El factor Scarpetta (58 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El sonido de los interruptores al desconectarse.

Lucy indicó a Bonnell:

—Prueba con la radio. Marino está ahí fuera, en la calle. Si el equipo A aún no ha entrado por la fuerza en la casa, él y los otros siguen ahí fuera. Contacta por radio. Está en Tac Ida.

Le decía a Bonnell que, en lugar de utilizar el servicio de radio estándar y comunicar a través de la centralita, cambiase a la frecuencia Tac I. La policía se sacó la radio del cinturón, cambió la frecuencia y pulsó el botón de transmisión.

—Fumador, ¿me recibes?

—Te recibo, Los Ángeles. —La voz tensa de Marino—. ¿Situación?

—Estamos en el sótano con Piloto.

Bonnell no respondía a la pregunta de Marino. Marino había preguntado si estaba bien y ella respondía donde estaba, utilizando denominaciones personales que ambos se habrían asignado entre sí y a Lucy. Lucy era Piloto y Bonnell desconfiaba de ella. Bonnell no transmitía a Marino que ella o los demás estuvieran bien. Hacía lo contrario.

—¿Piloto está contigo? ¿Y Águila?

—Sí a ambos.

—¿Alguien más?

Bonnell miró a Nastya y respondió:

—Hazel.

Otra denominación que se acababa de inventar.

—Di a Marino que abrí la puerta del garaje —apuntó Lucy.

Bonnell lo transmitió mientras Berger regresaba mirando su BlackBerry, leyendo los mensajes a medida que los recibía con una rápida sucesión de campanillas. Llamadas anteriores, algunas de Marino, de Scarpetta. Y de Lucy, al menos cinco cuando comprendió que Berger iba de camino a la mansión sin saber lo que sucedía, sin tener información crucial. Lucy la había llamado sin parar, aterrorizada como nunca lo había estado en la vida.

—¿Y tu situación? —La voz de Marino preguntaba a Bonnell si todo iba bien.

—No estoy segura de quién hay dentro y hemos tenido problemas con la radio —replicó Bonnell.

—¿Cuándo vais a salir?

Lucy apuntó:

—Dile que entre por el garaje. Está abierto, que suba por la rampa hasta la planta superior del sótano.

Bonnell transmitió el mensaje y dijo a Lucy:

—Estoy bien.

Implicaba que no iba a sacar el arma, que no iba a cometer la gilipollez de dispararle.

Lucy bajó la Glock, pero no la devolvió a la funda tobillera. Se dirigió con Berger al taxi Checker amarillo y Lucy le mostró la suciedad en las ruedas y las rodadas del suelo, pero no tocaron nada. No abrieron las puertas del vehículo, aunque por las ventanas traseras observaron la moqueta negra, rota y podrida, la tapicería de tela negra llena de manchas y el asiento plegado. Había un abrigo en el suelo. Verde. Parecía una parka. El testigo, Harvey Fahley, dijo haber visto un taxi amarillo. Si no era aficionado a los coches, probablemente no habría notado que este taxi amarillo tenía treinta años de antigüedad y que llevaba la típica banda a cuadros blancos y negros ausente en los modelos actuales. Lo que alguien vería al pasar en coche a oscuras sería el color amarillo, el chasis de General Motors y la luz en la parte superior, que Fahley recordaba apagada, lo que indicaría que el taxi no estaba libre.

Lucy ofreció retazos de la información que Scarpetta le había dado por teléfono mientras ella y Marino se dirigían hacia ahí, temiendo que hubiese sucedido algo terrible. Berger y Bonnell no respondían a la radio de la policía ni al teléfono, ni podían saber que Toni Darien había hecho
jogging
hasta esa dirección el pasado martes, que probablemente había muerto en el sótano y que posiblemente no era la única víctima.

Lucy y Berger hablaron, examinaron y esperaron la llegada de Marino, y Lucy dijo que lo sentía hasta que Berger le dijo que dejara de decirlo. Ambas eran culpables de haberse guardado información que deberían haber discutido, ninguna había sido sincera, reconoció Berger mientras se dirigían a los bancos de trabajo, dos de ellos de plástico, con cajones y cubos. Desperdigadas por encima había herramientas y piezas variadas, adornos para el capó y válvulas, abrazaderas cromadas, pernos y tornillos. Una palanca de cambios suelta tenía el pomo de acero manchado de sangre, o quizá fuera óxido. No la tocaron, ni tampoco los carretes de alambre fino o lo que parecían diminutas placas base que Lucy identificó como módulos de grabación, y un cuaderno.

Era de tela negra con estrellas amarillas. Lucy lo abrió con el cañón de la pistola. Un libro de conjuros mágicos, recetas y pociones para maleficios, protección, éxito y buena fortuna, todos caligrafiados con una letra perfecta, en Gotham, tan precisa como la fuente tipográfica. En el banco también había unas bolsitas de seda dorada, algunas vacías del pelaje que habían contenido, largos pelos blancos y negros y mechones de pelo más corto. Lo que parecía pelo de lobo estaba diseminado por las superficies de trabajo y el suelo, que alguien había limpiado con una fregona o una mopa junto al Lamborghini Diablo VT color naranja metalizado. El capó estaba bajado y en el asiento del copiloto había un par de mitones de nailon Hestra color verde oliva con las palmas de piel, y Lucy imaginó a Toni Darien entrando en la mansión después de haber corrido hasta allí.

Imaginó a Toni cómoda con quienquiera que la hubiese recibido en la puerta, quienquiera que la condujo al sótano, donde la temperatura, como mucho, era de 13 grados. Quizá llevase el abrigo puesto mientras alguien le mostraba los coches y le impresionaría especialmente el Lamborghini. Probablemente se puso al volante y se sacó los guantes para sentir el tacto de la fibra de carbono y fantasear. Cuando salió, tuvo que ser entonces. Una pausa mientras se volvía y su acompañante agarró un objeto, tal vez la palanca de cambios, y la golpeó en la parte posterior de la cabeza.

—Después alguien la violó —dijo Berger.

—No caminaba y alguien la movía. Tía Kay dice que siguió durante una hora. Y, una vez muerta, empezó de nuevo. Parece que la dejó aquí, tal vez en ese colchón, para volver más tarde. Eso se prolongó durante un día y medio.

—Cuando él empezó a matar —Berger se refería a Jean-Baptiste—, lo hacía con su hermano, Jay. Jay era el guapo, tenía relaciones sexuales con las mujeres y después Jean-Baptiste las mataba a golpes. Nunca había sexo de por medio. Lo que le excitaba era matar.

—Jay sí tenía relaciones sexuales. Así que quizás encontró a otro Jay —observó Lucy.

—Tenemos que encontrar a Hap Judd ahora mismo.

—¿Cómo contactaste con Bobby? —preguntó Lucy mientras Marino y cuatro policías vestidos de SWAT aparecían en la rampa y se acercaban con las manos cerca de las armas.

—Después de la reunión en las oficinas del FBI, lo llamé al móvil.

—Entonces no estaba en casa, no en esta casa. A menos que hubiera apagado el sistema de bloqueo y después de hablar volviese a conectarlo.

—Hay una copa de coñac arriba, en la biblioteca. Quizá nos diga si él es Bobby.

Berger se refería a Jean-Baptiste Chandonne.

—¿Dónde está Benton? —preguntó Lucy a Marino, cuando llegó a su lado.

—Él y Marty se han ido a recoger a la doctora. —Los ojos de Marino miraban a todos lados, asimilaban lo que había en los bancos y en el suelo, observaban el taxi Checker—. Los de criminalística vienen hacia aquí para ver si averiguamos qué demonios ha pasado en este garaje, y la doctora trae al sabueso.

Capítulo 23

E
n la sala «de las salpicaduras de sangre», como la habían bautizado los empleados del edificio ADN, Scarpetta introdujo un hisopo en una botella de hexano. Dispuso un resto en una placa de Petri que había colocado en el suelo de baldosas de resina y pulsó el botón de encendido del LABRADOR, el analizador de restos enterrados y olores en descomposición.

La nariz electrónica, o sabueso mecánico, bien podría haber sido un perro-robot de la serie Los Supersónicos: una barra en forma de S con pequeños altavoces a ambos lados similares a unas orejas, la nariz una colmena metálica de doce sensores que detectaban diferentes señales químicas del mismo modo que el olfato canino identifica olores. El paquete de la batería tenía un asa que Scarpetta se pasó por el hombro, se acercó la barra a un lado del cuerpo y maniobró la nariz sobre la muestra que había en la placa de Petri. El LABRADOR respondió iluminando un gráfico de barras en la consola y con una señal acústica parecida a los rasgueos sintetizados de un arpa, una pauta armónica característica del hexano. La nariz electrónica estaba feliz. Había alertado de la presencia de un hidrocarburo alcano, un solvente simple, y había pasado la prueba. Ahora tenía por delante una tarea mucho más lúgubre.

Scarpetta partía de una premisa sencilla. Parecía que Toni Darien había sido asesinada en el interior de la mansión Starr y la pregunta era si hubo otras víctimas en el pasado, o si Toni era la única. Basándose en las temperaturas registradas en el BioGraph y en sus propios hallazgos, que indicaban que el cuerpo se había conservado en un lugar fresco y resguardado de los elementos, Scarpetta suponía que Toni estuvo en uno de los sótanos. El cuerpo había tenido que dejar moléculas de sustancias químicas y compuestos allá donde estuvo. Había dejado olores que el olfato humano no alcanzaba a detectar pero que el LABRADOR posiblemente detectaría, y Scarpetta lo desconectó y guardó en una bolsa de nailon negro. Apagó los focos del techo que por un instante le evocaron un plato de televisión, le recordaron a Carley Crispin. Scarpetta se puso el abrigo. Salió, bajó por la escalera de cristal al vestíbulo y se marchó del edificio. Pronto serían las ocho de la noche y el jardín de enfrente con sus bancos de granito estaba vacío, oscuro y azotado por el viento.

Dobló a la derecha en la Primera Avenida y siguió por la acera hasta el Centro Hospitalario Bellevue, de vuelta a su despacho, donde debía encontrarse con Benton. La puerta principal del edificio estaba cerrada, por lo que dobló de nuevo a la derecha y en la calle Treinta advirtió que la luz de una de las zonas de aparcamiento se reflejaba en la acera porque la puerta metálica estaba subida. Dentro había una furgoneta blanca con el motor en marcha y la puerta trasera abierta, pero sin nadie a la vista. Scarpetta abrió con su tarjeta la puerta interior de lo alto de la rampa y entró en la familiar combinación de baldosas blancas y azules. Oyó música; rock suave. Filene estaría de servicio. No era propio de ella dejar abierta la puerta del aparcamiento.

Scarpetta pasó ante la balanza de pie y se dirigió al despacho de la morgue, sin ver a nadie. La silla frente a la ventana de plexiglás estaba ladeada, la radio de Filene en el suelo; su chaqueta de SEGURIDAD OCME colgaba detrás de la puerta. Oyó pasos y un guardia uniformado de azul oscuro salió de la zona de las taquillas; posiblemente había ido al aseo.

—La puerta del aparcamiento está abierta —le dijo Scarpetta; no sabía cómo se llamaba ni lo había visto antes.

—Una entrega —respondió el hombre, y algo en él le resultó familiar.

—¿De dónde?

—Una mujer atropellada por un autobús, en Harlem.

Era esbelto pero fuerte, tenía las manos pálidas y surcadas de venas; mechones de cabello negro, finísimo, asomaban por la gorra, y unas gafas de cristal gris le cubrían los ojos. Tenía la cara bien afeitada, los dientes excesivamente blancos y rectos, posiblemente postizos, aunque era demasiado joven para eso, y parecía inquieto, excitado o nervioso, a Scarpetta se le ocurrió que quizá le incomodase trabajar en el depósito de cadáveres cuando ya era de noche. Quizá fuese un empleado temporal. A medida que la economía empeoraba, también lo hacía el personal y, cuando el presupuesto se recorta, resulta práctico usar más personal de media jornada, más externos; además, había muchos empleados de baja por gripe. Ideas fragmentadas le pasaron rápidamente por la cabeza al mismo tiempo que se le erizaba el cuero cabelludo y el pulso se aceleraba. Se le secó la boca y dio media vuelta para echar a correr cuando él la sujetó del brazo. Las bolsas de nailon que llevaba le resbalaron del hombro durante el forcejeo, y él la arrastró con una fuerza asombrosa hacia el aparcamiento donde la furgoneta blanca esperaba con el motor en marcha y la puerta trasera abierta.

Los sonidos que salían de su boca eran ininteligibles, demasiado primitivos para ser palabras o pensamientos, sólo explosiones de pánico de Scarpetta que intentaba escapar, zafarse de las bolsas que le colgaban del hombro, que golpeaba y forcejeaba mientras el hombre abría con brusquedad la puerta que ella había cruzado un momento antes y la hoja chocaba varias veces contra la pared con tal fuerza que parecía un mazo contra un bloque de hormigón. La larga bolsa que contenía el LABRADOR quedó atrapada horizontalmente en el marco de la puerta y Scarpetta creyó que ése era el motivo de que él la soltase, que cayera a sus pies, y la rampa se llenó de sangre que resbaló por la pendiente. Benton salió de detrás de la furgoneta blanca, armado con una carabina, y corrió hacia ella sin dejar de apuntar al hombre con el rifle, mientras Scarpetta se apartaba del cuerpo inmóvil.

La sangre manaba de una herida en la frente, una bala que había salido por la parte posterior del cráneo, y en el marco de la puerta había un chorro de sangre, a unos centímetros de donde poco antes había estado ella. Scarpetta sentía frío en la cara y el cuello húmedos; se limpió la sangre y los fragmentos de tejido cerebral de la piel y dejó las bolsas en el suelo de baldosas blancas mientras una mujer entraba en el aparcamiento sosteniendo una pistola con ambas manos, el cañón arriba. Bajó el arma al acercarse.

—Abatido —dijo la mujer, y Scarpetta pensó que quizás había disparado a alguien más—. Los refuerzos están en camino.

—Asegúrate de que todo está controlado ahí fuera. Yo comprobaré ahí dentro —indicó Benton a la mujer mientras pasaba por encima del cuerpo y la sangre en la rampa. Mientras lo barría todo con la mirada, preguntó a Scarpetta—: ¿Hay alguien más? ¿Sabes si hay alguien más ahí dentro?

—¿Cómo ha podido pasar esto? —dijo Scarpetta.

—No te separes de mí —respondió él.

Benton caminó delante, comprobando los pasillos, las oficinas del depósito, abriendo de una patada las puertas de los aseos de hombres y mujeres, sin dejar de preguntar a Scarpetta si se encontraba bien. Dijo que en la mansión Starr, en una habitación del sótano, habían encontrado ropa y gorras similares a las del personal de seguridad de la Oficina del jefe de Medicina Forense, eso era parte del plan. Benton repitió que era parte del plan venir aquí a por ella, y quizá que Berger fuese tras él lo había incitado a intentarlo. El siempre sabía dónde estaba y dónde no estaba alguien, repetía Benton, no dejaba de hablar de él, y no dejaba de preguntar a Scarpetta si estaba herida, si estaba bien.

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