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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (19 page)

—No voy a interpretarlo de ninguna manera. Mi trabajo como analista forense no consiste en ayudarte con tus casos en antena.

Alex se pasó los dedos por el cabello.

—Habría estado bien tener imágenes del sabueso mecánico.

—No sabía que iban a sacar el tema. Se me prometió que no se mencionaría a Hannah Starr. Ni se planteó que se hablaría de Toni Darien. Dios, sabes que es un caso de la oficina del forense, estaba en mi despacho esta mañana. Me lo prometiste, Alex. ¿Qué ha pasado con los contratos?

—Intento imaginarme el aspecto que tiene. Cuesta tomarse en serio un artilugio anticrimen que se llama sabueso mecánico. Pero supongo que la mayoría de departamentos de policía no tiene acceso a perros rastreadores de cadáveres.

—No puedes traer al programa a expertos que trabajan en casos criminales y permitir que suceda algo así.

—Si hubieras explicado lo de esos perros... habría sido asombroso.

—Me hubiera encantado poder hablar detalladamente de eso, peto no de lo otro. Acordamos que el caso Starr estaba vetado. Sabes muy bien que el caso de Toni Darien está vetado.

—Oye. Esta noche has estado genial, ¿vale? —Bachta la miró a los ojos y suspiró—. Sé que no lo crees así y que estás disgustada. Sé que estás cabreada, es comprensible. También lo estoy yo.

Scarpetta dejó el abrigo en una silla de maquillaje y se sentó.

—Tendría que haber renunciado hace meses, hace un año. Nunca tendría que haber empezado. Le prometí al doctor Edison que nunca hablaría de casos en activo y él confió en mi palabra. Me has puesto en una situación delicada.

—Yo no, ha sido Carley.

—No, he sido yo. Yo me he puesto en esta situación, tendría que haberlo sabido. Estoy segura de que encontrarás a algún patólogo forense o a un criminalista que disfrute con esto y que estará encantado de expresar opiniones sensacionalistas y especulaciones, en lugar de ser prudente y objetivo, como yo.

—Kay...

—No puedo ser una Carley. Yo no soy así.

—Kay,
El informe Crispin
está acabado. No son sólo los índices de audiencia, la critican los críticos, los blogs, me llegan quejas de arriba, me llegan desde hace tiempo. Carley era una periodista decente, pero ya no lo es, eso seguro. Ella no fue idea mía y, para ser justos con la cadena, hay que decir que Carley ha sabido desde el principio que esto es una prueba.

—¿De quién ha sido la idea, entonces? Tú eres el productor ejecutivo. ¿Qué prueba?

—Una antigua secretaria de prensa de la Casa Blanca, antes era alguien importante. No sé qué ha pasado. Fue un error y, con franqueza, ella sabía que el programa era una prueba. Nos prometió que utilizaría sus contactos para conseguir invitados destacados como tú.

—He participado porque, con ésta, son tres las veces que me has puesto una pistola en la cabeza.

—Para intentar salvar lo que es insalvable. Lo he intentado. Tú lo has intentado. Le hemos dado todas las oportunidades. No importa de quién haya sido la idea., nada de eso importa, y sus invitados, salvo tú, son una mierda, pura basura. Ese fósil de psiquiatra forense, el doctor Agee, no quiero escuchar ni un segundo más sus monólogos pedantes. El lema de este negocio: una temporada no muy buena y puede que lo intentes de nuevo. Dos temporadas y estás fuera. En el caso de Carley, la respuesta es obvia. Su sitio está en un canal local de una ciudad pequeña. Quizá para dar la predicción del tiempo, o llevar un programa de cocina, o de curiosidades... Pero su sitio no es la CNN, de eso no me cabe duda.

—Supongo que lo que intentas decir es que vas a despedirla. No son buenas noticias, sobre todo en esta época del año y así como está la economía. ¿Ella lo sabe?

—Aún no. Por favor, no menciones nada. —Bachta se apoyó en la mesa de maquillaje y hundió las manos en los bolsillos—. Oye, iré al grano: queremos que la sustituyas.

—Espero que estés de broma. No podría. Y eso no es realmente lo que quieres, de todos modos. Yo no soy buena para esta clase de teatro.

—Es teatro, de acuerdo. Teatro del absurdo. Eso es en lo que Carley lo ha convertido. Ha tardado menos de un año en joderlo por completo. No nos interesa en absoluto que hagas el mismo tipo de programa, que hagas el programa de mierda de Carley, no, demonios. Un programa sobre crímenes en la misma franja horaria, pero ahí es donde acaba cualquier parecido. Lo que tenemos en mente es totalmente distinto. Llevamos cierto tiempo hablándolo y todos opinamos lo mismo. Tú deberías tener tu propio programa, algo hecho a la medida de quién y qué eres.

—Algo a la medida de quién y qué soy sería una casa en la playa y un buen libro, o mi despacho un sábado por la mañana, cuando no hay nadie cerca. No quiero un programa. Te dije que te ayudaría sólo como analista, y sólo si no interfería en mi vida ni perjudicaba a nadie.

—Lo que hacemos es la vida.

—¿Recuerdas nuestras primeras discusiones? Llegamos a un acuerdo, siempre que no interfiriese en mis responsabilidades como patóloga forense en activo. Después de esta noche, no cabe duda de que interfiere.

—Lee los blogs, los correos electrónicos. La respuesta hacia ti es fenomenal.

—No los leo.

—«El factor Scarpetta.» Un gran nombre para tu nuevo programa.

—Lo que sugieres es precisamente aquello de lo que quiero apartarme.

—¿Por qué apartarse? Se ha convertido en una expresión popular, en un cliché.

—Que es, sin duda, en lo que no me quiero convertir —replicó Scarpetta, intentando no mostrase ofendida, como se sentía.

—Es un término que se dice por ahí, a eso me refiero. Siempre que algo parece insoluble, la gente busca el factor Scarpetta.

—Se dice por ahí porque tú lo iniciaste, haciendo que tu gente lo propagase por televisión. Presentándome así. Presentando así lo que yo tengo que decir. Es vergonzoso y engañoso.

—Te he enviado una propuesta a tu casa. Échale un vistazo y hablamos —dijo Alex.

Capítulo 8

L
as luces brillaban en Nueva Jersey como un millón de llamas diminutas y los aviones parecían supernovas, algunos de ellos suspendidos en el espacio, del todo inmóviles. Una ilusión, que le recordó a Benton lo que siempre decía Lucy: «Cuando un avión parece inmóvil, o se dirige directamente hacia ti o se aleja directamente de ti; mejor saber de qué se trata, o estás muerto.»Se incorporó, tenso, en su silla de roble favorita, ante las ventanas que dominaban Broadway, y dejó otro mensaje a Scarpetta.

—Kay, no vuelvas andando sola a casa. Llámame, por favor, y saldré a tu encuentro.

Era la tercera vez que la llamaba. No respondía y tendría que haber llegado hacía una hora. Benton sintió el impulso de coger los zapatos y el abrigo y salir corriendo. Pero eso no sería inteligente. El Time Warner Center y toda la zona de Columbus Circle eran inmensos. No era probable que Benton la encontrase, y ella se preocuparía si al volver a casa no lo veía allí. Mejor quedarse donde estaba. Se levantó de la silla y miró hacia el sur, donde estaba la CNN; sus torres de cristal, de color gris metálico, una cuadrícula de tenue luz blanca.

Carley Crispin había traicionado a Scarpetta y los dirigentes de la ciudad armarían un escándalo. Tal vez Harvey Fahley se había puesto en contacto con la CNN, había decidido ser periodista por un día, o como se autoproclamasen los periodistas aficionados de televisión. Quizás otra persona declaró haber visto algo, tener información, tal y como Benton había temido y predicho. Pero los detalles de los cabellos en descomposición encontrados en un taxi no venían de Fahley a menos que se lo hubiera inventado, que estuviera soltando una sarta de mentiras. ¿Quién diría algo así? No se había encontrado un cabello de Hannah Starr en ninguna parte.

Volvió a llamar al teléfono de Alex Bachta. Esta vez el productor respondió.

—Busco a Kay. —Benton ni se molestó en saludar.

—Se ha marchado hace unos minutos, con Carley —respondió Alex.

—¿Con Carley? ¿Estás seguro? —preguntó Benton, desconcertado.

—Del todo. Salían a la vez y se han marchado juntas.

—¿Sabes adónde iban?

—Pareces preocupado. ¿Todo va bien? Sólo para que lo sepas, la información del taxi y Hannah...

—No llamo por eso —interrumpió Benton.

—Bueno, pues todos los demás, sí. No ha sido idea nuestra. Ha sido cosa de Carley y tendrá que responder de ello. No me importa quién sea su fuente. Ella es la responsable.

Benton caminaba ante las ventanas, nada interesado en Carley ni en su carrera.

—Kay no responde al teléfono.

—Intentaré llamar a Carley por ti. ¿Algún problema?

—Dile que intento localizar a Kay y que lo mejor es que tomen un taxi.

—Eso suena bastante raro, si lo piensas bien. No sé si ahora mismo recomendaría algo así —comentó Alex, y Benton se preguntó si pretendía hacerse el gracioso.

—No quiero que Kay venga andando. No pretendo alarmar a nadie.

—Entonces te preocupa que ese asesino pueda andar tras...

—Tú no sabes lo que me preocupa y no quiero perder el tiempo discutiéndolo. Te pido que localices a Kay.

—No cuelgues. Lo voy a intentar con Carley ahora mismo —dijo Alex.

Benton lo oyó marcar un número en otro teléfono y dejar un mensaje a Carley: «... Así que llámame cuanto antes. Benton quiere localizar a Kay. No sé si aún estás con ella, pero es urgente.»

—Quizá se han olvidado de conectar los teléfonos después del programa. —Alex a Benton.

—Te dejo el teléfono de la portería de mi edificio. Me pasarán la llamada si oyes algo. Y te daré mi número de móvil.

Deseaba que Alex no hubiese utilizado la palabra «urgente». Le dio los números y, de nuevo sentado y con el teléfono en las rodillas, se planteó llamar a Marino; no quería hablar con él ni volver a oír su voz esa noche, pero necesitaba su ayuda. Las luces de los edificios al otro lado del Hudson se reflejaban en el agua a lo largo de la orilla, el río oscuro en el centro, un vacío, ni siquiera una barcaza a la vista, una oscuridad vacía y gélida, la que Benton sentía en el pecho cuando pensaba en Marino. Benton no sabía qué hacer, y por unos momentos no hizo nada. Le enfurecía que, siempre que Scarpetta estaba en peligro, Marino era la primera persona que se le ocurría, que se les ocurría a todos, como si un poder superior lo hubiese designado para protegerla. ¿Por qué? ¿Por qué necesitaba él a Marino?

Benton seguía cabreadísimo y en ocasiones como ésta lo notaba aún más. En cierto modo, era peor que cuando tuvo lugar el incidente. Esta primavera haría dos años, una infracción que de hecho era un delito. Benton lo sabía todo, todos los detalles morbosos, se había enfrentado a aquello después de que hubiera sucedido. Marino borracho como una cuba, enloquecido, culpó al alcohol y a los potenciadores sexuales que tomaba, un factor sumado a otro, qué más daba. Todos lo sentían, no podían sentirlo más. Benton había manejado la situación con elegancia y habilidad, sin duda con humanidad, había puesto a Marino en tratamiento, le había conseguido trabajo, y ahora Benton debería tenerlo superado. Pero no era así. Planeaba sobre él como uno de esos aviones, brillante e inmenso como un planeta, inmóvil y tal vez a punto de estrellarse contra él. Era psicólogo, pero desconocía por qué no podía apartarse, o por qué estaba en el mismo maldito espacio aéreo, para empezar.

—Soy yo —dijo Benton cuando Marino respondió al primer tono—. ¿Dónde estás?

—En mi apartamento de mierda. ¿Quieres contarme lo que acaba de pasar? ¿De dónde sacó Carley Crispin esa basura? Cuando Berger se entere, joder. Está en el helicóptero y no lo sabe. ¿Quién cojones ha hablado con Carley? No se habrá sacado esa información de la manga, alguien tiene que haberle dicho algo. ¿De dónde demonios sacó la fotografía de la escena? He intentado hablar con Bonnell. Salta el contestador, menuda sorpresa. Seguro que está al teléfono con el comisario, todos quieren saber si tenemos un asesino en serie paseándose en taxi por la ciudad.

Marino había estado viendo a Scarpetta en
El informe Crispin.
Benton sintió una punzada de resentimiento, luego no sintió nada. No iba a permitirse caer en su pozo oscuro.

—No sé qué ha pasado. Alguien ha hablado con Carley, obviamente. Tal vez Harvey Fahley, tal vez otra persona. ¿Estás seguro de que Bonnell no...? —empezó a decir Benton.

—¿Bromeas, joder? ¿Crees que iba a filtrar detalles de su caso a la CNN?

—No la conozco, y parecía preocupada de que no se alertara a los ciudadanos.

—Esto no va a hacerle ninguna gracia, te lo digo yo —aseguró Marino, como si él y Bonnell fueran los mejores amigos.

—¿Estás cerca del ordenador?

—Puedo estarlo. ¿Por qué? ¿Qué dice la doctora al respecto?

—No lo sé. Aún no ha vuelto a casa.

—¿No lo sabes? ¿No estás con ella?

—Nunca voy a la CNN, nunca la acompaño allí. A ella no le gusta. Ya sabes como es.

—¿Ha ido andando sola hasta allí?

—Son seis manzanas, Marino.

—Eso da igual. No debería ir sola.

—Bueno, pues lo hace. Siempre va sola, insiste en ello; desde que empezó a aparecer en programas, hace más de un año. No quiere que le pida un taxi y no deja que la acompañe, suponiendo que me encuentre en la misma ciudad, lo que no sucede a menudo. —Benton divagaba y parecía irritado. Le molestaba estar explicándose. Marino hacía que se sintiera un mal marido.

—Uno de nosotros debería estar con ella cuando aparece en directo por televisión. Se anuncian sus apariciones; se anuncian en la página web de la cadena, en anuncios, con días de antelación. Alguien debería quedarse fuera del edificio, esperándola tanto antes como después. Uno de nosotros debería estar con ella, como hago yo con Berger. En un directo, es muy fácil saber cuándo y dónde estará esa persona.

Eso era exactamente lo que preocupaba a Benton. Dodie Hodge. Había llamado a Scarpetta, en televisión. Benton no sabía dónde estaba Dodie. Quizás en la ciudad. Quizá cerca. No vivía lejos de allí. Sólo al otro lado del puente de George Washington.

—Haremos lo siguiente. Te permito que le des a Kay un sermón sobre seguridad, y a ver si te presta más atención de la que me presta a mí —dijo Benton.

—Seguramente tendría que vigilarla sin que ella lo supiera.

—Una forma muy rápida de que te odie.

Marino no respondió, y podría haberlo hecho, podría haber dicho que Scarpetta era incapaz de odiarle, o ya llevaría mucho tiempo haciéndolo. Habría empezado a odiarle esa noche de primavera en Charleston, un año y medio atrás, cuando Marino, ebrio y fuera de sí, la había agredido sexualmente en la misma casa de ella. Pero Benton guardaba silencio. Lo que acababa de decir acerca del odio parecía persistir, planear como uno de esos aviones inmóviles, y lamentaba haberlo dicho.

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