El factor Scarpetta (21 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

—No miro las listas de
Forbes
—replicó Scarpetta. No sabía la respuesta. Lucy nunca había sido muy comunicativa en cuanto a sus finanzas y Scarpetta no le había preguntado. Añadió—: No hablo de mi familia.

—Hay muchas cosas de las que no hablas.

—Y ya hemos llegado. —Estaban ante el edificio de Scarpetta—. Cuídate, Carley. Que pases unas felices fiestas y un feliz año nuevo.

—El trabajo es el trabajo, ¿verdad? Todo vale. No olvides que somos amigas.

Carley la abrazó. Nunca lo había hecho antes.

Scarpetta entró en el vestíbulo de mármol de su edificio. Buscó las llaves en los bolsillos del abrigo y recordó que le parecía que era allí donde había visto el BlackBerry por última vez. ¿Estaba en lo cierto? No lograba recordarlo e intentó reconstruir lo que había hecho esa noche. ¿Había utilizado el teléfono, lo había llevado a la CNN y se lo había olvidado en alguna parte? No, estaba convencida de que no era así.

—Lo ha hecho muy bien en la tele. —El conserje, joven, recién contratado y elegante con su pulcro uniforme azul, le sonrió—. Carley Crispin se lo ha hecho pasar mal, ¿eh? Yo, en su lugar, me hubiera puesto como una moto. Acaba de llegar algo para usted.

Buscó detrás del mostrador. Scarpetta recordó que se llamaba Ross.

—¿Acaba de llegar? ¿A esta hora?

Entonces recordó que Alex le había enviado una propuesta.

—Nueva York, la ciudad que nunca duerme. —Ross le entregó un paquete de FedEx.

Scarpetta entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta veinte, mientras echaba un vistazo al albarán, para después mirarlo más detenidamente. Buscó la confirmación de que el paquete era de Alex, de la CNN, pero no constaba la dirección del remitente y su propia dirección estaba escrita de un modo harto inusual:

DOCTORA KAY SCARPETTA

JEFA FORENSE DE GOTHAM CITY

111 CENTRAL PARK WEST USA 10023

Referirse a ella como jefa forense de Gotham era sarcàstico. Era estrambótico. La caligrafía era tan precisa que parecía una fuente generada por ordenador, pero Scarpetta vio que no era así y casi intuyó una inteligencia burlona guiando la mano que sostenía la pluma. Se preguntó cómo sabía la persona en cuestión que ella y Benton tenían un piso en este edificio. Sus direcciones y sus números de teléfono no constaban en ninguna parte y advirtió con creciente alarma que el comprobante del remitente seguía unido al albarán. El paquete no lo había transportado FedEx. «Dios mío, no permitas que esto sea una bomba.»El ascensor era antiguo, con puertas adornadas de latón y techo de madera tallada, y subía terriblemente despacio. Scarpetta imaginó una explosión sorda, que caía por el negro hueco y se estrellaba en el fondo. Notó un desagradable olor químico, como a alquitrán o a acelerante con base de petróleo, dulce pero repugnante. Combustible diésel. DPPP y peróxido de acetona, C4 y nitroglicerina. Olores y peligros que ella conocía de cuando enseñaba a investigar explosiones a finales de los años noventa, cuando Lucy era una agente especial de la ATF, la agencia de alcohol, tabaco, armas de fuego y explosivos, cuando Scarpetta y Benton eran miembros de su Equipo Internacional de Respuesta. Antes de que Benton estuviese muerto y luego vivo de nuevo.

Cabello plateado, carne y hueso chamuscado, el reloj Breitling en una sopa de agua tiznada en la escena del incendio en Filadelfia, donde ella sintió que su mundo terminaba. Lo que había creído que eran los restos de Benton. Sus efectos personales. No sólo lo sospechó, no tuvo duda de que él estaba muerto porque se suponía que no tenía que dudarlo. El olor sucio y nauseabundo del incendio provocado y los acelerantes. El vacío abriéndose ante ella, impenetrable y eterno, nada quedaba que no fuese aislamiento y dolor. Temió la nada porque ya la había sentido. Año tras año de inexistencia, su cerebro fortaleciéndose, pero no su corazón. ¿Cómo describirlo? Benton todavía se lo preguntaba, pero no a menudo. Se había ocultado del cártel Chandonne, del crimen organizado, de la escoria asesina y, por supuesto, así también la había protegido a ella. Si él estaba en peligro, ella estaba en peligro. Como si ella hubiera estado menos en peligro, con él lejos. Pero tampoco le habían preguntado. Mejor si todos creían que Benton estaba muerto, habían dicho los federales. «Dios, por favor, que esto no sea una bomba.» Olor a petróleo, a asfalto. El olor fétido del alquitrán, del ácido nafténico, del napalm. Le lloraban los ojos. Tenía náuseas.

Las puertas de latón se abrieron y movió el paquete el mínimo posible. Le temblaban las manos. No podía dejarlo en el ascensor. No podía dejarlo en el suelo, no podía deshacerse de él sin poner en peligro a los otros residentes o empleados del edificio. Sus dedos manejaron nerviosamente las llaves mientras se le aceleraba el corazón e hipersalivaba, con la respiración entrecortada. Metal contra metal. La fricción, la electricidad estática, podía activarlo. Respira hondo, despacio, y mantén la calma. Abrió la puerta del piso con un clic sorprendentemente ruidoso. «Por favor, Dios, que esto no sea lo que creo que es.»

—¿Benton?

Entró, dejando la puerta abierta de par en par.

—¿Hola? ¿Benton?

Depositó cuidadosamente el paquete de FedEx en el centro de la mesita de la sala desierta, entre obras de arte y muebles estilo misión. Imaginó la onda expansiva de las ventanas, la explosión de una enorme bomba de cristal y la lluvia de esquirlas, afiladas como cuchillas, bajando veinte plantas. Cogió una escultura de cristal, un cuenco ondulado de colores vibrantes, y la sacó de la mesita; la depositó en el suelo, asegurándose de que el camino entre el paquete de FedEx y la puerta quedaba despejado.

—Benton, ¿dónde estás?

Había una montaña de papeles en su sillón reclinable Morris, junto a unas ventanas con vistas a las luces del Upper West Side y al río Hudson. A lo lejos, los aviones parecían ovnis sobre las pistas de aterrizaje de Teterboro. Probablemente Lucy estaría pilotando su helicóptero, rumbo a Nueva York, al condado de Westchester. A Scarpetta no le gustaba que Lucy volase de noche. Si fallaba el motor podía auto-rotar, pero ¿cómo iba a ver dónde aterrizar? ¿Y si le fallaba el motor en una zona de kilómetros de árboles?

—¡Benton!

Scarpetta cruzó el pasillo y se dirigió al dormitorio principal. Respiraba hondo y tragaba repetidamente para intentar enlentecer el corazón y calmar las entrañas. Oyó la cadena del retrete.

—¿Qué le pasa a tu teléfono, joder? —Después de su voz, Benton apareció en el umbral del dormitorio—. ¿Te ha llegado alguno de mis mensajes? ¿Kay? ¿Qué diantres pasa?

—No te acerques más.

Benton aún vestía su traje de sencilla franela azul, nada que sugiriese dinero porque nunca llevaba nada caro en las salas de reclusos o en las unidades forenses, se cuidaba de lo que telegrafiaba a los reclusos o a los pacientes psiquiátricos. Se había quitado la corbata y los zapatos, y la camisa blanca estaba desabrochada en el cuello y por fuera del pantalón. El aspecto del cabello plateado era el que solía tener cuando se había estado pasando los dedos repetidamente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él, sin moverse del umbral—. Ha pasado algo, ¿qué?

—Coge tus zapatos y el abrigo —dijo Scarpetta, carraspeando, desesperada por lavarse las manos con una solución de lejía, descontaminarse, darse una prolongada ducha caliente, quitarse capas de maquillaje, lavarse el pelo—. No te acerques. No sé qué llevo encima.

—¿Qué ha pasado? ¿Te has encontrado con alguien? ¿Ha sucedido algo? He intentado localizarte.

Benton era una estatua en el umbral, el rostro pálido, los ojos mirando más allá de ella, a la puerta, como si temiese que alguien hubiese entrado con Scarpetta.

—Tenemos que irnos.

El maquillaje de televisión estaba pegajoso, pringoso como el pegamento. Scarpetta olía algo, creía olerlo. Alquitrán, sulfuro, las moléculas atrapadas en el maquillaje, en la laca del cabello, en el interior de la nariz. El olor a fuego y a azufre, a infierno.

—¿La que ha llamado de Detroit? He intentado localizarte —repitió Benton—. ¿Qué pasa? ¿Te han hecho algo?

Scarpetta se quitó el abrigo, los guantes, y los dejó en el pasillo, apartándolos de una patada:

—Tenemos que irnos. Ahora. Un paquete sospechoso. Está en la sala. Trae abrigos calientes para los dos. —«No te marees. No vomites.»

Benton desapareció en el interior del dormitorio y ella lo oyó abrir el armario y el roce de las perchas. Reapareció con un par de botas de montaña, un abrigo de lana y un anorak de esquí que hacía tanto que no llevaba que aún conservaba un tiquet del telesilla colgando de la cremallera. Le tendió el anorak y salieron rápidamente del pasillo. La cara de Benton adquirió una expresión severa al mirar la puerta abierta, el paquete de FedEx en la sala, el cuenco de cristal en la alfombra oriental. «Abre las ventanas para minimizar la presión y el daño en caso de explosión. No, no puedes. No entres en la sala, no te acerques a la mesita. Mantén la calma. Evacúa el piso, cierra la puerta e impide que entren otros. No hagas ruido. No crees ondas expansivas.» Scarpetta cerró la puerta con suavidad, sin usar la llave, para que la policía pudiera entrar. Había dos viviendas más en la planta.

—¿Has preguntado en la portería cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Benton—. No me he movido en toda la noche, nadie ha llamado para decirme que había una entrega.

—Sólo he pensado en los detalles cuando ya estaba en el ascensor. No, no he preguntado. Huele muy raro.

Scarpetta se puso el anorak de Benton, que la sepultó hasta las rodillas. Aspen. ¿Cuándo habían estado allí por última vez?

—¿Qué clase de olor?

—Dulzón, alquitranado, como a huevo podrido. No sé. Quizá lo haya imaginado. Y el albarán, lo que había escrito. No tendría que haberlo subido. Tendría que haberlo dejado en la portería y hacer que Ross saliera, que todos salieran hasta que llegase la policía. Dios, soy una estúpida.

—No lo eres.

—Oh, claro que lo soy. Me he dejado trastornar por Carley Crispin y soy una estúpida redomada.

Llamó al timbre de la vivienda vecina, un piso esquinero propiedad de un diseñador de moda al que Scarpetta sólo había visto de pasada. Eso era Nueva York. Podías vivir puerta con puerta con alguien, durante años, y nunca haber entablado conversación.

—Creo que no está. Últimamente no lo he visto —dijo Scarpetta mientras llamaba al timbre y a la puerta.

—¿Qué ponía en el albarán? —quiso saber Benton.

Le explicó que el comprobante del remitente seguía pegado al albarán, dirigido a ella como jefa forense de Gotham City. Describió la caligrafía poco habitual mientras llamaba una vez más al timbre. Luego fueron a la tercera vivienda, habitada por una anciana que había sido actriz de comedia años atrás, conocida sobre todo por sus apariciones en
El show de Jackie Gleason.
Su marido había fallecido un año antes y eso era todo lo que Scarpetta sabía de ella, de Judy, salvo que tenía un caniche miniatura, muy nervioso, que inició su cacofonía de ladridos en cuanto Scarpetta llamó al timbre. Judy parecía sorprendida, y no particularmente complacida, cuando abrió la puerta. Se interpuso en el umbral, como si ocultase a un amante o a un fugitivo, mientras el perro saltaba y bailaba detrás de sus pies.

—¿Sí? —dijo, mirando socarronamente a Benton, que llevaba puesto el abrigo pero tenía las botas en la mano.

Scarpetta le explicó que necesitaba utilizar su teléfono.

—¿Ustedes no tienen teléfono? —Judy arrastraba un poco las palabras. Tenía buena osamenta, pero la cara ajada. Bebía.

—No podemos utilizar los móviles ni el fijo de nuestro piso y no hay tiempo para explicárselo. Tenemos que usar su línea fija.

—¿Mi qué?

—El teléfono fijo, y usted tiene que bajar con nosotros. Es una emergencia.

—Ni hablar. Yo no voy a ninguna parte.

—Me han entregado un paquete sospechoso. Tenemos que utilizar su teléfono y hay que evacuar toda la planta cuanto antes —explicó Scarpetta.

—¡Y lo ha subido aquí! ¿Por qué ha hecho eso?

Scarpetta olió el alcohol. A saber qué recetas encontraría en el botiquín de Judy. Depresión irritable, consumo de sustancias, nada por lo que vivir. Ella y Benton entraron en una sala revestida de madera, atestada de antigüedades francesas y porcelanas de Lladró de parejas románticas en góndolas y carruajes, a lomos de caballos y en columpios, besándose y charlando. En un alféizar había una compleja Natividad de cristal y, en otro, varios Santa Claus de Royal Doulton, pero no había luces navideñas, ni árbol, ni menorah, sólo piezas de coleccionista y fotografías de un ilustre pasado que incluía un Emmy en una vitrina con lacado Vernis Martin y escenas de cupidos y amantes pintadas a mano.

—¿Ha pasado algo en su piso? —preguntó Judy mientras el perro ladraba de forma aguda y estridente.

Sin preguntar, Benton descolgó el teléfono que había en una consola dorada. Marcó un número de memoria y Scarpetta apenas dudó de a quién intentaba localizar. Benton siempre manejaba las situaciones con eficacia y discreción, lo que él denominaba «línea directa», conseguir y facilitar información directamente de la fuente, que en este caso era Marino.

—¿Les han subido un paquete sospechoso? ¿Por qué harían eso? ¿Qué clase de seguridad es ésa? —continuó Judy.

—Seguramente no será nada, pero más vale prevenir —le aseguró Scarpetta.

—¿Estás en la central? Bueno, no te molestes con eso ahora —dijo Benton a Marino, añadiendo que había una remota posibilidad de que alguien hubiese entregado un paquete peligroso a Scarpetta.

—Supongo que alguien como usted tendrá a un montón de sonados esperándola ahí fuera. —Judy se puso un abrigo de chinchilla con puños festoneados. El perro saltaba arriba y abajo y ladró con más frenesí en cuanto Judy sacó su correa de un estante de madera de satín.

Benton encorvó el hombro y usó la opción manos libres del teléfono mientras se calzaba las botas:

—No, en el piso de una vecina. No hemos querido utilizar el nuestro y enviar una señal electrónica sin saber qué contiene el paquete. Supuestamente de FedEx. En la mesa de centro. Bajamos ahora mismo.

Colgó y Judy se tambaleó al agacharse para enganchar la correa al collar a juego del caniche, cuero azul y chapa de Hermès, probablemente con el nombre grabado del perro neurótico. Salieron del piso y entraron en el ascensor. Scarpetta detectó el olor químico, acre y dulzón, de la dinamita. Una alucinación. Imaginaciones suyas. Era imposible que oliese a dinamita. No había dinamita.

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