El factor Scarpetta (59 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Marino había llamado a Benton en cuanto vio las ropas, en cuanto se temió su función, y cuando Lanier y Benton vieron al llegar la puerta del garaje abierta, se habían movilizado de inmediato. Estaban en la calle Treinta cuando Hap Judd apareció en la oscuridad y entró en el aparcamiento para subir a la furgoneta. Al verlos, echó a correr y Lanier fue tras él en el preciso instante en que Jean-Baptiste Chandonne salía del interior con Scarpetta.

Benton siguió el pasillo de azulejos blancos, comprobó la antesala, comprobó la sala principal de autopsias. Hap Judd iba armado y estaba muerto, dijo Benton. Bobby Fuller, que Benton creía que era Jean-Baptiste Chandonne, estaba muerto. Al final del pasillo, pasado el ascensor que sube los cuerpos para su identificación por parte de los familiares, vieron manchas de sangre en el suelo, luego un rastro sanguinolento. Una puerta llevaba a la escalera y allí, en el rellano, estaba Filene, y junto a ella un martillo ensangrentado, el tipo de martillo que se utiliza para montar ataúdes de pino. Parecía que habían arrastrado a la guardia de seguridad hasta allí. Scarpetta se acercó y le presionó los dedos a un lado del cuello.

—Llama a una ambulancia —dijo a Benton.

Palpó la herida en la parte posterior de la cabeza, en el lado derecho, donde la hinchazón estaba turbia y ensangrentada. Le levantó los párpados para comprobar las pupilas y la derecha estaba dilatada y fija. La respiración era irregular, el pulso rápido e irregular, y Scarpetta se temió una compresión en la parte inferior del tronco del encéfalo.

—Tengo que quedarme —advirtió a Benton mientras éste pedía ayuda—. Puede que vomite o tenga convulsiones. Necesito mantener sus vías respiratorias despejadas. Estoy aquí —dijo a Filene—. Te pondrás bien. La ayuda está en camino.

Seis días después

E
n la sala conmemorativa de la Dos de Harlem, habían colocado sillas y bancos junto a la máquina de Coca-Cola y la sala de armas, porque en la cocina no había sitio para que todos se sentaran. Scarpetta había traído demasiada comida.

Pappardelle, penne
,macarrones y espaguetis de espinacas y huevo llenaban grandes cuencos en la mesa y los cazos con las salsas se calentaban en la cocina, un ragú con setas, otro con boloñesa y otro con Prosciutto di Parma. La sencilla salsa de tomate de invierno era para Marino, porque le gustaba así en la lasaña y así se lo había pedido, con doble de carne y ricota. Benton quería chuletas de ternera fritas con salsa marsala y Lucy había pedido su ensalada favorita con hinojo, mientras que Berger estaba encantada con el pollo al limón. Un fuerte aroma a parmigiano-reggiano, setas y ajo impregnaba el ambiente, y al teniente Al Lobo le preocupaba controlar a la multitud que esperaban.

—Vendrán todos los policías del distrito. O puede que todo Harlem —dijo, comprobando el pan—. Esto ya está listo.

—Tiene que sonar a hueco si le das golpecitos —indicó Scarpetta, limpiándose las manos en el delantal y echando un vistazo, mientras una oleada de fragante calor subía del horno.

—A mí me suena a hueco.

Lobo se chupó el dedo que había usado para comprobar el pan.

—Usa el mismo método para tantear las bombas —dijo Marino al entrar en la cocina, seguido de cerca por el bóxer
Mac
y el bulldog de Lucy,
Jet Ranger
, el ruido de sus uñas repiqueteando en las baldosas—. Les da unos golpecitos y, si no explotan, vuelve a casa temprano, para él es el pan de cada día. ¿Podemos darles algo? —Marino se refería a los perros.

—No —respondió Lucy en voz alta, desde la sala conmemorativa—. Nada de comida de personas.

Al otro lado de una puerta abierta, ella y Berger colgaban tiras de luces blancas en lo alto de la vitrina que contenía los efectos personales de Joe Vigiano, John D'Allara y Mike Curtin, los miembros de la Dos fallecidos el Once de Septiembre. Sus equipos recuperados de entre las ruinas, un surtido de esposas, llaves, pistoleras, cortaalambres, linternas, anillas y mosquetones para arneses Roco, fundidos y doblados, estaban expuestos en estantes; en el suelo había una sección de una viga de acero del World Trade Center. En las paredes revestidas de madera de arce habían colocado fotografías de los tres hombres y de otros miembros de la Dos fallecidos en servicio, y en la cesta de
Mac
había una colcha con la bandera estadounidense confeccionada por los alumnos de una escuela. La música navideña acompañaba el parloteo de las radios policiales. Scarpetta oyó pasos en la escalera.

Benton había salido con Bonnell a buscar la comida que quedaba por traer: una
mousse
helada de pistacho y chocolate, un bizcocho sin mantequilla, embutidos curados y quesos. Scarpetta se había pasado con el
antipasto
porque se conservaba bien y no hay nada como las sobras cuando los policías están sentados en sus dependencias o trabajando en el garaje, a la espera de una emergencia. Era la tarde del día de Navidad, frío y con algo de nieve, y Lobo y Ann Droiden habían venido de la comisaría sexta; todos se reunían en la Dos porque Scarpetta había decidido celebrar la festividad con todos aquellos que más habían hecho por ella últimamente.

Benton apareció en el umbral con una caja, el rostro enrojecido por el frío.

—L.A. aún está aparcando, ni los polis encuentran sitio por aquí. ¿Dónde lo quieres? —preguntó mientras miraba la mesa y la encimera sin ver espacio libre.

Scarpetta movió varios cuencos.

—Aquí. Por ahora, la
mousse
va a la nevera. Y veo que has traído vino. Bueno, supongo que no ayudará en caso de emergencia. ¿Es legal traer vino aquí? —gritó a quienquiera que la escuchase en la sala conmemorativa, donde Lobo y Droiden estaban con Berger y Lucy.

—Sólo si tiene tapón de rosca o sale de un cartón —replicó Lobo.

—Todo lo que cueste más de cinco pavos es contrabando —añadió Droiden.

—¿Quién está de guardia? —preguntó Lucy—. Yo no, Jaime tampoco. Creo que
Mac
tiene que hacer sus necesidades.

—¿Vuelve a liberar gases? —dijo Lobo.

El bóxer pinto era viejo y artrítico, como
Jet Ranger
, ambos perros de rescate; Scarpetta encontró el paquete de golosinas que había preparado, galletas de espelta y mantequilla de cacahuete. Silbó y los perros corrieron a su lado, no llenos de vida, aunque tampoco habían perdido el entusiasmo. Les ordenó que se sentaran y después los recompensó.

—Ojalá fuera tan fácil con las personas —suspiró, sacándose el delantal—. Vamos, a
Mac
le irá bien un poco de ejercicio —dijo a Benton.

Benton cogió la correa, se pusieron los abrigos y Scarpetta guardó varias bolsas de plástico en el bolsillo. Bajaron con
Mac
por la escalera de madera, cruzaron el inmenso garaje lleno de vehículos y equipos de emergencia donde apenas había espacio para avanzar, y salieron por una puerta lateral. Cruzando la Décima Avenida, junto a la iglesia de Santa María, había un parque. Benton condujo a
Mac
hasta allí porque la hierba escasa y helada era mejor que la acera.

—Comprobación del estado: llevas dos días cocinando.

—Lo sé.

—No quiero mencionarlo ahí dentro, pero van a hablar del asunto toda la noche —añadió mientras
Mac
empezaba a olfatear, tirando de Benton hacia un árbol desnudo, después un arbusto—. Creo que debemos dejar que hablen y dentro de nada irnos a casa. Tenemos que estar a solas. No hemos estado a solas en toda la semana.

Tampoco habían dormido demasiado. Había llevado varios días excavar el sótano de la mansión Starr porque la nariz electrónica, el LABRADOR, se había aplicado a olfatear con la misma diligencia que
Mac
ahora, llevando a Scarpetta por todas partes, alertando de rastros de sangre en descomposición. En un principio se temió que hubiese muchos cadáveres en los dos niveles del sótano donde Rupe Starr había cuidado y guardado sus coches, pero no era así. Sólo Hannah estaba ahí abajo, bajo el cemento de la fosa de engrase, la causa de su muerte no muy distinta de la de Toni Darien, salvo que las heridas de Hannah eran más cuantiosas y pasionales. La habían golpeado dieciséis veces en la cabeza y en la cara, posiblemente con la misma arma utilizada con Toni, una palanca de cambios con un pomo de acero del tamaño y la forma de una bola de billar.

La palanca pertenecía a un vehículo construido artesanalmente, llamado Spyker, que Lucy dijo que Rupe había restaurado y vendido hacía unos cinco años. El ADN recuperado de la palanca tenía numerosas contribuciones, tres de ellas identificadas: Hannah, Toni y la persona que Scarpetta creía que las había matado a golpes, Jean-Baptiste Chandonne, alias Bobby Fuller, un hombre de negocios estadounidense tan ficticio como muchos de los otros alias de Chandonne. Scarpetta no había realizado la autopsia de Chandonne, pero la había presenciado, pues sentía que era importante para su futuro, como lo era para su pasado. El doctor Edison se había hecho cargo del caso y el examen fue como uno más de los realizados en la OCME de Nueva York; Scarpetta no pudo evitar pensar cuánto habría decepcionado eso a Chandonne.

No era más ni menos especial que nadie, tan sólo un cadáver sobre una mesa, únicamente con más huellas de las habituales de cirugía reconstructiva y estética. Las operaciones correctivas le habrían supuesto años de visitas al quirófano y largas convalecencias que debieron de ser una tortura. Scarpetta sólo alcanzaba a imaginar el suplicio de la depilación láser de todo el cuerpo y las coronas en todos los dientes. Aunque quizás a él le había complacido el resultado final, porque por mucho que lo examinó en el depósito, apenas encontró indicios de sus deformidades, sólo cicatrices quirúrgicas como vías ferroviarias que aparecieron al afeitarle la cabeza alrededor de los orificios de entrada y salida de la bala de nueve milímetros que Benton había disparado a la frente de Jean-Baptiste Chandonne.

Jean-Baptiste Chandonne estaba muerto y Scarpetta sabía que era él. El ADN no se equivocaba y ahora tenía la certeza de que nunca lo encontraría en un banco del parque ni en su depósito de cadáveres ni en una mansión ni en ninguna parte, nunca más. Hap Judd estaba muerto y, pese a lo bien que había coreografiado sus parafilias y sus crímenes, se las había arreglado para dejar un buen rastro de ADN: en el reloj BioGraph que Toni había empezado a llevar como parte del estudio de investigación financiado por Chandonne llamado Calígula, en que el padre gánster formado en el MIT la había involucrado; en la vagina de Toni, porque los guantes de látex no son tan infalibles como los condones; en la bufanda roja hallada alrededor de su cuello; en las toallitas de papel que Marino había recogido de la basura de Toni, cuando Hap creyó que borraba cualquier prueba de su presencia en el apartamento, y en dos libritos de crímenes reales que había en un cajón de la mesita de noche de Toni. La teoría era que había sido Hap Judd quien aparecía en las grabaciones de seguridad: su actuación final.

Se había puesto la parka de Toni y unas zapatillas de corredor similares a las de ella, pero se enfundó otros guantes porque Toni llevaba unos de esquiar, los mitones Hestra color verde oliva y habano que había dejado en el asiento delantero del Lamborghini, con un oxímetro inalámbrico para el dedo todavía dentro de uno de ellos. Hap entró en el edificio de Toni utilizando las llaves que había cogido del cadáver y que devolvió después; aunque Scarpetta nunca sabría con certeza lo que Hap tenía en mente, suponía que se trataba de una combinación de propósitos. Quería eliminar cualquier prueba de su relación con ella, y había muchas en el móvil y el portátil de Toni, ambos hallados en el piso de TriBeCa de Judd, junto con la cartera y otras pertenencias de la joven, entre ellas cargadores que sugerían que Toni había pasado cierto tiempo allí. Toni le había escrito cientos de mensajes de texto y él le había enviado por correo electrónico algunos de sus turbadores guiones, que ella guardó en su disco duro. Los mensajes de Judd dejaban claro que su relación debía mantenerse en secreto debido a su condición de famoso. Scarpetta dudaba que Toni llegara a imaginar que las fantasías sexuales de su famoso novio con ella eran tan grotescas como las que escribía y le gustaba leer.

Los individuos que podían dar más información de los Chandonne, su red y todo lo sucedido aún no habían caído en manos del FBI. Dodie Hodge y un Marine prófugo llamado Jerome Wild pronto estarían en la lista de los diez más buscados. Carley Crispin, que había dejado sus huellas dactilares en el BlackBerry de Scarpetta, había contratado a un abogado célebre, ya no aparecía en televisión y probablemente nunca lo haría, sin duda no en la CNN. Las amas de llaves Rosie y Nastya estaban siendo interrogadas y se decía que iban a exhumar a Rupe Starr, pero Scarpetta esperaba que no lo hicieran, porque no creía que fuera de utilidad, sino sólo más sensacionalismo en las noticias. Benton dijo que el elenco de personajes era largo, esos bellacos reclutados por Chandonne, y que llevaría cierto tiempo determinar quiénes eran reales, como Freddie Maestro, y quienes eran tan sólo otra forma y figura de Jean-Baptiste, como el filántropo francés Monsieur Lecoq.

—Buen chico —alabó Scarpetta a
Mac
, agradeciéndole profusamente su deposición.

La recogió con una bolsa de plástico y de nuevo cruzó con Benton la Décima Avenida, la luz del atardecer apenas visible. La nieve caía en pequeños copos que no cuajaban, pero al menos había algo blanco, en palabras de Benton, y era Navidad; y eso era una señal, añadió.

—¿De qué? ¿De limpiar tus pecados? —preguntó Scarpetta—. Y puedes darme esta mano. Simplemente no me des la otra.

Scarpetta le tendió la mano que no llevaba la bolsa de plástico. Benton llamó al interfono de la Dos.

—Si limpiásemos nuestro pecados, ¿qué es lo que quedaría? —inquirió Benton.

—Nada interesante —replicó ella mientras la puerta se abría—. En realidad, tengo la intención de cometer todos los pecados posibles cuando lleguemos a casa esta noche. Considéralo una advertencia, agente especial Wesley.

Arriba, todos se arremolinaron en la pequeña cocina porque Benton abría el vino y lo servía en vasos de plástico, un buen Chianti para quien se lo pudiera permitir. Marino sacó de la nevera refrescos para Lobo y Droiden y una cerveza sin alcohol para él, y ahora que había llegado Bonnell decidieron que era un buen momento para brindar. Pasaron a la sala conmemorativa; Scarpetta entró la última, cargada con una cesta de pan recién hecho.

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