—Si Toni hacía esto todos los días, ¿estaría en su portátil? ¿Será por eso que ha desaparecido? —planteó Marino.
—No estaría en su portátil. Lo que ves reside en el servidor de este sitio web —dijo Lucy.
—Pero ella conectaba el reloj al portátil —insistió Marino.
—Sí. Para cargar información y el reloj. Los datos recogidos en este dispositivo con pinta de reloj no eran para que los usara Toni y no hubiese podido conservarlos en su portátil. No sólo no podía utilizar los datos; además, carecía del software necesario para agruparlos, clasificarlos, darles sentido.
Aparecieron más preguntas en la pantalla y Lucy las respondió porque quería ver qué sucedía a continuación. Puntuó sus diferentes estados de ánimo como «muy poco» o «nada». Si hubiese sido Scarpetta quien respondía a las preguntas, en aquel instante habría calificado su propio estado de ánimo como «extremo».
—No sé, no se me va de la cabeza que este proyecto Calígula quizás explique por qué alguien entró en el apartamento de Toni Darien para llevarse su portátil y su teléfono, y quién sabe qué más. —Las gafas protectoras de Marino miraron a Scarpetta y añadió—: No sabemos si era Toni quien aparecía en la grabación de las cámaras de seguridad, tienes razón en eso. Sólo porque la persona llevaba lo que parecía su abrigo. ¿Es difícil aparentarlo, si eran dos personas más o menos de la misma altura y calzaban zapatillas de deporte similares? Toni no era pequeña; era delgada, pero alta. Casi uno ochenta, ¿no? No sé cómo iba a entrar en su edificio el miércoles por la tarde a eso de las seis menos cuarto y salir a las siete. Crees que lleva muerta desde el martes. Y ahora esta cosa, este Calígula, dice lo mismo. Lleva tres días sin responder el cuestionario.
—Si es verdad que alguien se hizo pasar por ella en las grabaciones de seguridad, entonces tenía el abrigo de Toni, o uno parecido, y las llaves de su casa —dijo Lucy.
—Llevaba muerta, como mínimo, treinta y seis horas —intervino Scarpetta—. Si iba con las llaves de casa en el bolsillo y el asesino sabía dónde vivía, para éste tuvo que ser fácil coger las llaves, entrar en el apartamento, llevarse lo que quería y devolver las llaves al bolsillo cuando dejó el cadáver en el parque. Es posible que esta persona también tuviese su abrigo. Quizá Toni lo llevaba puesto la última vez que salió de casa. Eso explicaría por qué no llevaba ropa de abrigo cuando se encontró su cuerpo. Le faltaban prendas de ropa.
—Eso supone mucho trabajo y mucho riesgo —opinó Lucy—. Alguien no lo planeó bien. Parece que todos los cálculos son posteriores al hecho, no anteriores al crimen. Tal vez sea un crimen impulsivo y el asesino era alguien que ella conocía.
—Si se comunicaba con ésa persona, tal vez ésa sea la razón de que el portátil y el móvil hayan desaparecido. —Marino seguía con lo mismo—. Mensajes de texto guardados en el teléfono. Quizá cuando consigas entrar en su correo electrónico. Quizás enviaba correos a esos de Calígula, o tenga documentos incriminatorios en su portátil.
—¿Entonces por qué dejar el BioGraph en el cadáver? —preguntó Lucy—. ¿Por qué arriesgarse a que alguien hiciera lo que estamos haciendo ahora mismo?
Scarpetta respondió:
—Tal vez su asesino quisiera el portátil, el teléfono, pero eso no implica que fuese por un motivo racional. Quizá la ausencia de razón sea el motivo de que el BioGraph siguiera en el cadáver.
—Siempre hay una razón —objetó Marino.
—No la clase de razón que crees, porque éste quizá no sea el tipo de crimen que crees —dijo Scarpetta, y pensó en su BlackBerry.
Reconsideró el motivo del robo, tenía la sensación de que quizá se equivocaba respecto a por qué Carley Crispin quería su BlackBerry, que no era simplemente por lo que Carley había dicho cuando pasaban ante Columbus Circle, después de salir de la CNN: «Seguro que puedes convencer a cualquiera, con los contactos que tienes.» Como insinuando que Scarpetta no tendría problemas para atraer invitados a su programa, asumiendo que tuviese programa propio, y Scarpetta había creído que su teléfono desapareció por ese motivo. Carley quería información, quería los contactos de Scarpetta, y es posible que hiciera uso de las fotografías de la escena del crimen cuando se le presentó la oportunidad. Pero, en última instancia, probablemente el destinatario del BlackBerry no era Carley, ni siquiera Agee; quizás éste se lo hubiera dado a una tercera persona, de no haber decidido matarse.
—Una persona comete un asesinato y vuelve a la escena del crimen no siempre por la única razón de que está paranoico e intenta borrar sus huellas —explicó Scarpetta—. A veces lo hacen para revivir un acto violento que les resultó gratificante. Tal vez, en el caso de Toni, haya más de un motivo. Su móvil, su portátil, son
souvenirs
, y también un medio de hacerse pasar por ella antes de que se descubriese su cadáver, para despistarnos acerca de la hora de la muerte fingiendo que era ella quien enviaba un mensaje de texto a su madre alrededor de las ocho de la noche. La noche del miércoles. Manipulaciones, juegos y fantasías con una carga emocional, sexual, sádica. Una combinación de motivaciones que crearon una disonancia maligna. Como pasa tantas veces en la vida. No sólo un único elemento.
Lucy terminó de anotar la puntuación de su estado de ánimo y apareció en pantalla el recuadro «Enviar». Lo seleccionó y recibió la confirmación de que sus escalas se habían enviado al sitio web para proceder a su revisión. «¿Revisión por parte de quién?», se preguntó Scarpetta. Un patrocinador del estudio que fuera psicólogo, psiquiatra, neurocientífico, ayudante de investigación, un estudiante licenciado. Quién demonios lo sabía, pero había más de uno. Probablemente fuera todo un grupo de profesionales. Estos patrocinadores invisibles podían ser cualquiera, podían existir en cualquier parte y estaban involucrados en un proyecto que evidentemente pretendía realizar predicciones de la conducta humana que resultaran de utilidad para alguien.
—Es un acrónimo —dijo Lucy.
En la pantalla:
GRACIAS POR PARTICIPAR
EN EL ESTUDIO DEL
CÁL
CULO
I
NTEGRADOMEDIANTE
G
PS DE
U
NIDADESDE
L
UZ Y
A
CTIVIDAD.
—CALÍGULA —dijo Scarpetta—. Sigo sin comprender por qué alguien iba a elegir semejante acrónimo.
—Sufría pesadillas e insomnio crónicos. —Lucy leía distintos archivos del otro MacBook, resultados de la búsqueda en Google de «Calígula»—. Solía vagar toda la noche por palacio, a la espera de que amaneciese. El nombre quizá guarde relación con eso. Si, por ejemplo, el estudio está relacionado con trastornos del sueño y los efectos de la luz y la oscuridad en el estado de ánimo. Su nombre deriva de la palabra latina
caliga
, que significa «botita».
Marino dijo a Scarpetta:
—Tu nombre significa «zapatito».
—Vamos, chicos —musitó Lucy, hablando a sus programas neuronales y motores de búsqueda—. Esto sería mucho más fácil si pudiera llevarme esto a mi despacho.
Se refería al dispositivo BioGraph.
—Aparece por todas partes en Internet que Scarpetta significa «zapatito» —siguió Marino, sus ojos incómodos tras el plástico grueso—. El zapatito, la que pisa fuerte, la que deja huella.
—Por fin lo tenemos —dijo Lucy.
Los datos se desplazaron por la pantalla. Un amasijo de letras, símbolos, números.
—Me pregunto si Toni sabría exactamente qué datos recogía el trasto que llevaba en la muñeca mañana, tarde y noche —dijo Lucy—. O si lo sabía quienquiera que la matase.
—Es poco probable que Toni lo supiera. Los detalles que los investigadores esperan probar no se revelan ni se hacen públicos. Los sujetos del estudio no conocen los detalles, sólo generalidades. De lo contrario, podrían sesgar los resultados —explicó Scarpetta.
—Algo tenía ella que ganar, si llevaba ese reloj todo el tiempo y respondía a esas preguntas todos los días —dijo Marino.
—Quizá tuviera un interés personal en los trastornos del sueño o el trastorno afectivo estacional, quién sabe, y vio un anuncio del estudio o alguien le dio la información. Su madre dice que sufría de cambios de humor y que le afectaba el mal tiempo. Por lo general, a las personas que participan en estudios de investigación, se les paga —razonó Scarpetta.
Pensó en el padre, Lawrence Dañen, y en su agresividad a la hora de reclamar los efectos personales de Toni, así como su cadáver. Un ingeniero bioeléctrico del MIT. Un jugador y un borracho vinculado al crimen organizado. Cuando hizo esa escena en el depósito de cadáveres, quizá lo que en realidad buscaba era el reloj BioGraph.
—Es increíble lo que almacenaba este trasto. —Lucy acercó un taburete a su MacBook y se sentó, sin dejar de observar los datos en bruto que guardaba el dispositivo BioGraph de Toni—. Evidentemente es una combinación de un registro actigráfico de datos con un acelerómetro muy sensible o un elemento bimorfo en un sensor piezoeléctrico de dos capas, que básicamente mide la actividad motora gruesa. No veo nada que suene a ejército o gobierno.
—¿Qué esperabas? ¿Que esto fuese de la CIA? —preguntó Marino.
—No lo es. Nada está cifrado como solía ver en los documentos muy confidenciales del gobierno. No es el cifrado estándar de tres bloques con los bits y los tamaños de bloques que yo asocio a los algoritmos utilizados en la criptografía simétrica. Ya sabes, esas claves muy largas, de más de cuarenta bits, que se supone que son exportables, pero que dificultan mucho que un hacker pueda descifrar el código. No es lo que tenemos aquí. Esto no es militar, ni pertenece a ninguna agencia de información. Es del sector privado.
—Supongo que no debemos preguntar cómo sabes el modo en que el Gobierno cifra su información ultrasecreta —comentó Marino.
—El propósito de este trasto es reunir datos para algún tipo de investigación; nada de espionaje, nada de guerras, nada de terroristas, por una vez —dijo Lucy mientras los datos seguían descargándose—. No está ideado para el usuario, sino para los investigadores. Ahí está, manejando datos, pero ¿para quién? Variabilidad en el horario de sueño, cantidad de sueño y pautas de actividad diurna en correlación con la exposición a la luz. Vamos, empezad a agregar cierto orden, para que sea más fácil leerlo —volvió a decir a sus programas—. Dadme los gráficos. Dadme los mapas. Lo está ordenando por tipos de datos. Un montón de datos. Toneladas. Graba datos cada quince segundos. Esta cosa grababa, cinco mil quinientas sesenta veces al día, quién sabe qué clase de datos. Lecturas de podómetro y GPS. Localización, velocidad, distancia, altura y las constantes vitales del usuario. Ritmo cardíaco y Sp02.
—¿Sp02? Creo que te equivocas —dijo Scarpetta.
—Lo estoy viendo, cientos de miles de entradas. El Sp02 se medía cada quince segundos.
—No comprendo cómo puede ser eso posible. ¿Dónde está el sensor? No puede hacerse una pulsioximetría, medir la saturación de oxígeno en sangre, sin sensor alguno. Suele colocarse en la yema del dedo o en un dedo del pie, a veces en el lóbulo de la oreja. Tiene que ser una zona anatómicamente estrecha para que la luz pueda atravesar el tejido. Una luz que comprende longitudes de onda de luz roja e infrarroja que determinan la oxigenación, el porcentaje de saturación de oxígeno en la sangre.
—El BioGraph tiene Bluetooth; quizá los datos del pulsioxímetro puedan transmitirse mediante Bluetooth.
—Sin cables o de otro modo, algo tenía que tomar las mediciones que vemos —replicó Scarpetta—. Un sensor que llevase prácticamente todo el tiempo.
Un punto rojo de láser se desplazó por los nombres, las localizaciones y las ramificaciones que los vinculaban en el árbol gráfico que llenó la pantalla plana.
—Suponemos que el señor Chandonne, el padre, ya no está al mando. —Benton sostenía un puntero láser e ilustraba lo que decía a medida que hablaba—. Y las posibles asociaciones familiares que dejó están dispersas. Tanto él como muchos de sus capitanes se encuentran en la cárcel. El que debía ser el heredero Chandonne, el hermano de Jean-Baptiste, está muerto. Y, en gran parte, los agentes de la ley han centrado su atención en otros problemas internacionales: Al Qaeda, Irán, Corea del Norte, el desastre económico mundial. Jean-Baptiste, el hijo superviviente, aprovecha la oportunidad para hacerse con el poder, empezar una nueva vida y, esta vez, hacerlo mejor.
—No veo cómo. Es un lunático —objetó O'Dell.
—No es un lunático. Es sumamente inteligente, sumamente intuitivo, y durante ciertos periodos su intelecto puede controlar sus compulsiones, sus obsesiones. La cuestión es durante cuánto tiempo.
—Disiento en todo —dijo O'Dell a Benton—. ¿Este tío, un jefe de la mafia? ¡Si no puede ni presentarse en público, a menos que se ponga una bolsa en la cabeza! Es un fugitivo internacional, buscado por la Interpol, y es deforme, un monstruo.
—Puedes disentir cuanto quieras. No lo conoces —afirmó Benton.
—Tiene una enfermedad genética, no recuerdo el nombre —siguió O'Dell.
—Hipertricosis congènita universal. —Era Marty Lanier quien hablaba—. Los individuos que sufren esta rara enfermedad tienen el cuerpo cubierto de lanugo, un cabello fino, como el de los bebés, hasta en zonas que por lo general apenas tienen vello o carecen de él. La frente, las palmas de las manos, los codos. Y puede incluir también deformidades, como hiperplasia gingival o dientes pequeños y espaciados.
—Como he dicho, un monstruo; parece un puto hombre lobo —dijo O'Dell a todos los de la mesa—. La leyenda se habrá inspirado en las personas que sufrían esa enfermedad.
—No es un hombre lobo y su enfermedad no sale de una historia de terror. No es una leyenda. Es muy real —matizó Benton.
—No sabemos el número de casos —dijo Lanier—. Unos cincuenta, cien. Son pocos los casos comunicados oficialmente.
—Esa es la cuestión —intervino Berger, que estaba algo apagada—. No puedes contabilizar casos si no se comunican, y es fácil comprender por qué la hipertricosis tenía asociaciones muy negativas y estigmas, que implicaban que quien la sufría era un monstruo, un malvado.
—Por lo que se los trataba como tales y acaban convirtiéndose en eso —añadió Lanier.
—Las familias escondían a los parientes que padecían esta enfermedad y Jean-Baptiste no fue una excepción —continuó Benton—. Creció en un sótano, en lo que era en esencia una mazmorra subterránea sin ventanas en la casa del siglo XVII que la familia Chandonne tenía en la lie Saint-Louis, en París. Es posible que los genes que heredó Jean-Baptiste se remontaran a un hombre de mediados del siglo XVI que nació cubierto de pelo; cuando era bebé, lo regalaron al rey Enrique II en París y creció en palacio como una curiosidad, como una diversión, como una especie de mascota. Este hombre se casó con una francesa y varios de sus hijos heredaron el trastorno. A finales del siglo XIX, se cree que una de sus descendientes se casó con un Chandonne y cien años después el gen recesivo se convirtió en dominante en la forma de Jean-Baptiste.