—¿Qué es la maquinaria?
—El FBI, el Departamento de Justicia, Seguridad Nacional, el Gobierno, cierto individuo que dio un consejo malicioso. La maquinaria que se puso en funcionamiento por ese maldito consejo, por un consejo interesado.
—El consejo de Warner. Su influencia.
—Hubo ciertas personas entre bastidores que influyeron en los de arriba. Una persona en concreto que me quería fuera de circulación, que quería castigarme.
—¿Castigarte por qué?
—Por tener la vida que ese individuo quería. Yo era culpable de eso, parece ser, aunque cualquiera que conozca mi vida se preguntará por qué alguien iba a quererla.
—Si conocen tu vida interior, quizá. Tus tormentos, tus demonios. Pero en la superficie eres bastante envidiable, da la impresión de que lo tienes todo. Atractivo, un pedigrí que incluye el dinero; estabas en el FBI, eras su estrella de los perfiles, y ahora eres un célebre psicólogo forense afiliado a Harvard. Y tienes a Kay. Comprendo que alguien codicie tu vida.
—Kay cree que fui un testigo protegido, que viví en el anonimato durante seis años y que, tras reaparecer, presenté mi dimisión al FBI.
—Porque te volviste contra el FBI y perdiste todo el respeto por la agencia.
—Algunas personas creen que ésa es la razón.
—¿Lo cree ella?
—Es posible.
—Cuando la verdad es que tú sentiste que el FBI se volvía en tu contra y que te había perdido el respeto. Que te traicionó porque Warner lo hizo.
—La agencia recabó opiniones de su experto y obtuvo información y consejo. Comprendo que hubiese preocupación por mi seguridad. Independientemente de cualquier influencia tendenciosa, aquellos en posición de decidir tenían buenas razones para estar preocupados. Y comprendo que estuvieran preocupados por mi estabilidad después de lo sucedido, después de todo por lo que pasé.
—¿Entonces crees que Warner Agee estaba en lo cierto respecto a los Chandonne y la necesidad de simular tu muerte? ¿Entonces crees que estaba en lo cierto respecto a tu estabilidad y la decisión de que ya no eras apto para el servicio?
—Sabes la respuesta. Yo estaba jodido. Pero no creo que las apariciones televisivas sean una cuestión de rivalidad hacia mí. Sospecho que hay algo más que no tiene relación alguna conmigo, al menos no directamente. Pero me habría resultado más fácil que nada me lo recordase, eso es todo. Habría estado mucho mejor sin eso.
—Es interesante. Warner ha estado muy callado, si no invisible, durante toda su prolongada y no particularmente notable carrera —dijo el doctor Clark—. Ahora, de pronto, aparece en todas las noticias nacionales. Lo admito, me siento desconcertado y perdido respecto a cuál puede ser el verdadero motivo. No estoy seguro de que seas tú, o al menos no eres sólo tú y su envidia o ansias de celebridad. Coincido contigo. Probablemente habrá algo más. Y bien, ¿qué puede ser? ¿Por qué ahora? Quizá sea sencillamente una cuestión de dinero. Tal vez, como mucha gente, tenga problemas financieros y, a su edad, eso da mucho miedo.
—Los programas de noticias no pagan a sus invitados —replicó Benton.
—Pero esas apariciones, si son lo bastante estimulantes y provocativas, si mejoran los índices de audiencia de un programa, abrirán la puerta a otras formas de conseguir dinero. Libros, asesoría.
—Es muy cierto que muchas personas han perdido su jubilación y buscan el modo de sobrevivir. Beneficio personal. Gratificación del ego. Me resulta imposible saber el motivo. Salvo que es evidente que Hannah Starr ha sido una oportunidad para él. Si ella no hubiera desaparecido, él no saldría en televisión, no recibiría toda esa atención. Como has dicho, antes de eso estaba entre bastidores.
—«El.» Por fin has utilizado el pronombre. Hablamos de la misma persona, después de todo. Esto es progreso.
—Sí, él. Warner. Se encuentra mal. —Benton se sintió derrotado y aliviado a un tiempo. Sintió una profunda tristeza, se sintió vacío—. No es que antes estuviera bien. No es una buena persona, nunca lo ha sido, nunca lo será. Destructivo y peligroso y despiadado, sí. Un narcisista, un sociópata, un megalómano. Pero se encuentra mal y en esta etapa de su miserable vida es muy probable que se descompense aún más. Me aventuro a decir que le motiva su insaciable necesidad de validación, por aquello que percibe como recompensa si aparece en público con sus teorías obsoletas e infundadas. Y tal vez necesite dinero.
—Coincido en que está mal. Pero no quiero que lo estés tú.
—Yo no estoy mal. Admito que no me ha gustado ver su puta cara en todas las putas noticias y verlo llevarse los putos méritos de mi carrera sin siquiera mencionar mi nombre, el muy cabrón.
—¿Te sentirías mejor si supieras lo que opino de Warner Agee, a quien he visto más veces de las que me gusta recordar a lo largo de los años?
—Adelante.
—Siempre en reuniones profesionales, he visto que intentaba congraciarse o, mejor aún, rebajarme.
—Menuda sorpresa.
—Olvidemos lo que te hizo —continuó el doctor Clark.
—Eso nunca sucederá. Debería ir a la puta cárcel por eso.
—Probablemente debería ir al infierno por eso. Es un espanto de ser humano. ¿Qué me dices de la franqueza? Al menos hay algo bueno en hacerse viejo y romperse en pedazos, en preguntarse a diario si el día de hoy será peor, o quizá un poco mejor, si quizá no me caeré al suelo ni me derramaré el café en la camisa. La otra noche cambiaba de canal y ahí estaba él. No pude evitarlo. Tenía que mirar. Warner hablaba sin parar, soltaba una sarta de tonterías acerca de Hannah Starr. No sólo se trata de un caso sin resolver, es que a la mujer ni siquiera la han encontrado viva o muerta, y entretanto él especula sobre todas las cosas truculentas que un asesino en serie puede haberle hecho. Ese pobre idiota pomposo. Me sorprende que el FBI no haya encontrado un medio discreto de silenciar a ese cordero. Warner es un bochorno terrible, le está dando más que problemas a la Unidad de Análisis de Conducta.
—Nunca ha estado relacionado con la Unidad, ni tampoco con la Unidad de Ciencias de la Conducta cuando yo la dirigía. Eso es parte del mito que él se dedica a perpetuar. Nunca ha sido un agente del FBI.
—Pero tú sí. Y ahora no.
—Tienes razón. Ahora no.
—Así que recapitulemos y resumamos, y luego tengo que irme o me perderé una cita muy importante —dijo el doctor Clark—. La Oficina del Fiscal del Distrito de Detroit te pidió que elaborases una evaluación psicológica de esta acusada, Dodie Hodge, lo que no te daba derecho a empezar a investigarla por otros supuestos delitos.
—No, no tenía ese derecho.
—Recibir una felicitación navideña musical no te daba ese derecho.
—En efecto. Pero no es sólo una felicitación musical. Es una amenaza velada.
Benton no iba a ceder en ese punto.
—Eso depende del punto de vista. Es como demostrar que una imagen del test de Rorschach es un bicho aplastado o una mariposa. ¿Qué es? Sería posible afirmar que tu percepción de la felicitación como una amenaza velada es regresivo por tu parte, una clara evidencia de que tus años como agente de la ley, de exposición a la violencia y al trauma, han dado como resultado la sobreprotección de las personas que amas y un miedo subyacente, omnipresente, de que los cabrones van a por ti. El peligro es que seas tú quien acabe pareciendo que sufre un trastorno del pensamiento.
—Me guardaré mis trastornados pensamientos. No haré comentarios de personas que no tienen remedio y que son un fastidio.
—Buena idea. No es cosa nuestra decidir quién no tiene remedio o es un fastidio.
—Aunque sepamos que es verdad.
—Sabemos muchas cosas, muchas de las cuales desearía no saber. Llevo haciendo esto desde mucho antes que la palabra «perfil» existiera, cuando el FBI todavía utilizaba metralletas y estaba más empeñado en cazar comunistas que asesinos en serie. ¿Crees que estoy enamorado de todos mis pacientes? —Se levantó de la butaca, apoyándose en los reposabrazos—. ¿Crees que quiero al paciente con quien hoy he pasado varias horas? El querido Teddy, que juzgó de lo más razonable y útil verter gasolina en la vagina de una niña de nueve años. Como me explicó amablemente, para que no se quedara embarazada después de haberla violado. ¿Es él responsable? ¿Puede culparse a un esquizofrénico que nunca se ha tratado, él mismo víctima de abusos sexuales y de torturas durante su infancia? ¿Merece la inyección letal, el pelotón de fusilamiento, la silla eléctrica?
—Que se le culpe o se le considere responsable son dos cosas distintas —dijo Benton, y sonó su teléfono.
Respondió, con la esperanza de que fuera Scarpetta.
—Estoy aquí fuera —dijo la voz de ella en su oído.
—¿Aquí fuera? —Benton estaba alarmado—. ¿De Bellevue?
—He paseado un poco.
—Joder. Bien. Espera en el vestíbulo. No esperes fuera. Entra en el vestíbulo y ahora bajo.
—¿Algo va mal?
—Hace frío, un tiempo horrible. Ahora mismo bajo —dijo Benton, poniéndose en pie.
—Deséame suerte. Voy a Tennisport. —El doctor Clark se detuvo en el umbral, con el sombrero y el abrigo puestos, la bolsa colgando al hombro, como un cuadro de Norman Rockwell de un psiquiatra viejo y frágil.
—No te pases con McEnroe. —Benton empezó a meter las cosas en su maletín.
—La máquina lanzapelotas va muy lenta. Y siempre gana. Me temo que estoy llegando al final de mi carrera tenística. La semana pasada estaba en la pista, tenía al lado a Billie Jean King. Me caí y acabé cubierto efe tierra roja de la cabeza a los pies.
—Eso te pasa por querer fardar.
—Yo estaba recogiendo pelotas con un tubo cuando tropecé con la maldita cinta y ahí estaba ella, inclinada sobre mí para ver si me encontraba bien. Vaya forma de conocer a una heroína. Cuídate, Benton. Recuerdos a Kay.
Benton se planteó qué hacer con la felicitación musical de Dodie y decidió meterla en el maletín, sin estar seguro de la razón. No podía mostrársela a Scarpetta, pero tampoco quería dejarla aquí. ¿Y si pasaba algo más? No iba a pasar nada más. Sólo estaba ansioso, agotado, perseguido por fantasmas del pasado. Todo iría bien. Cerró la puerta de su despacho y echó a andar a paso rápido, apresuradamente. Ningún motivo para estar ansioso, pero él lo estaba. Como no lo había estado desde hacía mucho tiempo. Tenía un mal presentimiento, su psique estaba magullada, la imaginaba amoratada y herida. «Son sensaciones recordadas, ya no son reales», se dijo, oyendo mentalmente su voz. Pasó mucho tiempo atrás. Eso fue entonces, y ahora nada va mal. Las puertas de sus colegas estaban cerradas, algunos se habían ido, otros estaban de vacaciones. Faltaba una semana para el día de Navidad.
Se encaminó al ascensor. La entrada de la zona de reclusos estaba al otro lado, el ruido habitual proveniente de esa dirección. Voces elevadas, algunas gritaban «Entramos», porque el guardia de la sala de control nunca abría las puertas lo bastante rápido. Benton alcanzó a ver a un recluso con el mono naranja de Rikers Island, con grilletes y escoltado, un poli a cada lado; probablemente habría simulado alguna enfermedad, quizás una autolesión, para pasar las vacaciones aquí. Se acordó de Dodie Hodge mientras entraba en el ascensor y las puertas de acero se cerraban. Se acordó de sus seis años de inexistencia, aislado y atrapado en un personaje que no era real, Tom Haviland. Seis años de estar muerto, debido a Warner Agee. Benton no soportaba cómo se sentía. Era espantoso querer herir a alguien y él sabía lo que era eso, lo había hecho más de una vez porque era su deber, pero nunca porque fantaseara al respecto, con un deseo cercano a la lujuria.
Deseó que Scarpetta hubiese llamado antes, que no hubiera esperado sola, de noche, en esta parte de la ciudad, que contaba con una cuota superior a la media de indigentes, drogadictos y graduados en psiquiatría, los mismos pacientes que entraban
y
salían hasta que el saturado sistema no podía encajarlos ya en ningún sitio. Entonces quizás empujaran a un pasajero a las vías del metro cuando pasaba un tren o atacasen a un grupo de desconocidos con un cuchillo, causando muerte y destrucción porque oían voces y nadie les escuchaba.
Benton recorrió rápidamente lo que parecían ser pasillos interminables; pasó la cafetería y la tienda de artículos para regalo, zigzagueando entre un flujo constante de pacientes, visitas y personal hospitalario ataviado con batas de laboratorio y ropas quirúrgicas esterilizadas. Las salas del Centro Hospitalario Bellevue se habían engalanado para las fiestas, con música alegre y adornos brillantes, como si en cierto modo eso hiciera que no estuviese mal estar enfermo, herido o ser un criminal demente.
Scarpetta lo esperaba cerca de las puertas de cristal de la entrada, abrigada con un largo abrigo negro y guantes negros de piel, y no lo distinguió entre la multitud cuando él se le acercaba, atenta a las personas que la rodeaban, a cómo algunas la miraban como si les resultase familiar. La reacción de Benton al verla era siempre la misma, una desgarradora combinación de emoción y tristeza, la emoción de estar a su lado ensombrecida por el dolor recordado, cuando creía que nunca volvería a estarlo. Siempre que la observaba en la distancia y ella no se percataba, Benton revivía todas las veces que lo hizo en el pasado, secreta y pausadamente; cómo la espió, cómo la deseó. A veces se preguntaba qué vida habría tenido ella si lo que creía hubiese sido verdad, si él estuviera muerto. Se preguntó si Kay estaría mejor. Tal vez. Él le había causado dolor y sufrimiento, la había puesto en peligro, la había herido, y no podía perdonárselo.
—Quizá deberías cancelar lo de esta noche —dijo Benton cuando estuvo a su lado.
Ella se volvió, sorprendida, feliz, sus intensos ojos azules como el cielo, sus pensamientos y sensaciones como el tiempo, luces y sombras, sol brillante y nubes y bruma.
—Deberíamos ir a cenar a un sitio bonito y tranquilo —añadió, tomándola del brazo, manteniéndola cerca, como si se necesitaran para conservar el calor—. Il Cantinori. Llamaré a Frank, a ver si nos hace un hueco.
—No me atormentes —dijo ella, el brazo rodeando la cintura de Benton—.
Melanzane alla parmigiana.
Un Brunello de Montalcino. Podría comerme tu parte y beberme toda la botella.
—Eso sería de una glotonería increíble. —La mantuvo protectoramente cerca mientras se dirigían a la Primera Avenida. Soplaba el viento y empezaba a llover—. Podrías cancelarlo, lo digo en serio. Dile a Alex que tienes la gripe.