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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (24 page)

—El 11 de septiembre los de la Dos perdieron a tres colegas, Vigiano, D'Allara y Curtin, y al artificiero Danny Richards —dijo Marino—. No se ve desde aquí, pero sus nombres están pintados en el camión antibombas, en todos los camiones de la Dos. En las dependencias tienen una pequeña sala conmemorativa, un santuario con algunas piezas del equipo que se recuperaron con los cuerpos: llaves, linternas, radios, algunas fundidas. Sientes algo distinto cuando ves la linterna fundida de un tipo, ¿sabéis?

Scarpetta llevaba cierto tiempo sin ver a Marino. Inevitablemente, siempre que venía a Nueva York estaba frenética y con una agenda apretadísima. No se le había ocurrido que él pudiera sentirse solo. Se preguntó si tendría problemas con su novia, Georgia Bacardi, una detective de Baltimore con quien había empezado una relación seria el año anterior. Quizá la relación había terminado o estaba en proceso de hacerlo, lo que no era una gran sorpresa. Las relaciones de Marino solían tener la misma esperanza de vida que una mariposa. Ahora Scarpetta se sentía aún peor. Se sentía mal por haber subido un paquete a su casa sin examinarlo antes y se sentía culpable con Marino. Debía llamarlo cuando estaba en la ciudad. Debía seguir en contacto con él aunque no estuviese, una simple llamada o un correo electrónico de vez en cuando.

La artificiera había llegado al camión y sus pies, enfundados en las botas, se aferraron al serrado de la rampa a medida que subía. Era difícil ver más allá de Marino, la ventanilla del coche y la calle, pero Scarpetta reconoció lo que sucedía, no era ajena al procedimiento. La técnica artificiera depositaría la bolsa en la bandeja y la deslizaría al interior del tanque de contención. Con el cabrestante replegaría el cable de acero que devolvería la enorme tapa de acero a la abertura circular y luego colocaría de nuevo la abrazadera y la tensaría, probablemente con las manos sin enguantar. Como mucho, los artificieros llevaban guantes finos de Nomex o quizá de nitrilo para protegerse del fuego o de posibles sustancias tóxicas. Cualquier material muy acolchado imposibilitaría ejecutar la tarea más simple y, de todos modos, no salvaría ningún dedo en caso de detonación.

Cuando la artificiera hubo terminado, otros policías y el teniente Lobo se reunieron en la parte posterior del camión, devolvieron la rampa a su sitio, cubrieron el tanque de contención con la lona y la ataron. El camión se alejó hacia el norte por la calle cerrada escoltado por coches patrulla, el convoy un mar agitado de rápidos fogonazos de luz rumbo a la carretera del West Side. De ahí seguiría una ruta segura hasta el campo de tiro de la policía en Rodman's Neck, probablemente por la Cross Bronx y la 95 Norte, lo que mejor protegiese al tráfico, los edificios y los peatones de ondas expansivas, riesgo biológico, radiación y metralla, en caso de que el artilugio estallase durante el traslado y pudiese con el tanque de contención.

Lobo se dirigía hacia ellos. Cuando llegó al coche de Marino, subió atrás con Benton, y con él entró una ráfaga de aire frío mientras decía:

—He enviado imágenes de las cámaras de seguridad a tu correo.

Cerró la puerta.

Marino empezó a teclear en el Toughbook que descansaba en un pedestal entre los asientos delanteros, el mapa de White Plains sustituido por una pantalla que le solicitaba su nombre de usuario y la contraseña.

—El tipo de FedEx tiene un tatuaje interesante —dijo Lobo, inclinándose hacia delante mientras mascaba chicle. Scarpetta olió a canela—. Uno grande a la izquierda del cuello, cuesta distinguirlo por la piel oscura.

Marino abrió un correo electrónico y su archivo adjunto. La imagen fija de un vídeo de seguridad llenó la pantalla, un hombre con gorra FedEx que caminaba hacia el conserje.

Benton cambió de posición para verlo mejor y dijo:

—No, ni idea. No lo reconozco.

El hombre tampoco le resultaba familiar a Scarpetta. Afroamericano, pómulos altos, barba y bigote, la gorra de FedEx calada hasta unos ojos tapados por gafas de espejo. El cuello del abrigo negro de lana ocultaba parcialmente un tatuaje que le cubría el lado izquierdo del cuello y llegaba hasta la oreja, un tatuaje de calaveras. Scarpetta contó ocho pero no alcanzó a ver sobre qué se amontonaban, sino sólo una línea de algo inidentificable.

—¿Puedes ampliarlo? —Scarpetta señaló el tatuaje y lo que parecía el extremo de una caja que con un clic del
trackpad
aumentó de tamaño—. Quizás un ataúd. Cráneos humanos amontonados en un ataúd. Lo que hace que me pregunte de inmediato si este hombre sirvió en Irak o Afganistán. Calaveras, esqueletos, esqueletos que salen de ataúdes, lápidas. Monumentos conmemorativos a soldados caídos en combate, en otras palabras. Por lo general cada cráneo representa a un compañero fallecido. Estos tatuajes se han vuelto muy populares últimamente.

—El RTCC puede hacer una búsqueda —dijo Marino—. Si este tipo está en la base de datos por algún motivo, quizá lo encontremos gracias al tatuaje. Tenemos toda una base de datos de tatuajes.

El intenso aroma a canela volvió, lo que a Scarpetta le trajo a la memoria escenas de incendios, la sinfonía de olores inesperados en lugares que habían ardido hasta los cimientos. Lobo le tocó el hombro y dijo:

—Así que nada de este tipo le resulta familiar. No le evoca nada.

—No —respondió ella.

—A mí me parece un cabronazo —añadió Lobo.

—El conserje, Ross, ha dicho que no vio en él nada que resultara alarmante —dijo Scarpetta.

—Ya, eso es lo que ha dicho. —Masticando chicle—. Claro que también consiguió el empleo después de que lo despidieran de otro edificio, por dejar la conserjería desatendida. Al menos ha sido sincero respecto a eso. Aunque se le ha olvidado mencionar que el pasado marzo se le acusó de posesión de una sustancia controlada.

—¿Seguro que no está relacionado con este tipo? —Benton se refería al hombre que se veía en la pantalla.

—No estoy seguro de nada. —Lobo señaló al hombre del cuello tatuado—. Pero no creo que este tipo sea un empleado de FedEx, por mencionar lo obvio. Puedes comprar gorras como ésa en eBay, sin problemas. O hacerte una. ¿Y cuando regresaba andando de la CNN? ¿Vio a alguien, sobre todo a alguien que por lo que fuera le llamase la atención?

—Un indigente que dormía en un banco es todo lo que se me ocurre.

—¿Dónde? —preguntó Benton.

—Cerca de Columbus Circle. Ahí mismo.

Scarpetta se volvió y señaló con el dedo.

Vio que los vehículos de emergencias y los curiosos se habían ido, los focos halógenos estaban apagados y la calle volvía a la incompleta oscuridad. Pronto se restablecería el tráfico, los vecinos volverían al edificio y los conos, las barreras y la cinta amarilla desaparecerían como si nada hubiese pasado. No conocía ninguna otra ciudad donde las emergencias se manejasen con tanta rapidez y el orden habitual se restableciera igual de rápido. Lecciones del 11—S. Experiencia a un precio terrible.

—Ahora no hay nadie en la zona. Nadie en ningún banco, pero toda esta actividad los habrá ahuyentado. ¿Nadie más le llamó la atención cuando volvía a casa? —insistió Lobo.

—No.

—Pregunto porque, a veces, a los que dejan paquetes antisociales les gusta quedarse a mirar o aparecer después del hecho, para ver el daño que han causado.

—¿Hay otras fotos? —preguntó Benton, su aliento rozando la oreja de Scarpetta y revolviéndole el cabello.

Marino abrió otras dos imágenes fijas y las colocó una junto a la otra; mostraban al hombre del tatuaje de cuerpo entero, dirigiéndose a conserjería y alejándose.

—No lleva el uniforme de FedEx —observó Scarpetta—. Unos simples pantalones oscuros, botas negras y abrigo negro abrochado hasta el cuello. Y guantes, y creo que Ross estaba en lo cierto. Creo ver algo de pelo, quizás estuviesen forrados de pelo de conejo.

—Sigue sin sonarme de nada —admitió Lobo.

—Ni a mí —dijo Benton.

—Ni a mí —añadió Scarpetta.

—Bien, sea quien sea, o es el mensajero o el remitente, y la pregunta de la noche es si conoce a alguien que quisiera herirla o amenazarla —dijo Lobo.

—Específicamente, no.

—¿Y en general?

—En general, podría ser cualquiera.

—¿Ha recibido algún correo extraño de un admirador, en su despacho en Massachusetts o aquí, en la oficina del forense? ¿Quizás en la CNN?

—No se me ocurre nada.

—A mí, sí. La mujer que te ha llamado esta noche al programa. Dodie —intervino Benton.

—Exacto —dijo Marino.

—¿Exacto? —preguntó Lobo.

—Dodie Hodge, una antigua paciente en McLean's. —Marino nunca pronunciaba correctamente el nombre del hospital. No había una «s» con apostrofe, nunca la había habido—. Aún no la he investigado en el RTCC porque me ha interrumpido el pequeño incidente de la doctora.

—No la conozco —afirmó Scarpetta, pero al recordar a la persona que había mencionado a Benton por su nombre, refiriéndose a un artículo que él nunca había escrito, sintió náuseas de nuevo. Se volvió hacia Benton y dijo—: No voy a preguntar.

—No puedo decir nada —respondió él.

—Permíteme, ya que me importa un carajo proteger a chalados —dijo Marino a Scarpetta—. Esta señora en concreto sale de McLean's y Benton recibe una felicitación musical navideña con su voz, que también se dirige a ti; y a continuación llama a la tele en directo y alguien te envía un paquete.

—¿Es eso verdad? —preguntó Lobo a Benton.

—No puedo verificarlo y nunca he dicho que haya sido paciente de McLean.

—¿Vas a decirnos que no lo ha sido? —presionó Marino.

—Tampoco voy a decir eso.

—Bien, veamos: ¿Sabemos si esta paciente, Dodie Hodge, está en la zona, quizás en la ciudad, ahora mismo?

—Tal vez.

—¿Tal vez? ¿No crees que tendríamos que saber si lo está? —preguntó Marino.

—No, a menos que sepamos con certeza que ha hecho algo ilegal o es una amenaza. Ya sabes cómo funciona esto.

—Oh, por Dios. Normas para proteger a todo el mundo, salvo a las personas inocentes. Sí, sé cómo funciona —dijo Marino—. Chalados y menores. Ahora tenemos niños de ocho años que disparan a la gente. Pero ante todo hay que proteger su confidencialidad.

—¿Cómo entregaron la felicitación musical? —quiso saber Lobo.

—FedEx. —Benton alcanzó a decir eso—. No afirmo que guarde relación. Tampoco afirmo lo contrario. No lo sé.

—Lo comprobaremos con la CNN, averiguaremos la procedencia de la llamada de Dodie Hodge al programa. Necesito una grabación del programa, y tendremos que encontrarla y hablar con ella. ¿Algún motivo para considerarla peligrosa? —preguntó a Benton—. Qué más da. No puede hablar de ella.

—No, no puedo.

—Bien. Cuando haga saltar a alguien por los aires, quizás entonces sí —comentó Marino.

—No sabemos quién dejó el paquete, salvo que es un varón negro con un tatuaje en el cuello —dijo Benton—. Y no sabemos qué contiene el paquete. No sabemos si se trata de un artefacto explosivo.

—Sabemos lo suficiente para intranquilizarnos —replicó Lobo—. Lo que hemos visto por rayos X: algunos cables, pilas de botón, un microinterruptor y, lo que me preocupa de verdad, un pequeño recipiente transparente, una especie de tubo de ensayo con cierto tipo de tapón. No se ha detectado radiación, pero no hemos utilizado ningún otro equipo de detección, no hemos querido acercarnos tanto.

—Estupendo —dijo Marino.

—¿Has olido algo? —preguntó Scarpetta.

—No me he acercado —respondió Lobo—. Los que han subido a vuestra planta han trabajado desde la escalera y la técnica que ha entrado en el piso llevaba un traje de contención integral. No iba a oler nada, a menos que el olor fuese muy intenso.

—¿Os encargaréis del paquete esta noche? ¿Para que sepamos qué cojones contiene? —preguntó Marino.

—No desactivamos artefactos de noche. Droiden, que también es técnica en materiales peligrosos, se dirige a Rodman's Neck y pronto estará allí para proceder al traslado del tanque de contención a un polvorín. Utilizará detectores para determinar si existe riesgo de contaminación química, biológica, radiológica o nuclear, si hay gases que se puedan neutralizar sin peligro. Como he dicho, no se han disparado las alarmas de riesgo radiactivo y no hay evidencias de polvo blanco, pero no sabemos. Los rayos X han mostrado un recipiente con forma de vial que obviamente puede contener algo, lo cual es motivo de preocupación. El paquete permanecerá cerrado en un polvorín y nos encargaremos del asunto a primera hora de la mañana, neutralizándolo para ver a qué nos enfrentamos.

—Tú y yo nos mantendremos en contacto —dijo Marino a Lobo cuando éste salía del coche—. Seguramente pasaré la noche en el RTCC, para ver qué encuentro de esa chalada de Dodie, del tatuaje y lo que surja.

—Perfecto.

Lobo cerró la puerta.

Scarpetta lo vio alejarse en dirección a un todoterreno azul oscuro. Se metió las manos en los bolsillos, en busca del teléfono, y recordó que aquél no era su abrigo y que no tenía el BlackBerry.

—Tenemos que asegurarnos de que Lucy no oye esto en las noticias o lee un informe de la Oficina de Gestión de Emergencias.

Esta oficina publicaba constantes actualizaciones en Internet y el personal con necesidad de información tenía acceso a informes de todo tipo, desde tapas de alcantarilla perdidas hasta homicidios. Si Lucy veía que habían enviado la brigada de artificieros a Central Park West, se preocuparía innecesariamente.

—Cuando lo he comprobado por última vez, seguían volando. Puedo llamarla al teléfono del helicóptero —dijo Marino.

—La llamaremos cuando volvamos al piso.

Benton quería salir del coche. Quería alejarse de Marino.

—No llames al teléfono del helicóptero, no necesita distraerse mientras vuela —advirtió Scarpetta.

—Os propongo que entréis e intentéis relajaros, y yo contactaré con ellas. De todos modos, tengo que informar a Berger de lo sucedido.

Scarpetta creía encontrarse bien hasta que Benton abrió la puerta del piso.

—Maldita sea —exclamó, quitándose el anorak de esquí y arrojándolo sobre una silla, de pronto tan enfadada que a punto estuvo de gritar.

La policía había sido considerada, tan sólo había la huella de un pie en el suelo de madera y su bolso estaba en la mesa de la entrada, donde lo había dejado antes de ir a la CNN. Pero la escultura millefiori que había visto elaborar a un maestro vidriero de la isla veneciana de Murano no estaba en su sitio. No estaba en la mesa de centro, sino en la mesa con tablero de piedra que había junto al sofá, y así se lo señaló a Benton, que no dijo palabra. Sabía cuándo guardar silencio, y éste era uno de esos momentos.

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