El factor Scarpetta (28 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

—Te he enviado un MapQuest —siguió Marino mientras Lucy reemprendía la marcha, con el equipaje al hombro—. Ya sé que ese coche de carreras tuyo no tiene GPS.

—¿Por qué iba a necesitar un GPS para encontrar el camino a casa?

—Han cerrado calles y han desviado el tráfico por un asuntillo del que no quería hablarte mientras volabas con esa trampa mortal que tienes. Además, llevas al paquete. —Se refería a Berger, su jefa—. Si te pierdes o desconectas y llegas tarde a tu cita de las dos, ¿quién se la carga? Ya va a cabrearse cuando no me presente.

—¿No vendrás? Tanto mejor —dijo Lucy.

Lucy le había pedido a Marino que se tomase su tiempo, que llegase treinta o cuarenta minutos tarde para que ella tuviese una opción con Hap Judd. Si Marino estaba ahí sentado desde el principio, ella no podría llevar la entrevista por donde quería, y lo que quería era una deconstrucción. Lucy tenía un talento especial para los interrogatorios y pretendía averiguar lo que necesitaba para hacerse cargo de la situación.

—¿Te has enterado de las noticias? —preguntó Marino.

—En las paradas para repostar. Estamos al tanto de todo lo que circula por Internet acerca del taxi, Hannah y la corredora.

Lucy supuso que Marino se refería a eso.

—Imagino que no has seguido la Oficina de Gestión de Emergencias.

—Ni hablar. No había tiempo. Me han desviado dos veces.

Un aeropuerto no tenía combustible y otro seguía cerrado. ¿Qué pasa?

—Un paquete de FedEx en el edificio de tu tía. Ella está bien, pero deberías llamarla.

Lucy dejó de andar:

—¿Un paquete de FedEx? ¿A qué te refieres?

—No sabemos qué contiene. Quizás esté relacionado con una paciente de Benton. Una chiflada que le ha dejado un regalo de navidad a la doctora. El trineo de Santa Claus se lo ha llevado a Rodman's Neck. Ni hace una hora, va directo hacia ti por la Cross Bronx que cruzarás al salir de White Plains, por lo que te he enviado un mapa. Te dirijo al este del Bronx, por si acaso.

—Mierda. ¿Con quién tratas de los artificieros? Hablaré con quien sea.

La comisaría sexta, donde la brigada de artificieros tenía su cuartel general, estaba en el Village, cerca del loft de Lucy. Ella conocía a algunos de los técnicos.

—Gracias, agente especial de la ATF, pero ya está controlado. El Departamento de Policía de Nueva York se las ha arreglado, no sé cómo, sin ti. La doctora te lo contará. Está bien. La misma chalada de Benton puede que tenga cierta relación con Hollywood. —El nombre sarcàstico que Marino daba a Hap Judd—. Voy a comprobarlo en el RTCC. Aunque quizás habría que sacarle el tema. Se llama Dodie Hodge, paciente psiquiátrica en McLean's.

Lucy reanudó la marcha.

—¿Por qué iba ella a conocer a Judd?

—Puede ser otra de sus fantasías, una alucinación, ¿vale? Pero después del incidente en el edificio de tu tía, quizá deberías preguntar a Hollywood por ella. Seguramente yo pasaré la noche en el RTCC. Explícaselo a la jefa. —Se refería a Berger—. No quiero que se cabree conmigo. Pero esto es importante, voy a llegar al fondo del asunto antes de que pase algo peor.

—Entonces, ¿dónde estás? ¿En TriBeCa?

Lucy avanzaba entre alas de reactores, atenta a las extensiones que sobresalían como aletas dorsales y las antenas que podían sacarle un ojo a alguien. En una ocasión, había presenciado cómo un piloto que hablaba por teléfono y tomaba café se abría la cabeza con el extremo del alerón de su Junker.

—fie pasado por casa de Hollywood hace un momento, de camino al centro. Parece que está ahí. Eso son buenas noticias, quizás aparezca.

—Deberías vigilarlo, asegurarte de que aparece. Ese era nuestro trato.

Lucy no soportaba depender de otras personas para hacer un trabajo. La maldita tormenta. Si hubiera llegado antes, habría seguido personalmente a Judd para asegurarse de que no faltaba a su cita.

—Ahora mismo tengo que hacer cosas más importantes que controlar a un pervertido que se cree el nuevo James Dean. Llama si te desvían y acabas perdiéndote, Amelia Earhart.

Lucy colgó y caminó más rápido, pensó en llamar a su tía y después pensó en el número que había anotado en su carpeta. Quizá debía llamar al supervisor antes de salir del aeropuerto. Quizás era preferible esperar al día siguiente y hablar con el responsable del control aéreo o, mejor aún, quejarse a la Administración de Aviación Federal y mandar al tipo a un curso de reciclaje. Le hervía la sangre cada vez que recordaba lo que él había emitido por la frecuencia de la torre, asegurándose de que todos oyesen que la acusaba de ser una piloto incompetente, de no saber el camino en un aeropuerto del que despegaba y aterrizaba varias veces a la semana.

Era en estos hangares donde guardaba su helicóptero y su reactor Citation X, por Dios. Tal vez ése fuera el motivo. Rebajarla, restregárselo por las narices porque había oído rumores o hacía suposiciones de lo que le había sucedido durante lo que todos llamaban la peor debacle financiera desde la década de 1930. Sólo que no era la crisis de Wall Street lo que la había perjudicado, sino Hannah Starr. Un favor, un regalo que el padre, Rupe, habría querido para Lucy. Un detalle de despedida. Cuando Hannah salía con Bobby, eso es todo lo que había oído. Lucy esto y Lucy aquello.

—Mi padre te creía Einstein. Una Einstein bonita, aunque algo marimacho. Te adoraba —le había dicho Hannah, no hacía ni seis meses.

Tanto si era una maniobra de seducción o una broma, Lucy no sabía lo que Hannah sabía, suponía o afirmaba. Rupe conocía los detalles de la vida de Lucy, eso seguro. Gafas de fina montura de oro, cabello blanco enmarañado, ojos azul grisáceo, un hombre diminuto vestido con trajes pulcros y tan honrado como inteligente. Le importaba un comino quién estaba en la cama de Lucy siempre que se mantuviera fuera de sus bolsillos, siempre que a Lucy no le costase nada de lo que importaba. Comprendía por qué las mujeres aman a las mujeres puesto que él también las amaba, decía que bien podría ser él una lesbiana ya que, de ser mujer, hubiera deseado a las mujeres. ¿Y qué era alguien, de todos modos? Lo que cuenta es lo que tienes en el corazón, solía decir Rupe. Siempre sonriente. Un hombre amable y decente. El padre que Lucy nunca tuvo. Cuando murió el mayo pasado durante un viaje de negocios a Georgia, de una infección por salmonela que lo arrolló como un camión de cemento, Lucy se sintió destrozada, incrédula. ¿Cómo podía un chile jalapeño acabar con alguien como Rupe? ¿Estaba la existencia supeditada a la puta decisión de pedir unos nachos?

—Lo echamos muchísimo de menos. Era mi mentor y mi mejor amigo. —El pasado junio. Hannah en su balcón, mirando pasar embarcaciones de un millón de dólares—. Te fue bien con él. Puede irte aún mejor conmigo.

Lucy le dijo que gracias pero no, gracias, se lo dijo más de una vez. No se sentía cómoda confiando toda su cartera a Hannah Starr. Ni de coña, había dicho Lucy con educación. Al menos ahí sí que había escuchado su intuición, pero tendría que haber prestado atención a lo que sintió respecto al favor. «No lo hagas.» Pero Lucy lo hizo. Quizá por la necesidad de impresionar a Hannah, porque intuía cierta competencia. Quizás ésa fuera su herida, en la que Hannah hurgó porque fue lo bastante astuta para reconocerla. De niña, Lucy había sido abandonada por su padre y de adulta no quería ser abandonada por Rupe. El había administrado sus finanzas desde el principio y siempre había sido honorable, se preocupaba por ella. Era su amigo. Habría querido que Lucy tuviera algo especial al abandonar esta vida, ya que elja era muy especial para él.

—Un detalle que habría tenido contigo, de vivir lo suficiente —afirmó Hannah, rozando los dedos de Lucy mientras le tendía una tarjeta con su estudiada y espléndida caligrafía al dorso: «Finanzas Bay Bridge» y un número de teléfono.

»Eras como una hija para él y me hizo prometer que cuidaría de ti —había dicho Hannah.

¿Cómo habría podido prometer él tal cosa? Lucy lo comprendió demasiado tarde. Había enfermado con tal rapidez que Hannah no llegó a verle ni a hablar con él antes de que falleciese en Atlanta. Lucy no se había planteado esa pregunta hasta nueve cifras más tarde y ahora estaba convencida de que había algo más, aparte del considerable bocado que Hannah habría conseguido conduciendo a los ricos al matadero. Hannah había querido herir a Lucy por el placer de herirla, de lisiarla, de debilitarla.

El controlador aéreo nada podía saber de lo sucedido al patrimonio neto de Lucy, no tenía ni la más remota idea del daño y la degradación causados. Lucy se mostraba ansiosa y excesivamente alerta, se portaba de un modo irracional, lo que Berger denominaba patológico, y estaba de un humor de perros porque el fin de semana sorpresa que había planeado durante meses había sido un fracaso y Berger se había mostrado distante e irritable, la había rechazado de mil maneras distintas. La había ignorado en la casa de campo y cuando se iban, y a bordo del helicóptero, las cosas no habían ido mejor. No le había hablado de nada personal durante la primera mitad del vuelo, y había pasado la segunda enviando mensajes de texto desde el móvil del helicóptero, por culpa de Carley Crispin y los taxis y quién sabe qué, y todos los desaires conducían indirectamente a lo mismo: Hannah. Se había apoderado de la vida de Berger y también de algo más de Lucy, esta vez de valor incalculable.

Lucy echó un vistazo a la torre de control, cuya parte superior acristalada resplandecía como un faro, y se imaginó al controlado^ al enemigo sentado ante la pantalla de radar, mirando objetivos y señales luminosas que representaban a seres humanos reales en aeronaves reales, todos haciendo cuanto podían para llegar sanos y salvos a su destino mientras él ladraba órdenes e insultos. Vaya un mierda. Se enfrentaría a él. Se enfrentaría a alguien.

—A ver, ¿quién ha sacado mi plataforma móvil y la ha colocado en la dirección del viento? —preguntó al primer empleado que vio en el interior de la terminal.

—¿Está segura?

Era un chaval flaco y con granos vestido con un mono enorme que acumulaba barras luminosas en los bolsillos de la chaqueta. No la miró a los ojos.

—¿Que si estoy segura? —dijo, como si no lo hubiese oído bien.

—¿Quiere que pregunte a mi supervisor?

—No, no quiero que preguntes a tu supervisor. Ésta es 1a. tercera vez que aterrizo con viento de cola en las últimas dos semanas, F. J. Reed. —Leyó el nombre de la placa—. ¿Sabes lo que significa eso? Significa que quienquiera que saque mi plataforma del hangar la orienta con la barra de remolque señalando exactamente en la dirección equivocada; directamente en la dirección del viento, de modo que debo aterrizar con el viento en la cola.

—No he sido yo. Y no sé de nadie que oriente las plataformas en la dirección del viento.

—Precisamente eso. Oriente.

—¿Eh?

—Oriente. Como en Extremo Oriente. ¿Sabes algo de aerodinámica, F. J. Reed? Las aeronaves, y eso incluye a los helicópteros, despegan y aterrizan con el viento de cara, no en el culo. El viento de costado también es una mierda. ¿Por qué? Porque la velocidad del viento es igual a la velocidad en el aire menos la velocidad en tierra y la dirección del viento cambia la trayectoria del vuelo, jode el ángulo de ataque. Si no tienes el viento de cara al despegar, es más difícil alcanzar la velocidad traslacional. Cuando aterrizas, puedes perder altura pese a una potencia correcta del motor, puedes estrellarte, joder. ¿Quién es el controlador con quien he hablado? Conoces a los tíos de la torre, ¿Verdad, F. J. Reed?

—No conozco a nadie de la torre.

—¿De veras?

—Sí, señora. Usted tiene el helicóptero negro con infrarrojo de barrido frontal y foco NightSun. Uno que parece de la Seguridad Nacional. Pero si usted lo fuese, yo lo sabría. Sabemos quién entra y sale de aquí.

De eso Lucy estaba segura. Él era el imbécil que había sacado su plataforma del hangar y la había colocado deliberadamente en la dirección del viento porque el capullo de la torre de control así se lo había indicado, o al menos lo había animado para que se burlase de ella, para que la hiciese quedar como una tonta, para que la humillara y menospreciara.

—Te lo agradezco. Me has dicho lo que necesitaba saber.

Se alejó mientras Berger salía del aseo de señoras abrochándose el abrigo de visón. Lucy supo que se había lavado la cara con mucha agua fría. Berger sufría, a la mínima, lo que ella llamaba «jaqueca» y Lucy «migraña». Las dos salieron de la terminal y subieron al 599GTB, el motor de doce cilindros gruñó ruidosamente cuando Lucy pasó su linterna Surefire por la pintura Rosso Barcheta, el rojo oscuro de un buen vino tinto, en busca del mínimo defecto, la más leve señal de percance o daño en su supercupé de 611 caballos. Comprobó los neumáticos
runflat
y miró bien el maletero mientras distribuía el equipaje. Se situó tras el volante de fibra de carbono y examinó el salpicadero —tomando nota del kilometraje, comprobando la emisora de radio, mejor que fuera la que había dejado al irse— para asegurarse de que nadie se había agenciado su Ferrari para dar un paseo mientras ella y Berger estaban ausentes o, en palabras de Berger, «colgadas en Stowe». Lucy pensó en el correo electrónico que le había enviado Marino, pero no lo buscó. No necesitaba su ayuda para orientarse, por mucho que hubieran desviado el tráfico o cerrado calles. Tenía que llamar a su tía.

—No lo he visto —dijo Berger, su perfil limpio y adorable en la casi oscuridad.

—Mejor para él que yo no lo haya hecho —replicó Lucy, poniendo primera.

—Me refería a la propina. No le he dejado propina al guardacoches.

—Nada de propinas. Hay algo que no está bien. Y no volveré a ser amable hasta que lo descubra. ¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien.

—Marino dice que alguien, una antigua paciente de Benton, ha dejado un paquete en el edificio de mi tía. Han tenido que llamar a los artificieros. El paquete está en Rodman's Neck.

—Es por eso que nunca voy de vacaciones. Me marcho y mira lo que pasa.

—Se llama Dodie Hodge; Marino dice que puede estar relacionada con Hap Judd y que va a investigarla en el RTCC.

—¿La recuerdas? Con todas las búsquedas que has hecho, tendría que haber aparecido, de existir esa conexión.

—No me suena. Deberíamos preguntar a Hap por ella, descubrir de qué la conoce, o si la conoce. No me gusta que este gilipollas pueda estar relacionado con alguien que quizás haya dejado un paquete a mi tía.

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