pasado de Scarpetta fuese una pesadilla, un sueño surrealista del que nunca se había recuperado ni podría recuperarse. No impartía clases de investigación de incendios desde entonces: evitación, no era tan objetiva como debería. Le trastornaban los cuerpos destrozados. Las quemaduras y la metralla, la avulsión masiva de tejido blando, los huesos fragmentados, los órganos huecos lacerados y reventados, los muñones de las manos ensangrentados. Pensó en el paquete que había llevado al piso. No había prestado atención, había estado demasiado ocupada poniéndose nerviosa con Carley y con lo que Alex le había confiado, demasiado ensimismada en lo que el doctor Edison había llamado su carrera en la CNN. Tendría que haber visto de inmediato que el albarán no tenía remite, que el comprobante del remitente seguía unido al albarán.
—¿Es
Fresca
o
Fresco
? —preguntaba Benton a Judy.
—Fresca
, como la marca de refrescos. Tenía un vaso en la mano cuando Bud entró en el piso, con ella metida en la caja de un pastel. Por mi cumpleaños. Ésa tendría que haber sido la primera pista, todos los agujeros de la tapa. Yo creía que era un pastel, y entonces
Fresca
ladró.
—Vaya si lo hizo —dijo Benton.
Fresca
empezó a tirar de la correa y a ladrar en un tono demoledor que perforó el oído de Scarpetta y se le clavó en el cerebro. Scarpetta hipersalivaba, le brincaba el corazón. «No te marees.» El ascensor se detuvo y las pesadas puertas se abrieron arrastrándose. Unas luces rojas y azules relampagueaban tras las puertas de cristal del vestíbulo. Entró una ráfaga de aire gélido y, con ella, media docena de policías vestidos con uniformes de combate, chaquetas tácticas y botas, cinturones de operaciones provistos de baterías, cargadores, porras, linternas y pistolas enfundadas. Un agente cogió dos carros de equipaje y los sacó a la calle. Otro se dirigió directamente a Scarpetta, como si la conociera. Un hombre grande, joven, de piel y cabello oscuros, musculoso, cuya insignia de la chaqueta mostraba las estrellas doradas y la caricaturesca bomba roja de la brigada de artificieros.
—¿Doctora Scarpetta? Teniente Al Lobo —dijo, estrechándole la mano.
—¿Qué pasa aquí? —exigió saber Judy.
—Señora, hay que evacuar el edificio. Tiene que salir al exterior hasta que autoricemos lo contrario. Por su propia seguridad.
—¿Cuánto tiempo? Dios, esto no es justo.
El teniente miró a Judy como si le resultara familiar.
—Señora, salga, por favor. Una vez fuera, alguien le indicará...
—No puedo quedarme fuera, expuesta al frío, con mi perra. Esto no es justo. —Fulminando a Scarpetta con la mirada.
—¿Y el bar de al lado? —sugirió Benton—. ¿Puede ir allí?
—No admiten perros en el bar —replicó Judy, indignada.
—Seguro que si lo pide con amabilidad... —Benton la acompañó no más lejos del portal.
Volvió junto a Scarpetta y la tomó de la mano; de pronto el vestíbulo se volvió un lugar caótico, ruidoso y lleno de corrientes de aire. Las puertas del ascensor estaban abiertas y miembros de la brigada subían para iniciar la evacuación de las viviendas situadas justo encima, debajo y a ambos lados del piso de Scarpetta y Benton, o lo que el teniente denominaba «el objetivo». Empezó a acribillarlos a preguntas.
—Estoy bastante segura de que no queda nadie en nuestra planta, la veinte —respondió Scarpetta—. Un vecino no ha contestado y parece que no está en casa, aunque deberíais cercioraros. La otra vecina es ella.
Se refería a Judy.
—Me recuerda a alguien. A alguien de esos viejos programas, como el de Carol Burnett. ¿Sólo hay una planta encima de la suya?
—Dos. Hay dos plantas —dijo Benton.
A través del cristal, Scarpetta vio que llegaban más vehículos de emergencias, blancos con rayas azules, uno de ellos con un remolque. Advirtió que habían cortado el tráfico en las dos direcciones; la policía había cerrado esta sección de Central Park West. Los motores diesel ronroneaban ruidosamente y las sirenas se acercaban; la zona que rodeaba su edificio empezaba a parecer un plato, con camiones y coches de la policía flanqueando la calle, focos halógenos que brillaban desde pedestales y remolques, y luces estroboscópicas de emergencia, rojas y azules, girando sin parar.
Miembros de la brigada de artificieros abrieron las puertas laterales de sus vehículos. Sacaron maletines Pelican y bolsas y sacos Roco, así como arneses y herramientas, antes de correr cargados escalera arriba y depositarlos en los carros. A Scarpetta se le habían aquietado las tripas, pero notó frío dentro al ver que una mujer de la brigada de artificieros extraía de un contenedor una túnica y unos pantalones, treinta y cinco kilos de coraza forrada de material ignífugo. Un traje antibombas. Un todoterreno negro se detuvo y de él salió otro técnico, que sacó a un labrador marrón de la parte trasera.
—Tienes que darme toda la información que recuerdes del paquete —le decía Lobo al conserje, Ross, que permanecía de pie detrás de la mesa de la portería, con expresión atónita y asustada—. Pero será mejor que lo hagamos fuera. ¿Doctora Scarpetta, Benton? Acompáñennos.
Los cuatro salieron a la acera. Los focos halógenos eran tan potentes que hirieron los ojos de Scarpetta, los motores diesel resonaban como un terremoto. Patrullas de la policía y miembros de la Unidad de Servicios de Emergencia estaban sellando el perímetro del edificio con la cinta amarilla utilizada para demarcar escenas del crimen, mientras el gentío se arremolinaba en la calle y, en las profundas sombras del parque, se sentaba en los muros, hablaba animadamente y tomaba fotografías con los teléfonos móviles. Hacía mucho frío, las ráfagas de frío ártico rebotaban en los edificios, pero el aire le sentó bien. A Scarpetta se le empezó a despejar la cabeza y notó que respiraba mejor.
—Describa el paquete. ¿Tamaño? —le preguntó Lobo.
—Paquete de FedEx de tamaño medio, diría que de 35 X 28 centímetros y quizá 7 centímetros de grosor. Lo deposité en el centro de la mesita de la sala. Nada se interpone entre el paquete y la puerta, tendría que ser de fácil acceso para vosotros o, si es necesario, para vuestro robot. La puerta no está cerrada con llave.
—¿Peso estimado?
—Algo más de medio kilo.
—¿El contenido del paquete se movió cuando lo transportaba?
—Yo procuré no moverlo, pero no noté nada.
—¿Ha oído u olido algo?
—No he oído nada, pero sí que despedía un olor parecido al petróleo. Alquitranado, dulce y fétido, quizás un olor sulfúreo, pirotécnico. No pude identificarlo, pero era tan desagradable que me lloraban los ojos.
—¿Y usted? —Lobo miró a Benton.
—No he olido nada, pero no me acerqué al paquete.
—¿Notaste algún olor cuando entregaron el paquete? —preguntó Lobo a Ross.
—No lo sé. Estoy resfriado, tengo la nariz tapada.
—El abrigo que llevaba y los zapatos están en el piso, en el suelo del pasillo. Quizá quieran embolsarlos, llevarlos a analizar, por si encuentran residuos.
El teniente no iba a decírselo, pero ella acababa de darle bastante información. Por el tamaño y el peso del paquete, no podía contener mucho más de medio kilo de explosivos y no era sensible al movimiento, a menos que se hubiera conectado un creativo temporizador a un sensor de movimiento.
—No he notado nada raro. —Ross hablaba rápido mientras observaba el drama que tenía lugar en la calle y las luces centelleaban en su rostro de muchacho—. El tipo lo ha dejado en la mesa, ha dado media vuelta y se ha ido. Luego yo lo he puesto detrás de la mesa porque sabía que la doctora Scarpetta volvería pronto.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Benton.
—Tengo una tele en la salita de conserjería. Nosotros sabíamos que esta noche la doctora salía en la CNN...
—¿Quién es nosotros? —inquirió Lobo.
—Yo, el portero, uno de los recaderos. Y yo estaba aquí cuando ella se fue a la CNN.
—Describe a la persona que ha dejado el paquete.
—Un tío negro, abrigo largo y oscuro, guantes; gorra de FedEx; una carpeta sujetapapeles. No sé qué edad, pero era más bien joven.
—¿Lo habías visto antes, haciendo repartos o entregas en este edificio o en la zona?
—No que yo recuerde.
—¿Se presentó a pie, o aparcó una furgoneta aquí delante?
—No he visto ninguna furgoneta ni nada parecido. Lo que suelen hacer es aparcar donde pueden y acercarse a pie. Eso es todo. Es todo lo que vi.
—Lo que dices es que no tienes ni idea de si el tipo era un empleado de FedEx —afirmó Lobo.
—No puedo probarlo. Pero no hizo nada que me pareciera sospechoso. Eso es todo lo que sé.
—Y luego, ¿qué? Ha dejado el paquete, ¿qué ha pasado después?
—Se ha ido.
—¿De inmediato? ¿Ha ido derechito a la puerta? Estás seguro de que no se ha entretenido, no ha merodeado por aquí, no se ha acercado a la escalera ni se ha sentado en el vestíbulo?
Los policías de la ESU, la Unidad del Servicio de Emergencias, salían del ascensor y acompañaban a los otros residentes fuera del edificio.
—¿Estás seguro de que el tipo de FedEx entró y vino derecho a tu mesa, que luego dio media vuelta y se fue de inmediato? —insistió Lobo.
Ross miraba, asombrado, la caravana que se acercaba al edificio; coches patrulla que escoltaban un camión de catorce toneladas con un tanque de contención total para la desactivación de bombas.
—Mierda... ¿hay un ataque terrorista, o algo así? ¿Todo esto es por el paquete de FedEx? ¿Es una broma?
—¿Puede que se acercara al árbol de Navidad del vestíbulo? ¿Estás seguro de que no ha merodeado por los ascensores? —siguió Lobo—. Ross, ¿estás prestando atención? Porque esto es muy importante.
—La hostia.
El camión blanco y azul de los artificieros, cuyo tanque de contención total estaba cubierto con una lona negra, aparcó justo delante del edificio.
—Lo más insignificante puede tener consecuencias. Hasta el más pequeño detalle es importante, así que te lo pregunto de nuevo: el tipo de FedEx. ¿Ha ido a algún lado, ni que fuera un segundo? ¿Al baño? ¿A beber agua? ¿Ha mirado lo que había bajo el árbol de Navidad del vestíbulo?
—No lo creo. Joder. —Ross miraba el camión, embobado.
—¿No lo crees? Eso no basta, Ross. Necesito estar completamente seguro de dónde ha ido y no ha ido. ¿Comprendes la razón? Te la explicaré. Tenemos que asegurarnos de que, allá donde haya ido, no haya instalado un dispositivo que nadie tenga en cuenta. Mírame cuando te hablo. Vamos a comprobar las grabaciones de las cámaras de seguridad, pero es más rápido que me digas ahora mismo lo que has visto. ¿Estás seguro de que no llevaba nada más cuando entró en el vestíbulo? Cuéntame cualquier detalle, por insignificante que sea. Luego miraré las grabaciones.
—Estoy bastante seguro de que ha venido directamente aquí, me ha entregado el paquete y ha salido sin desviarse —dijo Ross—. Pero no sé lo que ha podido hacer fuera del edificio o si ha ido a otra parte. No lo he seguido. No tenía motivos para desconfiar. El ordenador del sistema de cámaras está en la parte de atrás. Eso es todo lo que se me ocurre.
—Cuando ha salido, ¿hacia dónde ha ido?
—Lo he visto salir por la puerta —señaló con la mano la puerta de cristal de la entrada— y eso es todo.
—¿A qué hora?
—Poco después de las nueve.
—Así que la última vez que lo viste fue hace dos horas, dos horas y cuarto.
—Eso creo.
—¿Llevaba guantes? —preguntó Benton a Ross.
—Negros. Creo que estaban forrados de pelo de conejo. Cuando me entregaba la caja, creo que vi pelo saliendo de los guantes.
De pronto, Lobo se apartó de ellos y atendió su radio.
—¿Recuerdas algo más, lo que sea, acerca de cómo iba vestido? —inquirió Benton.