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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (48 page)

En cierto punto, Dodie se había involucrado con el crimen organizado. También Warner Agee, que parecía ser el responsable de proyectos de investigación de ética más que dudosa relacionados con la industria internacional del juego, con casinos de Estados Unidos y del extranjero, sobre todo de Francia. Benton creía que Agee y Dodie eran soldados de la familia Chandonne, que se habían involucrado con el peor de ellos, el hijo superviviente de una violencia perversa, Jean-Baptiste, que había dejado su ADN en el asiento trasero de un Mercedes negro de 1991 utilizado en el robo a un banco de Miami el mes pasado. Lo que hacía él en el coche era un misterio. Quizá se había apuntado al atraco por la emoción, o tal vez simplemente había sido pasajero de ese Mercedes robado antes de que se utilizara como vehículo de huida en un atraco. Sin duda, Jean-Baptiste sabía que su ADN estaba en la base de datos CODIS del FBI. Era un asesino convicto y un fugitivo. Empezaba a descuidarse, sus compulsiones le estaban superando. Si su pasado servía de indicación, quizás estuviera abusando del alcohol y las drogas.

Tres días después del golpe de Miami, hubo otro, el último de los diecinueve conocidos, esta vez en Detroit. Se había producido el mismo día que Dodie fue arrestada en esa ciudad por hurto y alteración del orden público, por montar un escándalo después de meterse tres DVD de Hap Judd bajo el pantalón. Estaba descontrolada. En su caso, era sólo cuestión de tiempo que sufriera una crisis, que perdiera la razón, que montase un numerito, como hizo en la librería del Betty's Café. Sucedió en un momento inoportuno, un accidente indeseado, y ciertas personas tuvieron que plantearse qué hacer con ella antes de que llamase aún más la atención, algo que no se podían permitir. Alguien le consiguió un abogado en Detroit, Sebastian Lafourche, oriundo de Baton Rouge, Luisiana, donde los Chandonne habían tenido vínculos muy fuertes.

Lafourche había sugerido que Warner Agee evaluase a Dodie. No era el nuevo estatus de celebridad de Agee lo que lo hacía atractivo, sino sus vínculos con el crimen organizado, con la red Chandonne, aunque éstos no fueran directos. Era como poner a un gánster en manos de un celador a sueldo de la mafia. Pero el plan no funcionó. El fiscal del distrito y McLean no lo aceptaron. La red tuvo que replanteárselo y aprovecharon la oportunidad para causar daño y caos. Dodie va a Belmont, lo que da pie al siguiente acto: el enemigo se ha trasladado al campo de un objetivo, al campo de Benton, quizás indirectamente al campo de Scarpetta. Dodie ingresó en el hospital y agobió cuanto pudo a Benton, el juego y la tortura continuaron mientras las risas llegaban al techo de la casa medieval de los Chandonne.

Benton miró a Marty Lanier, sentada a la mesa frente a él, y dijo:

—¿Puede vuestro nuevo sistema informático vincular datos como hacen en el RTCC? ¿Ofrecernos una especie de árbol de decisiones, para que veamos las probabilidades condicionales? ¿Para visualizar aquello de lo que estamos hablando? Porque creo que sería de ayuda para aclarar la situación. Las raíces son profundas y sus ramificaciones densas y de amplio alcance, por lo que es importante saber qué es relevante. Por ejemplo, el atraco al banco del Bronx el pasado uno de agosto. Ese viernes por la mañana, a las diez y veinte, cuando atracaron el American Union. —Benton consultó sus notas—. Ni una hora después, Dodie Hodge fue multada en un autobús, en la confluencia de Southern Boulevard con la calle 149 Este. En otras palabras, se encontraba en la zona, a unas manzanas del banco robado. Estaba agitada, pasada de revoluciones, se enzarzó en una discusión.

—No sé nada de ninguna multa —dijo el detective del Departamento de Policía de Nueva York Jim O'Dell, de cuarenta y pocos, escaso cabello rojo y algo de barriga.

Estaba sentado junto a su colega del Equipo Operativo Antiatracos, el agente especial del FBI Andy Stockman, de treinta y muchos, abundante cabello negro y nada de barriga.

—Salió a la luz durante la minería de datos, cuando buscábamos cualquier cosa relacionada con FedEx —dijo Benton a O'Dell—. Cuando Dodie se enfrentó al policía por el altercado del autobús, ésta lo mandó a la quinta mierda por FedEx. Lo encontramos gracias al RTCC.

—Una expresión muy rara. Nunca la había oído antes —comentó Stockton.

—Le gusta mandar cosas por FedEx. Siempre tiene prisa y quiere de inmediato los resultados de sus dramas. No sé —dijo Benton con impaciencia, porque los estereotipos y las exageraciones de Dodie no eran importantes y pensar en ella lo irritaba sobremanera—, lo que importa es 1a. pauta que veréis repetidamente a medida que profundicemos en esta discusión. Impulsividad. Un líder, un jefe mafioso, que es compulsivo e impulsivo y actúa movido por fuerzas internas que escapan a su control, y las personas que le rodean no son mucho mejores. Los opuestos no siempre se atraen. A veces, lo que atrae es la similitud.

—Dios los cría y ellos se juntan —dijo Lanier.

—O el diablo —replicó Benton.

—Necesitamos una multipantalla de datos como la del RTCC —dijo O'Dell a Berger, como si ésta pudiera hacer algo al respecto.

—Pues buena suerte —se burló Stockton—. Aquí nos pagamos el agua embotellada de nuestro propio bolsillo.

—Ver las ramificaciones de los vínculos nos sería de ayuda —concedió Berger.

—No sabes qué tienes ahí hasta que lo haces, sobre todo con algo tan complejo —afirmó Benton—. Porque estos crímenes no empezaron el pasado junio. Se remontan antes del 11—S, a hace más de una década, al menos desde que estoy involucrado en ellos. No me refiero específicamente a atracos bancarios, sino a la familia Chandonne, a la inmensa red criminal que poseían.

—¿A qué te refieres con «poseían»? Parece que están vivitos y coleando, si todo lo que he oído es verdad —dijo O'Dell.

—No son lo que eran. Es difícil de comprender. Baste decir que ahora es distinto. Es la mala semilla haciéndose cargo del negocio familiar y llevándolo a la ruina o al borde del abismo.

—Parece la historia de los últimos ocho años en la Casa Blanca —bromeó O'Dell.

—La familia Chandonne no son la red del crimen organizado que eran, ni por asomo. —Esta mañana Benton no tenía sentido del humor—. Están desorganizados, de camino al caos absoluto, con Jean-Baptiste sentado al volante. Su historia sólo puede acabar de un modo, no importa cuántas veces él se lo cuente o cuántos personajes distintos interprete. Puede mantenerse centrado durante un tiempo y quizá lo haya hecho, aunque sus ideas obsesivas hayan continuado, porque nunca cesan.

No en su caso, y el desenlace es predecible. Sus obsesiones ganan. Se desborda un poco. Se desborda mucho. Se desborda a lo bestia. Su destructividad no tiene límites; salvo que acaba en la muerte. Alguien muere. Después mueren muchos más.

—Claro, podemos hacer un modelo predictivo, poner un gráfico en la pared —dijo Lanier a O'Dell y Stockman.

—Nos llevará un momento. —Stockman empezó a teclear en su portátil. Alzó la vista y preguntó a Lanier—: ¿No sólo los atracos a bancos, sino todo?

—No hablamos sólo de los atracos —respondió Lanier, con algo de impaciencia—. Creo que eso lo ha subrayado Benton y ése es el motivo de esta reunión. Los atracos son secundarios, la punta del iceberg. O, más acorde con esta época del año, el ángel que corona el árbol de Navidad. Yo quiero todo el árbol.

La referencia recordó a Benton la estúpida canción de Dodie, su voz aguda y desentonada deseándoles a él y Scarpetta felices navidades, una felicitación plagada de insinuaciones sexuales violentas y de lo que se avecinaba. Scarpetta acabaría linchada y a Benton le darían por culo, o algo así, e imaginó el deleite de Jean-Baptiste Chandonne. Posiblemente la felicitación había sido idea suya, la primera pulla a la que pronto seguiría la siguiente: un paquete de FedEx que contenía una bomba. No una bomba cualquiera. Los correos electrónicos de Marino se referían a ella como «una bomba fétida que podría haberle arrancado los dedos a la doctora, o dejarla ciega».

—Sí, es ridículo que los federales no puedan instalar algo así, una pared de datos como la que tienen en el RTCC —refunfuñaba O'Dell—. Necesitamos algo diez veces mayor que una sala de conferencias, porque esto no es un árbol de decisiones, sino un maldito bosque.

—Lo volcaré en una pantalla. Sesenta pulgadas, tan grande como uno de los cubos Mitsubishi del RTCC —le dijo Stockman.

—No creo.

—Casi.

—No. Nos ocupará tanto como un cine IMAX.

—Deja de quejarte y ponlo en la pared, para que podamos verlo.

—Sólo digo que, dada la complejidad del asunto, necesitaremos una pared de dos plantas, como mínimo. ¿Todo esto en una pantalla plana? Tendrías que reducirlo al tamaño de la letra de imprenta.

O'Dell y Stockman habían pasado juntos tanto tiempo que discutían y refunfuñaban como un matrimonio de ancianos. Durante los últimos seis meses habían trabajado en las pautas de los atracos de la Abuela y Clyde con equipos de investigación de otras oficinas del FBI, principalmente en Miami, Nueva York y Detroit. El FBI había conseguido que la oleada de robos y sus teorías al respecto no aparecieran en las noticias, deliberadamente y por una buena razón. Sospechaban que los bandidos eran peones de algo mucho más importante y peligroso. Eran peces piloto, pequeños carnívoros que acompañan a los tiburones.

El FBI quería a los tiburones y Benton sabía muy bien a qué orden y familia pertenecían. Tiburones franceses. Tiburones Chandonne. Pero la cuestión era cómo se hacían llamar ellos mismos y dónde encontrarlos. ¿Dónde estaba Jean-Baptiste Chandonne? Él era el gran tiburón blanco, el jefe, la cabeza depravada de lo que quedaba de la prominente familia. El padre, Monsieur Chandonne, disfrutaba de su jubilación en la prisión de alta seguridad de La Santé, en las afueras de París. El hermano de Jean-Baptiste, el supuesto heredero, estaba muerto. Jean-Baptiste no estaba hecho para el liderazgo, pero estaba motivado, lo impulsaban las fantasías violentas y los pensamientos sexuales compulsivos, y ansiaba vengarse. Era capaz de controlarse durante un tiempo, contener sus verdaderas inclinaciones durante un periodo determinado antes de que el frágil envoltorio se rasgase, dejando neuronas y nervios expuestos, un amasijo de impulsos palpitantes capaces del frenesí más asesino, de ataques de furia y juegos crueles más explosivos que nada que hubieran desactivado los artificieros. Había que desactivar a Jean-Baptiste. Tenía que ser ahora.

Benton creía que Jean-Baptiste había enviado el paquete bomba. El estaba detrás. Probablemente lo había construido y presenciado su entrega, la noche anterior. Mutilar a Scarpetta física y mentalmente. Benton imaginó a Jean-Baptiste fuera del edificio, observando en la oscuridad, esperando que Scarpetta volviera a casa de la CNN. Benton se la imaginó andando a regañadientes con Carley Crispin, pasando ante un indigente envuelto en capas de ropa y una manta en un banco cerca de Columbus Circle. La presencia del indigente había preocupado a Benton la primera vez que Scarpetta la mencionó, cuando hablaban con Lobo en el coche de Marino. Una sensación en las entrañas, cierta perturbación. Y había seguido perturbándolo, cuanto más pensaba en ello. Quienquiera que estuviera detrás de la bomba, tenía como objetivo a Scarpetta, Benton o a ambos, y le habría resultado difícil resistirse a presenciar la última noche de la doctora.

Mutilarla a ella, o a Benton. Fueran uno u otro, fueran ambos, habrían acabado heridos, lisiados, quizá no muertos, quizás algo peor que muertos. Jean-Baptiste habría sabido que Benton estaba en Nueva York, que estaba en casa anoche, esperando a que su esposa regresara de su aparición en directo en la CNN. Jean-Baptiste sabía todo cuanto quería saber, y sabía lo que Scarpetta y Benton compartían. Jean-Baptiste lo sabía porque sabía lo que él nunca había compartido y nunca compartiría. Nadie comprendía la soledad mejor que Jean-Baptiste, y entender su terrible aislamiento le hacía entender su antítesis. Oscuridad y luz. Amor y odio. Creación y destrucción. Los opuestos están íntimamente relacionados. Benton tenía que encontrarlo. Benton tenía que detenerlo.

El método más seguro era atacar las vulnerabilidades. El credo de Benton: sólo eres tan bueno como la gente que te rodea. No cesaba de repetírselo, de convencerse de que Jean-Baptiste había cometido un error. Había reclutado mal, había alistado a pequeños carnívoros que no tenían fortaleza mental ni estaban bien programados ni tenían experiencia, e iba a pagar sus decisiones precipitadas, sus deseos enfermizos y sus elecciones subjetivas. Su mente perturbada acabaría con él. La Abuela y Clyde lo hundirían. Jean-Baptiste nunca tendría que haberse rebajado a lo que, según los parámetros de los Chandonne, eran crímenes de poca monta. Tendría que haber evitado a personas poco aptas para el servicio, personas inestables que se dejaban arrastrar por sus propias debilidades y disfunciones. Jean-Baptiste tendría que haberse mantenido alejado de criminales de segunda trastornados y de los bancos.

El patrón era el mismo en todos los golpes, de manual, como estudiado de un libro. La sucursal bancaria había sufrido al menos un atraco en el pasado y no tenía mamparas a prueba de balas que separasen a los empleados del público. Los robos siempre tenían lugar los viernes entre las nueve y las once de la mañana, cuando era probable que hubiese menos clientes y más dinero en efectivo. Una anciana de aspecto benigno, que hasta esa mañana el FBI sólo había conocido como Abuela, entraba con aspecto de maestra de catequesis ataviada con un vestido anticuado y zapatillas de tenis, la cabeza cubierta por un pañuelo o un sombrero. Siempre llevaba gafas oscuras de montura antigua. Dependiendo del frío, añadía un abrigo y guantes de lana. Si el robo acontecía en un día caluroso, llevaba un par de guantes desechables de plástico transparente, del tipo que utilizan los trabajadores del sector de la alimentación, para no dejar huellas dactilares ni su ADN.

La Abuela siempre llevaba una bolsa con cremallera que empezaba a abrir cuando se acercaba al empleado. Introducía la mano en la bolsa y sacaba un arma que la imagen ampliada mostraba como siempre del mismo tipo, una pistola de nueve milímetros de cañón corto, un juguete. Habían retirado la punta naranja que la ley federal obliga a poner en los cañones de las pistolas realistas de juguete. La anciana deslizaba una nota al cajero, siempre el mismo tipo: «¡Vacía los cajones en la bolsa! ¡Nada de bombas de tinta o te mato!» Estaba escrita con precisa letra de imprenta en una pequeña hoja blanca arrancada de un bloc de notas. Mantenía la bolsa abierta y el cajero metía el dinero. La Abuela cerraba la bolsa mientras se dirigía a la puerta y entraba en el vehículo que conducía su cómplice, el hombre que el FBI llamaba Clyde. En todos los casos, el coche era robado y lo encontraban poco después, abandonado en el aparcamiento de un centro comercial.

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