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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (43 page)

—Nadie cuestiona tu experiencia ni tu competencia, Benton.

—Sabes exactamente a qué me refiero, Marty. No silbes y esperes que venga como un perro para arrastrarme a una reunión en que puedas mostrarle a todos los truquitos que la Agencia me enseñó a hacer en la época oscura. La Agencia no me enseñó ni una mierda. Lo hice yo solito, y tú ni siquiera puedes empezar a comprender por lo que he pasado, ni por qué. Ni quiénes son ellos.

—¿«Quiénes son ellos»?

Lanier no se amilanó en absoluto ante la actitud de Benton.

—La gente con quién trataba Warner. Porque es ahí donde quieres ir a parar, ¿verdad? Como una polilla, Warner se camufló en las sombras de su entorno. Tras cierto tiempo, es imposible distinguir a los entes como él de los edificios contaminados a los que se aferra. Era un parásito. Un caso de trastorno de personalidad antisocial. Un sociópata. Un psicópata. Eso que ahora vosotros llamáis «monstruos». Y precisamente ahora, cuando empezaba a compadecer a ese sordo cabrón.

—No puedo imaginarte compadeciéndolo, después de lo que hizo.

Aquello pilló a Benton desprevenido.

—Basta con decir que si Warner Agee no lo hubiera perdido todo, y no me refiero sólo al dinero; si no se hubiese trastornado más allá de su capacidad para controlarse si, en otras palabras, no se hubiera desesperado, tendríamos mucho más de qué preocuparnos —continuó Lanier—. En cuanto a su habitación de hotel, quizá Carley Crispin pagase, pero era por razones del todo prácticas. Agee no tenía tarjetas de crédito. Todas caducadas. Estaba en la miseria y posiblemente reembolsaba el dinero en efectivo a Carley, o al menos contribuía con algo. Por cierto, dudo sinceramente que Crispin tenga alguna relación con esto. A ella sólo le importaba la continuidad de su programa.

—Con quién se involucró él. —No era una pregunta.

—Intuyo que lo sabes. Encuentra los puntos de presión adecuados y finalmente puedes inutilizar a alguien que te dobla en tamaño.

—Puntos de presión. En plural. Más de uno —dijo Benton.

—Hemos estado investigando, no estamos seguros de quiénes son, pero nos acercamos, pronto los venceremos. Por eso estás aquí.

—No se han ido —afirmó Benton.

Marty Lanier reanudó la marcha.

—No pude acabar con todos —continuó Benton—. Han tenido tiempo para organizarse, causar problemas, decidir lo que quieren.

—Como terroristas.

—Son terroristas. Sólo que de otro tipo.

—He leído el expediente de lo que eliminaste en Louisiana. Impresionante. Bienvenido. No habría querido ser tú durante todo aquello. No habría querido ser Scarpetta. Warner Agee no estaba totalmente equivocado; corrías el mayor peligro imaginable. Pero sus motivaciones no podían ser más incorrectas. Él quería que desaparecieras. Fue peor que matarte, en realidad. —Lo dijo como si describiera qué era más desagradable, si la meningitis o la gripe aviar—. El resto fue error nuestro, aunque yo no estaba por aquí entonces, era una novata ayudante del fiscal en Nueva Orleans. Entré en la Agencia un año después y luego hice un máster en psicología forense porque quería trabajar en análisis de conducta; soy la coordinadora del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos de la oficina de Nueva Orleans. No diré que no me influyó la situación de ahí abajo, o tú.

—Estabas allí cuando estuve yo. Cuando estaban ellos. Sam Lanier, el juez de instrucción de East Baton Rouge. ¿Familia?

—Es mi tío. Supongo que podría decirse que tratar con el lado oscuro de la vida es algo que llevamos en la sangre. Sé lo que sucedió allí, de hecho estoy asignada a la oficina de campo de Nueva Orleans. Llegué a Nueva York hace sólo unas semanas. Podría acostumbrarme a esto si al menos encontrase aparcamiento. Nunca deberían haberte forzado a salir de la Agencia, Benton. Antes no lo creía así.

—¿Antes?

—Warner Agee era evidente. Su evaluación de ti, ostensiblemente a favor de la Unidad de Protección de Agentes Encubiertos. La habitación de hotel en Waltham, Massachusetts, el verano de 2003 en que él te declaró no apto para el servicio y sugirió que te diesen un trabajo de oficina o de instructor de nuevos agentes. Soy muy consciente de eso. Una vez más, se hizo lo correcto, pero por un motivo equivocado. Se le tenía que permitir opinar, y quizá fue lo conveniente. Si te hubieras quedado, ¿qué crees que habrías hecho?

Lanier se lo quedó mirando, mientras se detenía ante la siguiente puerta cerrada.

Benton no respondió. Lanier tecleó el código y entraron en la División Criminal, una madriguera de cubículos, todos de color azul.

—De todos modos, fue una gran pérdida para la Agencia. Sugiero que tomemos café en la salita. —La agente se dirigió a una pequeña habitación donde había una cafetera, una nevera, una mesa y cuatro sillas. Sirvió café para ambos—. El que la hace, la paga; no llegaré a decir eso, hablando de Agee. Él suicidó tu carrera y ahora ha hecho lo mismo con la suya.

—El empezó a autodestruir su carrera hace mucho tiempo.

—Sí, en efecto.

—El que escapó del corredor de la muerte en Tejas —dijo entonces Benton—. No acabé con todos; no acabé con él, no pude encontrarle. ¿Sigue con vida?

—¿Qué tomas? —preguntó ella, mientras abría una fiambrera que contenía leche en polvo y limpiaba una cuchara de plástico en el fregadero.

—No acabé con todos; no lo atrapé —repitió Benton.

—Si alguna vez acabásemos con todos, me quedaría sin trabajo —replicó Lanier.

Una valla de tres metros de altura coronada con alambre de cuchillas rodeaba la Sección Táctica y de Armas de Fuego de Rodman's Neck. De no ser por esa desagradable obstrucción, los disparos de armamento pesado y los omnipresentes carteles que rezaban PELIGRO DE EXPLOSIÓN y NO ACERCARSE y NI SE OS OCURRA APARCAR AQUÍ, este extremo meridional del Bronx, que sobresalía como un dedo en el estrecho de Long Island, sería, en opinión de Marino, la mejor propiedad inmobiliaria del Noreste.

La mañana era gris y nublada. El viento agitaba las zosteras y los árboles desnudos mientras Marino y el teniente Al Lobo cruzaban en un todoterreno negro lo que, para Marino, era un parque temático de veinte hectáreas de búnkeres de artillería, casas para la instrucción táctica, tiendas de abastecimiento, hangares de camiones de emergencias y vehículos armados, y campos de tiro, tanto cubiertos como al aire libre, incluido uno para francotiradores. La policía, el FBI y agentes de otros organismos disparaban tantas balas que había más tambores vacíos de munición que cubos de basura en un picnic. Nada se desperdiciaba, ni siquiera los vehículos policiales destrozados en acto de servicio o que simplemente habían muerto de viejos. Todos acababan aquí; se les disparaba, los hacían saltar por los aires o los utilizaban en simulacros urbanos, como huelgas o actos de terrorismo suicida.

Pese a toda su seriedad, la base tenía sus toques de humor policial: al más puro estilo cómic, bombas, cohetes y munición para Howitzer pintados de vivos colores y enterrados con el morro en el suelo, asomaban en los lugares más insospechados. En los ratos libres, cuando hacía buen tiempo, los técnicos y los instructores cocinaban fuera de sus cobertizos prefabricados y jugaban a las cartas o con los perros de los artificieros o, en esta época del año, se sentaban a charlar mientras transformaban cualquier artilugio electrónico roto en juguetes que donaban a familias necesitadas que no podían costearse la Navidad. Marino adoraba Rodman's Neck, y mientras él y Lobo hablaban de Dodie Hodge en el coche, se le ocurrió que ésta era la primera vez que estaba allí sin oír un solo disparo de semiautomáticas o de MP5 automáticos, un ruido tan constante que le tranquilizaba, como el crujido de las palomitas cuando estaba en el cine.

Hasta los patos se habían acostumbrado y posiblemente esperaban el ruido, los eider y los de cola larga que pasaban nadando y vadeaban la orilla. No era de extrañar que esta zona fuera una de las mejores para la caza; los patos no identificaban los disparos con el peligro, lo que no era nada deportivo, según Marino. Deberían llamarlo tiro al blanco fácil, opinaba, y se preguntó cómo afectaría a la pesca la constante descarga de armas y detonaciones, porque había oído que en el estrecho había unas preciosas lubinas negras, también lenguados y limandas. Un día de éstos, tendría su propio barco en el puerto deportivo de City Island. Quizá viviría ahí.

—Deberíamos apearnos aquí —dijo Lobo, deteniendo el Tahoe a medio camino del recinto de demolición, a unos cien metros de donde estaba el paquete de Scarpetta—. Mantendré el coche apartado, se mosquean si accidentalmente salta por los aires una propiedad de la ciudad.

Marino salió del vehículo cuidando dónde pisaba, pues el suelo era irregular, con rocas y restos de munición y granadas. Lo rodeaba un terreno de hoyos, parapetos construidos con sacos de arena y pistas de tierra que llevaban a polvorines y a puntos de observación de cemento y cristal antibalas; más allá, estaba el agua. Porque, por lo que alcanzaba a ver, había agua, unas pocas embarcaciones a lo lejos y el Club Náutico de City Island. Había oído historias de naves que se soltaban de sus amarraderos e iban a la deriva hasta acabar en las orillas de Rodman's Neck, y que los remolcadores civiles no se peleaban por ir a recuperarlas, algunos decían que no les podías pagar lo suficiente. Quien lo encuentra, se lo queda, ojalá fuera así. Un World Cat 290 con motor Suzuki de cuatro tiempos varado en la arena, y Marino se enfrentaría a una lluvia de balas y metralla con tal de no tenerlo que devolver.

La artificiera Ann Droiden ya estaba allí vestida con su uniforme táctico: un pantalón de lona azul oscuro de siete bolsillos probablemente forrado de franela debido al frío, una parka, botas ATAC Storm y gafas de lentes ámbar. No llevaba gorra ni guantes en las manos, con las que encajaba el tubo de un disruptor a una base plegable. Era una mujer digna de ver, aunque seguramente demasiado joven para Marino. Treinta y pocos, calculó.

—Intenta comportarte —dijo Lobo.

—Creo que deberían reclasificar a Droiden como arma de destrucción masiva —replicó Marino, a quien siempre le costaba no quedarse embobado mirándola.

Había algo en sus rasgos fuertes y atractivos, y en la sorprendente agilidad de sus manos, que le recordaba a la doctora a esa edad, cuando empezaron a trabajar juntos en Richmond. A la sazón, era insólito que una mujer fuese la responsable de un sistema forense tan formidable como el de Virginia, y Scarpetta había sido la primera médico forense que Marino había conocido, quizá la primera que había visto.

—La llamada telefónica a la CNN salió del hotel Elysée. Es sólo una idea y la mencionaré aunque suene rebuscada, porque esta señora tendrá... ¿qué, más de cincuenta años? —Lobo retomó la conversación que habían iniciado en el vehículo.

—¿Qué relación tiene la edad de Dodie Hodge con que hiciera la llamada? —preguntó Marino, sin estar seguro de haber hecho lo correcto, dejando solas a Scarpetta y Lucy en el hotel Elysée.

Marino no comprendía lo que sucedía allí, salvo que Lucy sabía cuidar muy bien de sí misma, probablemente mucho mejor que Marino, reconocía él. Lucy podía disparar a una piruleta y sacarla del palo a 50 metros de distancia. Pero le inquietaba no acabar de comprender lo sucedido. Según Lobo, la llamada de Dodie Hodge a la CNN la noche anterior había salido del hotel Elysée. Ese era el nombre que aparecía en el identificador, aunque Dodie no se había alojado en el hotel. El mismo director con quien Marino había hablado antes afirmaba que nunca se había registrado nadie con ese nombre, y cuando Marino le facilitó la descripción física de Dodie, según la información recabada en el RTCC, el director había dicho que ni hablar. No tenía ni idea de quién era Dodie Hodge y, además, esa noche no figuraba ninguna llamada del hotel al número 1—800 de
El informe Crispin.
De hecho, no se había hecho ninguna llamada desde el hotel a esa hora en concreto —las nueve y cuarenta y tres—, cuando Dodie había llamado a la CNN y la dejaron en espera antes de conectarla al directo.

—¿Qué sabes del
spoofing
, la suplantación de la identidad de un sistema? ¿Has oído hablar de las SpoofCards?

—Sí, otro coñazo del que tenemos que preocuparnos, joder —respondió Marino.

No le estaba permitido usar el teléfono móvil en el recinto, nada que emitiese una señal electrónica. Quería llamar a Scarpetta y contarle lo de Dodie Hodge. O tal vez debería decírselo a Lucy. Dodie Hodge quizás estuviese relacionada con Warner Agee. Marino no podía llamar a nadie, no en el recinto de demolición, donde al menos había una presunta bomba encerrada en un polvorín.

—Explícamelo —dijo Lobo mientras andaban y un viento gélido del estrecho se colaba por la cerca y entre los parapetos—. Compras estas SpoofCards, que son totalmente legales, y puedes hacer que en la pantalla de quien recibe la llamada aparezca el número que quieras.

Marino reflexionaba acerca de que si Dodie Hodge estaba relacionada con Warner Agee, que evidentemente estaba relacionado con Carley Crispin pues había aparecido en su programa el pasado otoño, y Dodie había llamado la noche anterior, quizá los tres estuvieran relacionados. Era una locura. ¿Cómo podían Agee, Dodie y Carley estar relacionados, y por qué? Era como esos árboles de datos en la pantalla del RTCC. Buscabas un nombre y encontrabas otros cincuenta vinculados, lo que le recordaba al colegio católico St. Henry, los recargados árboles que él dibujaba en la pizarra cuando lo obligaban a hacer un diagrama de frases compuestas en la clase de inglés.

—Hace un par de meses —prosiguió Lobo—, suena el teléfono y veo en la pantalla el número de la puta centralita de la Casa Blanca. Y pienso, ¿qué coño es esto?, así que respondo y es mi hija de diez años intentando cambiar la voz, que me dice: «Espere, por favor, le pongo con el presidente.» No me hace ninguna gracia. Es el móvil que utilizo para trabajar y se me paró el corazón durante un minuto.

Si había un nombre que todos los árboles compartían, ¿cuál era?

—Resulta que uno de sus amigos, un chaval de once años, le dio la idea y una de esas tarjetas. Vas a Internet, el número de la Casa Blanca está justo ahí. Es muy jodido. Cada vez que descubrimos cómo parar esta mierda, sale algo nuevo que invalida nuestros esfuerzos.

Hannah Starr, decidió Marino. Salvo que ahora parecía que lo que todos tenían en común era a la doctora, pensó preocupado. Por eso andaba por el campo de explosivos en el gélido frío del amanecer. Se subió el cuello del abrigo; tenía las orejas tan frías que estaban a punto de caerse.

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