El factor Scarpetta (45 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

—Tal vez que sus servicios ya no eran necesarios —respondió Lucy—. Carley pierde el programa, ¿para qué iba a necesitarlo? Si ella no aparecía en la tele, tampoco iba a hacerlo él.

—¿Desde cuándo los programas de entrevistas proporcionan largas estancias de hotel a sus invitados? Sobre todo ahora, con tanto recorte.

—No lo sé.

—Dudo sinceramente que la CNN le reembolsara ese gasto. ¿Tiene ella dinero? Dos meses de ese hotel habrán costado una fortuna, por muy buena que sea la tarifa que le hayan dado. ¿Por qué iba a gastar el dinero así? ¿Por qué no alojarlo en otra parte, alquilarle algo mucho menos caro?

—No lo sé.

—Quizá tuviera que ver con la ubicación —consideró Scarpetta—. Quizás había alguien más involucrado, que financiaba esto. O a él. Alguien de quien no sabemos nada.

Lucy no parecía escuchar.

—Y si Carley llamó a Agee a las once menos veinte para decirle que estaba despedido y que iban a echarlo del hotel, ¿por qué iba a molestarse en ir allí a dejar mi BlackBerry? —Scarpetta continuaba pensando en voz alta—. ¿Por qué no decirle simplemente que hiciera las maletas y se fuera del hotel al día siguiente? Si Carley pensaba echarlo, ¿por qué iba a traerle mi teléfono? ¿Por qué iba él a ofrecerse a ayudarla si estaba a punto de cortarle el suministro? ¿Tenía Agee que darle mi móvil a otra persona?

Lucy no respondió.

—¿Por qué es tan importante mi BlackBerry?

Era como si Lucy no oyese nada de lo que Scarpetta decía.

—Salvo que sea una vía para llegar a mi persona. A todo lo que me atañe. A nosotros, en realidad —se respondió a su propia pregunta.

Lucy guardaba silencio. No quería hablar en detalle del BlackBerry robado, porque no quería hablar de por qué, para empezar, lo había comprado.

—Hasta sabe dónde estoy por el receptor de GPS que instalaste —añadió Scarpetta—. Siempre que el móvil estuviese en mi poder, claro está. Aunque no creo que a ti te preocupase especialmente dónde había estado o podía estar.

Scarpetta empezó a hojear las páginas impresas que había en la mesita, lo que parecían cientos de búsquedas de Internet de noticias, editoriales, referencias, blogs del caso de Hannah Starr. Pero era difícil concentrarse, la cuestión más importante era una barrera tan sólida como un muro de ladrillo:

—No quieres hablar o admitir lo que has hecho.

—¿Hablar de qué? —Sin alzar la vista.

—Pues bien, vamos a hablarlo —declaró Scarpetta mientras hojeaba más noticias que Agee había impreso, sin duda una investigación realizada para Carley—. Me haces un regalo que no he pedido ni, sinceramente, quiero, este Smartphone de lo más sofisticado, y de pronto toda mi existencia se encuentra en una red creada por ti, de la que soy rehén mediante una contraseña. ¿Y luego te olvidas de controlarme? Si realmente tenías tantas ganas de mejorar mi vida, de mejorar la vida de Marino, de Benton, de Jaime, ¿por qué no harías lo que cualquier respetable administrador de sistema haría? Comprobar que los usuarios tienen las contraseñas activadas, que la integridad de los datos es la que debería ser, que no hay brechas en la seguridad, ni problemas.

—No creía que te gustara que te controlase. —Lucy tecleó rápidamente el portátil Dell para ir a la carpeta de descargas.

Scarpetta alzó otro mazo de papeles:

—¿Cómo se toma Jaime que la controles?

—El septiembre pasado Agee firmó un acuerdo con una inmobiliaria de Washington —dijo Lucy.

—¿Sabe Jaime lo del receptor WAAS de su BlackBerry?

—Parece que puso su casa en venta y se mudó. Aparece como sin muebles. —Lucy volvió a su MacBook y tecleó algo más—. Veamos si la ha vendido.

—¿Vas a hablar conmigo? —preguntó Scarpetta.

—No sólo no la ha vendido, sino que el banco está a punto de quedársela. Es un piso de dos habitaciones y dos baños en la calle Catorce, no lejos de Dupont Circle. Empezó pidiendo seiscientos veinte mil dólares, ahora pide poco más de quinientos mil. Quizás una de las razones de que acabase en esta habitación es que no tenía otro sitio adonde ir.

—No me rehúyas, por favor.

—Cuando Agee la compró, hace ocho años, le costó algo menos de seiscientos mil dólares. Las cosas le iban mejor entonces, supongo.

—¿Le has contado a Jaime lo del GPS?

—Lo pierdes todo y tal vez eso es lo que al final te empuja al abismo o, en el caso de Agee, al puente —dijo Lucy, y su actitud cambió y la voz le tembló, de forma casi imperceptible—. ¿Qué era lo que solías leerme cuando era niña? Ese poema de Oliver Wendell Holmes, «El carruaje de un caballo». «Una cosa te diré: siempre un punto flaco hay en la construcción de un carruaje; y ésa es la razón de que se rompa, pero nunca se gaste...» Cuando era niña y te visitaba en Richmond, vivía contigo de vez en cuando y deseaba quedarme a tu lado para siempre. La cabrona de mi madre. En esta época del año siempre pasa lo mismo. Que si voy a casa por Navidad. No sé nada de ella durante meses, y va y me pregunta si iré a casa por Navidad, porque lo que en realidad quiere es que no me olvide de mandarle un regalo. Algo caro, preferiblemente un cheque. Que la jodan.

—¿Qué ha hecho que desconfíes de Jaime?

—Tú te sentabas a mi lado en la cama de esa habitación al final del pasillo donde también estaba la tuya, la habitación que acabó siendo mía en tu casa de Windsor Farms. Me encantaba esa casa. Me leías un libro de sus poemas:
Old Ironsides, The Chambered Nautilus, Departed Days.
Intentabas explicarme las cosas de la vida. Me decías que las personas eran como ese carruaje del poema. Funcionaban durante cien años, y de pronto un día se desmoronaban y se convertían en un montón de polvo. —Lucy hablaba con las manos en ambos teclados; los archivos y enlaces se abrían y cerraban en las pantallas de los portátiles, pero ella sólo miraba a su tía—. Dijiste que era la metáfora perfecta de la muerte, esas personas que acababan en tu depósito de cadáveres, a quienes todo les iba mal, pero que seguían adelante hasta que un día pasaba eso. Eso que probablemente tenía que ver con su punto flaco.

—Suponía que tu punto flaco era Jaime —dijo Scarpetta.

—Y yo suponía que era el dinero —dijo Lucy.

—¿Has estado espiándola? ¿Por eso nos regalaste esto? —Scarpetta señaló los dos BlackBerry que había en la mesa, el suyo y el de Lucy—. ¿Temes que Jaime te robe? ¿Temes que sea como tu madre? Ayúdame a comprenderlo.

—Jaime no necesita mi dinero, ni tampoco me necesita a mí. —Con voz más tranquila—. Nadie tiene lo que tenía. En esta economía, el dinero se funde como hielo delante de tus narices; como una compleja escultura de hielo que ha costado una fortuna, se convierte en agua y se evapora. Y una se pregunta si alguna vez existió, para empezar, y a qué venía tanta emoción. No tengo lo que tenía. —Lucy titubeó, como si, fuese lo que fuese lo que pensaba, le resultara imposible expresarlo—. No tiene nada que ver con dinero, sino con otro asunto en que me involucré y luego malinterpreté. Quizás eso es todo lo que tengo que decir. Empecé a malinterpretar las cosas.

—Malinterpretar debe de ser difícil, para alguien a quien citar poemas le resulta tan fácil.

Lucy no respondió.

—¿Qué has malinterpretado esta vez?

Scarpetta la haría hablar.

Pero no fue así. Durante unos instantes ambas guardaron silencio; sólo se oyó el teclear de Lucy y el pasar de las hojas que Scarpetta tenía en el regazo. Hojeó más búsquedas de Internet relativas a Hannah Starr y también de Carley Crispin y su programa fallido, reportajes sobre lo que un crítico describió como la caída libre de Carley en el índice Nielsen. También se mencionaba a Scarpetta y el factor Scarpetta. Lo único interesante que Carley había aportado a la temporada, decía un
blogger
, eran las apariciones como invitada de la analista forense de la CNN, la intrépida, acerada y afilada Scarpetta, cuyos comentarios eran de lo más acertado. «Kay Scarpetta llega al meollo del problema con sus acertados comentarios y es mucha competencia —demasiada— para la vanidosa y majadera Carley Crispin».

Scarpetta se levantó de la silla. Dijo a su sobrina:

—¿Recuerdas una de esas visitas a Windsor Farms en que te enfadaste conmigo y formateaste mi ordenador para después desmontarlo? Creo que tenías diez años y que malinterpretaste algo que yo había dicho o hecho, que malentendiste, te confundiste, reaccionaste exageradamente, por decirlo con suavidad. Estás formateando tu relación con Jaime y procediendo a desmantelarla; ¿le has preguntado si lo merece?

Scarpetta abrió su maletín y sacó otro par de guantes. Pasó ante la cama desordenada y llena de ropa y empezó a mirar en los cajones de la cómoda.

—¿Qué ha hecho Jaime que posiblemente has malinterpretado?

Más ropa de hombre, nada plegado. Calzoncillos, camisetas de ropa interior, calcetines, pijamas, pañuelos y pequeñas cajas de terciopelo para gemelos, algunos antiguos, ninguno caro. En otro cajón estaban las sudaderas, camisetas con logotipos. De la Academia del FBI, de varias oficinas de la agencia, de los equipos de rescate de rehenes y de respuesta nacional, todas viejas y gastadas, representando lo que Agee había codiciado y nunca tendría. Sin conocer a Warner Agee, Scarpetta habría sabido que lo que le impulsaba era una necesidad desesperada de validación y la infatigable convicción de que la vida era injusta.

—Qué puedes haber malinterpretado? —preguntó Scarpetta de nuevo.

—No es fácil hablar de eso.

—Inténtalo, al menos.

—No puedo hablar de ella. No contigo.

—Ni con nadie, seamos sinceras.

Lucy sólo la miró.

—Para ti no es fácil hablar con nadie de nada que te resulte profundamente relevante e importante —continuó Scarpetta—. Hablas sin parar de cosas que, en última instancia, son inhumanas, nimias o absurdas. Máquinas, la invisible intangibilidad del ciberespacio y la gente que habita estos lugares de nada, gente que yo llamo sombras, que malgastan el tiempo con twitters y chats y blogs y parloteando de nada con nadie.

El último cajón de la cómoda estaba atascado y Scarpetta tuvo que meter los dedos para desplazar lo que parecía cartón y plástico duro.

—Yo soy real y estoy aquí, en una habitación de hotel habitada por un hombre que es un amasijo destrozado en el depósito de cadáveres porque decidió que la vida ya no valía la pena. Háblame, Lucy, y dime exactamente qué es lo que pasa. Dímelo en la lengua de la carne y de la sangre, en la lengua de los sentimientos. ¿Crees que Jaime ya no te quiere?

El cajón cedió. Dentro había paquetes de TracFone y SpoofCard con instrucciones, folletos y guías, así como tarjetas de activación que parecían sin usar porque las bandas con el PIN del dorso estaban intactas. Había instrucciones impresas para un servicio web que permitía a los usuarios capaces de hablar, pero con dificultades de oído, leer las conversaciones palabra por palabra en tiempo real.

—¿No os comunicáis? —siguió preguntando Scarpetta, y Lucy continuó en silencio.

Scarpetta escarbó entre los cargadores enredados y los brillantes sobres de plástico para reciclar móviles prepago, de los que al menos contó cinco.

—¿Discutís? —Scarpetta volvió a la cama, empezó a remover la ropa sucia que había encima y retiró las sábanas—. ¿No mantenéis relaciones sexuales?

—Joder. Por Dios, eres mi tía.

Scarpetta abrió los cajones de la mesita de noche y dijo:

—Me paso el día con las manos en cadáveres desnudos y, para mí, el sexo con Benton es una forma de intercambiar energía y fortalecernos, pertenecemos y comunicarnos, que nos recuerda que existimos.

Artículos de revistas, más hojas impresas en los cajones, nada más, ni rastro del TracFone.

—A veces discutimos. Discutimos anoche.

Se agachó para mirar debajo de los muebles.

—Solía bañarte y curarte las heridas y escuchar tus rabietas y solucionar tus líos, o al menos sacarte de ellos lo mejor que sabía, y a veces lloraba en mi habitación, tanto me enfadabas —recordó Scarpetta—. He conocido tu larga ristra de parejas y devaneos y sé con bastante exactitud lo que haces con ellos en la cama porque todos somos iguales, tenemos básicamente las mismas partes corporales y me atrevo a decir que he visto y he oído mucho más de lo que ni siquiera imaginas.

Se levantó, sin encontrar ni rastro de un TracFone por ninguna parte.

—¿Por qué ibas a ser tímida conmigo? Y no soy tu madre. Gracias a Dios no soy la desgraciada de mi hermana, que prácticamente te regaló, aunque ojalá lo hubiera hecho. Ojalá te hubiese entregado a mí y pudieras haber estado a mi lado desde el primer día. Soy tu tía. Soy tu amiga. En esta etapa de nuestras vidas, somos colegas. Puedes hablar conmigo. ¿Amas a Jaime?

Lucy tenía las manos inmóviles en el regazo con la vista baja, fija en ellas.

—¿La quieres?

Scarpetta empezó a vaciar papeleras y revolver los papeles arrugados.

—¿Qué haces? —preguntó Lucy por fin.

—Agee tenía varios TracFone, puede que hasta cinco. Posiblemente adquiridos después de que se mudara aquí, hace dos meses. Sólo tengo los códigos de barras, ninguna etiqueta que indique dónde los compró. Es probable que los utilizara con SpoofCards para ocultar y simular la identidad de sus llamadas. ¿Amas a Jaime?

—¿De cuánto tiempo eran los TracFone?

—Sesenta minutos en llamadas y/o noventa días de servicio.

—Así que pillas uno en una tienda de aeropuerto, una tienda turística, un Target, un Wallmart, y lo pagas al contado. Cuando has utilizado tus sesenta minutos, en lugar de añadir más tiempo, lo que suele requerir una tarjeta de crédito, tiras el teléfono y te compras otro. Desde hace un mes, Jaime ya no quiere que pase la noche en su casa. —Lucy se puso colorada—. Al principio fueron una o dos noches a la semana, después tres o cuatro. Dijo que era porque estaba frenética por el exceso de trabajo. Evidentemente, si no te acuestas con alguien...

—Jaime siempre está frenética por el trabajo. Las personas como nosotras siempre lo estamos.

Scarpetta abrió el armario y descubrió una pequeña caja fuerte. Estaba vacía, la puerta abierta de par en par.

—Eso es peor, ¿no? Ahí está el puto problema. —Lucy parecía tristísima, su mirada furiosa y herida—. Eso significa que para ella es distinto. Tú deseas a Benton por muy ocupada que estés, incluso después de veinte años, pero Jaime no me desea y apenas hemos estado juntas. Así que no es porque está muy ocupada.

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