El factor Scarpetta (56 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Capítulo 22

S
carpetta estaba sentada en la estación de trabajo, sola en el laboratorio; Lucy y Marino se habían marchado poco antes para encontrar a Berger y Benton.

Continuó revisando lo que Geffner le enviaba y los datos que se desplazaban por los dos monitores; estudiaba fragmentos con múltiples capas de pintura, uno amarillo cromo, otro rojo de coche de carreras, y los datos que, minuto a minuto, llevaron la vida de Toni Darien a su fin.

—Los restos que recogiste en la herida de la cabeza de Toni Darien y sobre todo del cabello —dijo la voz de Geffner por el manos libres—. Hice una sección transversal de lo que estás viendo, pero aún no he podido montar las muestras en medio Meltmount, así que esto es una aproximación muy somera. ¿Tienes las imágenes?

—Las tengo.

Scarpetta observó los fragmentos de pintura y también las tablas, mapas y multitud de gráficos.

Miles de informes del BioGraph que no podía detener ni volver atrás ni adelantar, no tenía más opción que mirar los datos a medida que el programa de Lucy los mostraba. El proceso no era rápido ni fácil, además de ser confuso. El problema era Calígula. No tenían el software que se había desarrollado con el expreso propósito de agregar y manipular la galaxia de datos recogidos por los dispositivos BioGraph.

—El fragmento amarillo cromo es pintura de base de aceite, una melanina acrílica y resina alquídica, de un vehículo más antiguo —explicaba Geffner—. Y luego está el fragmento rojo. Es mucho más nuevo, pues los pigmentos son tintes de base orgánica y no metales pesados inorgánicos.

Scarpetta llevaba veintisiete minutos siguiendo a Toni Darien por la casa de Hannah Starr; los minutos de Toni Darien, desde las tres y veintiséis hasta las cuatro menos siete minutos de la tarde del pasado martes. Durante ese intervalo, la temperatura ambiental de la mansión de Park Avenue se había mantenido entre los 20 y los 22 grados mientras Toni se desplazaba por diferentes zonas de la casa, a un paso lento y esporádico, su ritmo cardiaco siempre por debajo de 60, como si estuviera relajada; quizá paseaba o charlaba con alguien. Entonces la temperatura empezó a bajar repentinamente. De 20 grados pasó a 18, 17 y cayendo, pero la movilidad siguió constante, de diez a veinte pasos cada quince segundos, un ritmo pausado. Había entrado en alguna estancia más fría de la mansión Starr.

—Es evidente que la pintura no se transfirió del arma, a menos que ésta estuviera pintada con pintura de automóvil —indicó Scarpetta a Geffner.

—Es más probable que se trate de una transferencia pasiva del objeto que la golpeó, o posiblemente del vehículo que transportó el cuerpo.

Dieciséis grados, 15,14 y cayendo mientras Toni seguía desplazándose a un paso lento. Ocho pasos. Tres pasos. Diecisiete pasos. Ningún paso. Un paso. Cuatro pasos. Cada quince segundos. Temperatura 13 grados. Hacía frío. Su movilidad era constante. Andaba y se detenía, quizá charlaba, quizá miraba algo.

—No de la misma fuente, a menos que se trate de otra transferencia pasiva —apuntó Scarpetta—. El fragmento de pintura amarilla es de un vehículo más antiguo, el rojo de otro mucho más nuevo.

—Exacto. Los pigmentos de los fragmentos amarillo cromo son inorgánicos y contienen plomo —dijo Geffner—. Sé que voy a encontrar plomo aunque no he utilizado micro-FTIR ni pirólisis CG/EM. Los fragmentos que ves son fácilmente distinguibles en términos de cronología. La pintura más nueva tiene una capa superior protectora gruesa y una base fina con el pigmento orgánico rojo, y luego tres capas coloreadas de imprimación. El fragmento amarillo carece de capa superior protectora y tiene una base gruesa, luego la imprimación. ¿Un par de fragmentos negros? También son nuevos. Sólo el amarillo es antiguo.

Más gráficos y mapas que se desplazaban lentamente. Las cuatro menos un minuto de la tarde, hora de Toni Darien. Cuatro y un minuto. Cuatro y tres minutos. Pulsioximetría del 99 por ciento, ritmo cardiaco 66, de ocho a dieciséis pasos cada quince segundos, iluminación constante de 300 lux. La temperatura había caído por debajo de los 13 grados. Caminaba por un lugar frío y apenas iluminado. Sus constantes vitales indicaban que no estaba alterada en absoluto.

—¿Cuánto hace que no se utiliza plomo en la pintura? ¿Más de veinte años? —preguntó Scarpetta.

—Los pigmentos de metales pesados son de la década de los setenta, los ochenta o anteriores, son perjudiciales para el medio ambiente. Encaja con las fibras que recogiste de la herida, el cabello y varias zonas de su cuerpo. Fibras sintéticas monoacrílicas teñidas de negro; por ahora he observado al menos quince tipos distintos que asocio con fibras de desecho, material de baja calidad utilizado en las alfombrillas y el tapizado de los maleteros en los coches antiguos.

—¿Hay fibras de un vehículo actual?

—Por lo que he visto hasta ahora, hay muchas fibras como las que he mencionado.

—Lo que encaja con que la trasladaron en un coche, pero no en un taxi amarillo —dedujo Scarpetta.

Las cuatro y diez de la tarde. Hora de Toni Darien, y sucedió algo. Algo súbito, rápido y devastadoramente decisivo. En un margen de treinta segundos, pasó de dos pasos a ninguno y su movilidad se detuvo. No movía los brazos ni las piernas, ninguna parte del cuerpo, y su pulsioximetría había caído: 98 por ciento, después 97. El ritmo cardiaco bajó a 60 pulsaciones.

—Anticipo que lo mencionas por lo que ha aparecido en las noticias —dijo Geffner—. La antigüedad media de un taxi de Nueva York es de menos de cuatro años. Ya te imaginarás los kilómetros que llevan esos trastos. No es probable, en realidad es muy improbable, que el fragmento de pintura amarilla provenga de un taxi. Pertenece a un vehículo antiguo, no me preguntes cuál.

Las cuatro y dieciséis minutos. Hora de Toni Darien. Volvió a desplazarse, pero no andaba; el podómetro de su reloj registraba cero pasos. Se desplazaba sin andar, probablemente no estaba de pie. Alguien la movía. La pulsioximetría era del 95 por ciento, el ritmo cardiaco, 57. La temperatura ambiente y la iluminación eran las mismas. Estaba en la misma zona de la mansión y agonizaba.

—Otro rastro es óxido. Y partículas microscópicas como arena, piedras, arcillas, materia orgánica en descomposición, además de algunas partes y trozos de insecto. En otras palabras, porquería.

Scarpetta imaginó a Toni Darien atacada por la espalda, un único golpe contundente en la parte posterior izquierda de la cabeza. Se desplomó al instante, cayó al suelo. Ya no estaba consciente. A las cuatro y veinte de la tarde, la saturación de oxígeno en su sangre era del 94 por ciento y su ritmo cardiaco era de 55. Se desplazaba de nuevo. Había mucho movimiento, pero no daba ningún paso. No andaba. Alguien la movía.

—... Puedo enviarte imágenes de esto —decía Geffner, y Scarpetta apenas escuchaba—. Polen, fragmentos de cabello que muestran daños por insectos, materia fecal de insecto y, claro está, ácaros. Montones por todo el cuerpo, y dudo que vengan de Central Park. Quizá de aquello en que la transportaron. O de algún sitio con mucho polvo.

Los gráficos se desplazaban. Picos y descensos en las actigrafías. Movimiento constante cada quince segundos, minuto tras minuto. Alguien la movía de forma repetitiva, rítmica.

—... que son arácnidos microscópicos y esperaría encontrar un buen número de ellos en una vieja alfombra o en una habitación con mucho polvo. Los ácaros mueren si no tienen con qué alimentarse, como células epiteliales muertas, que es lo que buscan principalmente en el interior de las casas.

Cuatro y veintinueve minutos. Hora de Toni Darien. Pulsioximetría del 93 por ciento, ritmo cardiaco de 49 pulsaciones por minuto. Toni entraba en hipoxia, la baja saturación de oxígeno en sangre empezaba a afectar al cerebro que se hinchaba y sangraba por la lesión catastrófica. Picos en la actigrafía, su cuerpo se movía con un ritmo de ondas y líneas, una pauta repetitiva a lo largo de un periodo extenso medido en segundos, en minutos.

—... En otras palabras, polvo casero...

—Gracias. Tengo que colgar —dijo Scarpetta a Geffner, mientras colgaba el teléfono.

El laboratorio quedó en silencio. Los gráficos y los mapas se desplazaban en dos grandes pantallas planas. Scarpetta permaneció sentada, hipnotizada por el ritmo que continuaba aunque ahora era distinto, discontinuo, extremo a intervalos y después nada, y luego empezaba de nuevo. A las cinco de la tarde, hora de Toni Darien, su pulsioximetría era del 79 por ciento, su ritmo cardíaco 33. Estaba en coma. Un minuto después el actígrafo mostraba una línea recta, porque el movimiento había cesado. Cuatro minutos después no había movimiento alguno y la iluminación ambiente disminuyó súbitamente de trescientos lux a menos de uno. Alguien había apagado las luces. A las cinco y catorce minutos de la tarde, Toni Darien murió en la oscuridad.

Lucy abrió el maletero del coche de Marino mientras Benton y una mujer salían de un todoterreno negro y cruzaban rápidamente Park Avenue. Pasaban de las cinco de la tarde, había oscurecido, hacía frío y un viento racheado agitaba la bandera que dominaba la entrada de la mansión Starr.

—¿Novedades? —preguntó Benton, subiéndose el cuello del abrigo.

—Hemos dado una vuelta por si veíamos algo por las ventanas, para detectar cualquier tipo de actividad en el interior. De momento, nada —respondió Marino—. Lucy cree que hay un emisor de interferencias y creo que deberíamos entrar a saco, sin esperar a la ESU.

—¿Por qué? —preguntó a Lucy la silueta oscura de la mujer.

—¿Te conozco? —Lucy estaba tensa y desagradable, con los nervios de punta.

—Marty Lanier, FBI.

—He estado aquí antes —dijo Lucy mientras abría la cremallera de una bolsa y abría un cajón en la TruckVault que Marino se había instalado en el maletero—. Rupe odiaba los móviles y estaban prohibidos en su casa.

—Espionaje industrial... —empezó a sugerir Lanier.

Lucy la interrumpió.

—Los aborrecía, los consideraba de mala educación. Si estabas dentro e intentabas usar el teléfono o conectarte a Internet, no tenías señal. Rupe no se dedicaba al espionaje; le preocupaba que otros lo hicieran.

—Es probable que haya muchas zonas muertas ahí dentro —dijo Benton del edificio de caliza de altas ventanas y balcones de hierro forjado que recordaban los
hôtels particuliers
, las majestuosas viviendas privadas que Lucy asociaba con el corazón de París, con la Île Saint-Louis.

Lucy estaba familiarizada con el
hôtel
Chandonne habitado por la nobleza corrupta de la que descendía Jean-Baptiste. La mansión Starr era similar en estilo y escala; Bonnell y Berger se encontraban en alguna parte de su interior y Lucy haría cuanto fuera necesario para entrar y encontrarlas. A escondidas, introdujo en la bolsa un abrepuertas hidráulico y luego, a la vista de todos, metió el monocular de visión térmica que había regalado a Marino por su cumpleaños, básicamente una versión manual de la FLIR que tenía en su helicóptero.

—Por mucho que odie las consideraciones políticas... —dijo Lanier entonces.

—Es un punto de vista válido —terció Benton, su voz crispada por la impaciencia, ansioso y exhausto—. Echamos la puerta abajo y los encontramos sentados en la sala, tomando café. Mi mayor preocupación es si nos enfrentamos a la situación con rehenes y la empeoremos. No voy armado.

Esto último se lo dijo a Marino; lo dijo como una acusación.

—Ya sabes lo que tengo —dijo Marino a Lucy, una instrucción tácita.

La agente especial Lanier actuó como si no hubiese oído el intercambio de palabras ni viese que Lucy cogía una bolsa negra del tamaño de una raqueta de tenis, aunque tenía bordadas las letras Beretta CX4. Se la tendió a Benton, que se la colgó del hombro, y Lucy cerró el maletero. No sabían quién había en la mansión o en sus proximidades, pero esperaban a Jean-Baptiste Chandonne. Chandonne era o bien Bobby Fuller o bien otra persona, y no trabajaba solo, sino con otros que obedecían sus órdenes, que eran malvados y que caerían todo lo más bajo posible. Si Benton se encontraba con alguno de ellos, no iba a defenderse con los puños, sino con una carabina compacta que disparaba balas de nueve milímetros.

—Recomiendo que llamemos a la ESU y que traigan al equipo de asalto.

Lanier era cauta, no quería decir a la policía de Nueva York cómo debía hacer su trabajo.

Marino no le hizo el menor caso y miró fijamente la casa mientras preguntaba a Lucy:

—¿Y cuándo fue eso? ¿Cuándo estuviste aquí y viste el sistema de bloqueo?

—Hace un par de años. Rupe lo tenía, como mínimo, desde principios de los noventa. La clase de sistema de gran potencia que puede paralizar bandas de radiofrecuencia de entre veinte y tres mil megahercios. Las radios de la policía de Nueva York son de ochocientos megahercios y no valdrían ni una mierda ahí dentro, ni tampoco los teléfonos móviles. ¿Un pequeño consejo táctico? Estoy de acuerdo. —Miró a Lanier—. Trae aquí a los de la ESU, al equipo A, porque echar la puerta abajo no es la parte difícil. Lo difícil es qué haces si encuentras resistencia, porque no sabes qué coño está pasando ahí dentro. Si entras ahí por tu cuenta, puede que te vuelen el culo, o que te crucifiquen los tuyos. Tú eliges.

Lucy era la voz sosegada de la razón porque por dentro estaba gritando y no tenía ninguna intención de esperar.

—¿En qué frecuencia estás si veo a alguien? —preguntó a Marino.

—Tac I.

Lucy se dirigió rápidamente hacia Central Park South y al doblar la esquina echó a correr. En la parte posterior de la mansión había un sendero adoquinado que llevaba a la puerta de un garaje, de madera pintada de negro, que se abría hacia la izquierda; cerca había un poli uniformado que Lucy había visto antes. Examinaba los arbustos con una linterna, las cuatro plantas de la vivienda a oscuras, ni una ventana iluminada.

—Haremos lo siguiente —le dijo Lucy mientras abría la cremallera de la bolsa y sacaba el monocular de visión térmica—. Me quedaré aquí y comprobaré las ventanas, por si encuentro alguna fuente de calor. Será mejor que vayas delante. Piensan echar la puerta abajo.

—Nadie me ha llamado.

El policía se la quedó mirando, sus rasgos indistinguibles bajo la luz irregular de las farolas. Con educación, decía a la empollona informática de Berger que se fuera a la mierda.

—El equipo A está en camino y nadie va a llamarte. Puedes confirmarlo con Marino, está en Tac Ida. —Lucy encendió el monocular y lo enfocó a las ventanas, que adquirieron un tono verdoso por los infrarrojos mientras las cortinas parecían manchas de color blanco grisáceo—. Quizás irradie calor de los pasillos —dijo mientras el policía se alejaba.

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