El factor Scarpetta (17 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Agee tecleó con impaciencia la barra espadadora del portátil para reanimarlo y comprobar si había mensajes nuevos en su buzón de la CNN. Nada de interés. Había estado comprobándolo cada cinco minutos y Harvey no respondía. Otra punzada de irritación y ansiedad, esta vez más intensa. Releyó el correo electrónico que Harvey le había enviado antes:

Estimado doctor Agee:

Le he visto en
El informe Crispir
: y no escribo para aparecer en el programa. No quiero atención.

Me llamo Harvey Fahley. Soy testigo del caso de la corredora asesinada que, acabo de ver en las noticias, han identificado como Toni Darien. Esta mañana temprano yo pasaba ante Central Park por la calle Ciento diez y estoy seguro de haber visto que alguien la sacaba de un taxi amarillo. Ahora sospecho que era su cadáver lo que sacaba. Sucedió unos minutos antes de que la encontraran.

A Hannah Starr también se la vio por última vez en un taxi amarillo.

He prestado declaración a la policía, a una investigadora llamada Bonnell, que me ha dicho que no puedo hablar con nadie de lo que he visto. Puesto que usted es psiquiatra forense, confío en que tratará mi información de forma inteligente y estrictamente confidencial.

Evidentemente, lo que me preocupa es si se debe advertir al público, pero no creo que hacerlo sea cosa mía y, de todos modos, no puedo, o tendré problemas con la policía. Pero si alguien más resulta asesinado o herido, no seré capaz de vivir con la conciencia tranquila. Ya me siento culpable por no haberme detenido, en lugar de seguir al volante. Tendría que haberme parado a comprobar cómo estaba ella. Seguramente ya era demasiado tarde, pero ¿y si no hubiera sido así? Todo esto me ha alterado mucho. No sé si visita a pacientes particulares, pero es posible que finalmente necesite hablar con alguien.

Le pido que haga uso de esta información del modo que considere adecuado y correcto, pero que no revele que procede de mí.

Atentamente, HARVEY FAHLEY

Agee entró en la carpeta Elementos enviados y buscó el correo que había escrito como respuesta hacía cuarenta y seis minutos; lo revisó, preguntándose si habría dicho algo que hubiese disuadido a Harvey de que respondiese:

Harvey:

Por favor, facilítame un número de teléfono donde pueda localizarte y manejaremos esto con sensatez. Entretanto, te aconsejo encarecidamente que
no hables de esto con nadie más.

Saludos, doctor WARNER AGEE

Harvey no había respondido porque no quería que Agee lo llamara por teléfono. Eso era lo más probable. La policía le había dicho a Harvey que no hablase, posiblemente se arrepentía de haberse puesto en contacto con Agee para empezar, o quizá no había comprobado su correo electrónico durante la última hora. Agee no encontraba a Harvey Fahley en ningún listado telefónico; había encontrado uno en Internet, pero no estaba activo. Podría haberle dado las gracias, o al menos acusar recibo del correo de Agee. Harvey pasaba de él. Quizá se había puesto en contacto con otra persona. Un pobre control de los impulsos, Harvey divulga la valiosa información a otro y Agee resulta de nuevo burlado.

Apuntó el mando a distancia hacia el televisor, pulsó el botón de encendido y apareció la CNN. Otro anuncio de la aparición de Kay Scarpetta esa noche. Agee consultó su reloj. Faltaba menos de una hora. Un montaje de imágenes: Scarpetta saliendo de un todoterreno blanco del departamento forense, con el maletín de la escena del crimen colgándole al hombro. Scarpetta vestida con un mono de Tyvek blanco desechable en la plataforma de la unidad móvil, un colosal camión con diferentes espacios adaptados para atender catástrofes, como accidentes aéreos; Scarpetta en el plato de la CNN.

«Lo que necesitamos es el Factor Scarpetta, y para eso tenemos a nuestra doctora Kay Scarpetta. El mejor consejo forense en televisión aquí, en la CNN.»

La frase típica de los presentadores antes de pasar a entrevistarla. Agee la escuchó mentalmente, como si la escuchara en su dormitorio mientras miraba el anuncio sin sonido en el televisor sin sonido. Scarpetta y su factor especial, que salvaban el día. Agee observó las imágenes de ella, imágenes de Carley, un anuncio de treinta segundos del programa de esa noche, un programa en el que Agee tendría que haber aparecido. Carley estaba frenética con los índices de audiencia, no estaba segura de durar otra temporada de no producirse un cambio espectacular y, si le retiraban el programa, ¿qué iba a hacer Agee? El era un mantenido, mantenido por mortales inferiores, mantenido por Carley, que no sentía por él lo que él sentía por ella. Si el programa no continuaba, tampoco lo haría Agee.

Agee se levantó de la cama para coger los audífonos intraauriculares que había dejado en la repisa del baño y se miró en el espejo la cara barbuda, las entradas en el cabello gris, miró al hombre que le devolvía la mirada, familiar y desconocido a un tiempo. Se conocía y no se conocía. «¿Quién eres ahora?» Al abrir un cajón vio las tijeras y una navaja de afeitar y las puso en una toalla que empezaba a oler a rancio, encendió los audífonos y el teléfono sonaba. Alguien que volvía a quejarse del televisor. Agee bajó el volumen y la CNN pasó de un ruido blanco apenas discernible a un volumen moderadamente alto que, para las personas con una audición normal, resultaría harto estridente. Volvió a la cama para iniciar los preparativos: sacó dos teléfonos móviles, uno de ellos un Motorola con número de Washington D.C. registrado a su nombre y otro un TracFone desechable por el que había pagado quince dólares en una tienda de electrónica para turistas de Times Square.

Acopló el auricular Bluetooth con el Motorola y conectó el portátil al servicio telefónico web de subtitulado para sordos. Seleccionó «llamadas externas» en la parte superior de la pantalla y tecleó su número de móvil de Washington. Utilizando el móvil desechable, marcó el número 1—800 del servicio web y, después del tono, se le indicó que marcase el número de diez dígitos al que deseaba llamar (su número de Washington) seguido del signo de la libra.

El teléfono desechable que tenía en la mano derecha llamó al móvil Motorola que tenía en la izquierda. Este sonó y él respondió, el teléfono pegado a la oreja izquierda.

—¿Diga? —Con su grave voz habitual, una voz agradable y tranquilizadora.

—Soy Harvey. —Voz nerviosa de tenor, la voz de alguien joven, de alguien muy alterado—. ¿Está solo?

—Sí, estoy solo. ¿Cómo se encuentra? Parece angustiado —dijo Agee.

—Ojalá no lo hubiese visto. —La voz de tenor entrecortada, al borde del llanto—. ¿Lo comprende? No quería ver algo así, verme involucrado. Tendría que haber detenido el coche. Tendría que haber intentado ayudar. ¿Y si ella seguía con vida cuando vi que la sacaban del taxi?

—Cuénteme exactamente lo que vio.

Agee hablaba sensata, razonablemente, cómodamente instalado en su papel de psiquiatra, rotando los teléfonos en su oreja izquierda mientras un mecanógrafo a quien nunca había conocido ni hablado, alguien identificado tan sólo como operador 5622, transcribía en tiempo real la conversación que Agee mantenía consigo mismo. El texto en negrita aparecía en la ventana del navegador de la pantalla de Agee, mientras él hablaba con dos voces distintas en dos diferentes teléfonos, farfullando entre medio para que pareciese una mala conexión mientas el mecanógrafo transcribía sólo su imitación de la parte de Harvey Fahley.

«... Cuando la investigadora hablaba conmigo, dijo algo de que la policía sabía que Hannah Starr estaba muerta por el cabello que se había encontrado, en descomposición (confuso). ¿De dónde? Hum, no lo ha dicho. ¿Quizá ya sabían lo del taxista porque vieron a Hannah subirse a un taxi? Quizá sepan mucho más de lo que han hecho público por las implicaciones, lo malo que sería para la ciudad. Sí, exacto. Dinero (confuso). Pero si el cabello en descomposición de Hannah se encontró en un taxi y nadie ha dado a conocer la información (confuso), mal, está muy mal (confuso). Mire, no le oigo bien (confuso). Y no debería estar hablando con usted. Estoy muy asustado. Tengo que colgar.»

Warner Agee colgó y subrayó el texto, lo copió y lo pegó en un documento de Word. Lo adjuntó a un correo electrónico que en cuestión de segundos aterrizaría en el iPhone de Carley:

Carley:

Adjunto la transcripción de lo que un testigo acaba de contarme en una entrevista telefónica.

Como siempre: no debe publicarse ni emitirse, pues debemos proteger la identidad de la fuente. Pero ofrezco la transcripción como prueba, en caso de que hagan preguntas a la cadena.

WARNER

Hizo clic en Enviar.

El plato de
El informe Crispin
recordaba a un agujero negro. Baldosas acústicas negras, una mesa negra y sillas negras en un suelo negro bajo un entramado de focos pintados de negro. Scarpetta supuso que con ello daban a entender noticias tratadas con sobriedad y drama creíble, que era el estilo de la CNN y exactamente lo que Carley no ofrecía.

—El ADN no es la panacea —dijo Scarpetta en directo—. En ocasiones, ni siquiera es relevante.

—Me deja de piedra. —Carley, vestida de un rosa chicle que desentonaba con su cabello cobrizo, estaba inusualmente animada esa noche—. ¿La forense más reputada no cree que el ADN sea relevante?

—Eso no es lo que he dicho, Carley. Lo que intento explicar es lo que llevo exponiendo desde hace dos décadas: el ADN no es la única prueba y no puede sustituir una investigación meticulosa.

—¡Ya lo han oído! —La cara de Carley, hinchada por los rellenos faciales, y paralizada por el Botox, miró fijamente a la cámara—. El ADN no es relevante.

—Repito que eso no es lo que he dicho. —Doctora Scarpetta. A ver, con sinceridad. El ADN es relevante. De hecho, el ADN podría acabar siendo la prueba más relevante en el caso de Hannah Starr.

—¿Carley...?

—No voy a preguntarle al respecto —la interrumpió Carley alzando la mano, intentando una nueva estratagema—. Cito a Hannah Starr como ejemplo. El ADN podría probar que está muerta.

En los monitores del estudio: la misma fotografía de Hannah Starr que desde hacía semanas circulaba por todas las noticias. Descalza y hermosa, con un escotado vestido blanco de tirantes, sonreía con nostalgia en un paseo junto a la playa, un mar multicolor y palmeras al fondo.

—Y eso es lo que han decidido muchas personas de la comunidad de la justicia penal, aunque usted no vaya a admitirlo en público. Y, al no admitir la verdad —Carley empezaba a sonar acusatoria—, permite que se llegue a conclusiones peligrosas. Si está muerta, ¿no deberíamos saberlo? ¿No debería saberlo Bobby Fuller, su pobre marido? ¿No debería iniciarse una investigación formal por homicidio y conseguirse las órdenes judiciales pertinentes?

En los monitores, otra fotografía que llevaba semanas en circulación: Bobby Fuller y su sonrisa blanqueada, vestido con ropa de tenis, en su Porsche rojo Carrera GT de cuatrocientos mil dólares.

—¿No es cierto, doctora Scarpetta? ¿En teoría, no podría probar el ADN que alguien está muerto? ¿Si se obtiene el ADN de un cabello recuperado en una localización como puede ser un vehículo, por ejemplo?

—El ADN no puede probar que una persona está muerta. El ADN trata de la identidad —dijo Scarpetta.

—El ADN sin duda podría decirnos que el cabello encontrado en un vehículo es, por ejemplo, de Hannah.

—No voy a hacer comentarios.

—Y, además, si el cabello diese muestras de descomposición...

—No puedo hablar de este caso.

—¿No puede o no quiere? ¿Qué es lo que no quiere que sepamos? ¿Tal vez la verdad sea inconveniente, tal vez que expertos como usted estén equivocados sobre lo que realmente le sucedió a Hannah Starr?

Otra imagen reciclada en los monitores. Hannah vestida deDolce & Gabbana, la larga melena rubia peinada hacia atrás, gafas puestas, sentada ante una mesa Biedermeier en un despacho con vistas al Hudson.

—Que su trágica desaparición se deba a un motivo completamente distinto a lo que todos, usted incluida, han supuesto.

Las preguntas de Carley, presentadas como hechos, adquirían el tono de un contrainterrogatorio de F. Lee Bayley.

—Carley, soy forense de la ciudad de Nueva York. Seguro que comprendes por qué no puedo mantener esta conversación.

—Técnicamente es una contratista particular, no una funcionarla de la ciudad de Nueva York.

—Soy una empleada que responde directamente ante el jefe de Medicina Forense de Nueva York —dijo Scarpetta.

Otra fotografía: la fachada de ladrillo azul de los años cincuenta de la Oficina del jefe de Medicina Forense de Nueva York.

—Trabaja sin cobrar. Creo que eso ha salido en las noticias; dona su tiempo a la oficina de Nueva York. —Carley se volvió hacia la cámara—. Para los telespectadores que no lo sepan, permitan que les explique que la doctora Kay Scarpetta es forense de Massachusetts y también trabaja a tiempo parcial para la Oficina del jefe de Medicina Forense de la ciudad de Nueva York. —A Scarpetta—: No es que yo entienda del todo cómo puede trabajar para la ciudad de Nueva York y para el estado de Massachusetts.

Scarpetta no se lo explicó.

Carley cogió un lápiz, como si fuera a tomar notas, y dijo:

—Doctora Scarpetta, el mero hecho de que afirme no poder hablar de Hannah Starr implica que la cree muerta. Si no fuera así, no habría problema alguno en que nos diese su opinión. No puede ser un caso suyo, a menos que esté muerta.

No era verdad. Los patólogos forenses pueden, si es necesario, examinar a pacientes vivos o verse involucrados en casos de personas desaparecidas que se suponen muertas. Scarpetta no iba a ofrecer aclaración alguna.

En lugar de eso, respondió:

—No es de recibo discutir los detalles de ningún caso en investigación o que no haya sido adjudicado. Lo que acordé que haría en el programa de esta noche, Carley, era hablar de forma general de las pruebas forenses, específicamente de rastros, uno de cuyos tipos más habituales es el análisis microscópico del pelo.

—Bien. Hablemos entonces de los rastros, del pelo. —El lápiz dio golpecitos en los papeles—. ¿No es un hecho que ciertas pruebas pueden demostrar que el pelo le cayó a alguien que estaba muerto? ¿Si el pelo se descubriese en un vehículo, por ejemplo, que se hubiera utilizado para transportar el cadáver?

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