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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (146 page)

—Ahora son las ocho menos diez. Me llamarás a las ocho y dos. Teléfono público.

—Mensaje recibido —dije—. A las ocho y dos. Teléfono público.


Ciao
.

Colgó. No podía creerlo. En la Granja, el sueño de uno era estar preparado para un momento como ése.

Me eché a reír. La mujer no podía ser otra que Kittredge. No me había sentido tan alegre desde que llegó a mi escritorio el boletín acerca de los arbustos de Langley.

Había una serie de teléfonos públicos a dos manzanas de mi apartamento, y a las ocho horas, un minuto y cincuenta segundos, eché mi moneda por la ranura. La voz que respondió ya no me llegaba ahogada por un pañuelo.

—¿Harry?

—Sí.

—Soy Kittredge.

—Sí —fue todo lo que pude responder.

—Harry, ¿has oído hablar de una muchacha llamada Modene Murphy?

—¿Por qué lo preguntas?

Mi laringe me traicionaba de nuevo.

—Oh, Harry, tú eres FIELD, ¿verdad?

—Prefiero no responder a eso.

—Lo supe desde el primer momento. Harry, te guste o no, Hugh me ha designado como tu sustituto. He leído tus informes.

—¿Todos?

—Todos, y más. No puedes imaginarte las consecuencias.

Era una extraña manera de comenzar, si se consideraba que habíamos pasado algo así como un año y medio sin intercambiar ninguna clase de comunicación.

—Kittredge, ¿puedo verte? —pregunté.

—Todavía no.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero verte a espaldas de Hugh, y no quiero verme obligada a miraros a los dos juntos,
en famille
, comiendo. —¿Cómo está Christopher?

—Hermoso. Daría la vida por ese niño.

—Me gustaría verlo. Después de todo, soy su padrino. Ella suspiró.

—¿Tienes un apartado de Correos?

—Sí.

—Dame el número —dijo, y apenas se lo hube dado, ella agregó — : Según parece, hemos reabierto la tienda. Te enviaré una larga carta.

—¿Cuándo?

—Mañana, tal vez. Mentalmente ya la he escrito.

—¿Cómo me pondré en contacto contigo?

Kittredge también tenía un apartado de Correos.

—Es maravilloso oírte —dije.

—Paciencia —dijo ella, y colgó.

4

20 de octubre de 1961

Queridísimo Harry:

Si bien no puedo saber todo lo que te ha sucedido el año pasado, el desenlace de bahía de Cochinos debe de haberte afectado. Una buena parte de ti se identifica tanto con tu trabajo que cada revés de la Agencia debes de sentirlo como una pérdida personal.

Por supuesto, pienso en el Herrick Hubbard que conocí hacia 1959. Hemos perdido contacto el uno con el otro, pero quiero que olvides cómo me encontraba después del episodio en Paraguay.

He cambiado tanto en estos dos últimos años, que a veces creo que no soy la misma. ¿Podrás creer que, con la excepción de la visita mensual de Hugh y de la buena mujer de Maine que iba a limpiar cuatro veces por semana y se encargaba de Christopher, estuve sola en la Custodia, trabajando en mi libro y cuidando a mi hijo durante más de un año?

Pasar el invierno en Maine prácticamente sola es igual que estar suspendida en una campana de buzo. Rozas el fondo en los arrecifes, pero te sientes extraordinariamente fuerte cuando sales a la superficie. Eso mismo me sucedió a mí. Tuve un año curioso. Desarrollé una importante teoría psicológica. (Importante para mí. Para otros podría ser modestamente útil.) No es momento para que te hable de ella en detalle, pero puedo decirte que hoy en día dos de los problemas insolubles del psicoanálisis son el narcisismo y la psicopatía. Nadie sabe cómo tratarlos. En estas cuestiones, los freudianos son comparables a los cartógrafos del siglo XIV, que dejaban vastos espacios vacíos en sus mapas del mundo.

Bien, Alfa y Omega, si uno acepta la premisa, permiten una buena manera de encarar el problema. En este momento no estoy de ánimo para darte un resumen rápido de la teoría, de modo que sólo te diré que tratar de escribir un libro sobre el asunto agotó mi espíritu literario. Día tras día, a lo largo de un año, me debatí con el problema, y descubrí que excedía mi capacidad. Mi vida no ha sido lo bastante rica en experiencias para aportar a mi tesis los mil ejemplos cotidianos que exige. Quería producir una obra maestra, llena de percepciones intelectuales, pero otra vez tuve que reconocer que sólo soy una muchacha inteligente más que se casó demasiado pronto, fue madre demasiado pronto, y se preocupó demasiado por su cuenta bancaria y su carrera. De ese modo es imposible cambiar la historia.

Hace aproximadamente un año, Hugh empezó a importunarme pidiéndome que regresase a Washington. Hasta entonces se había tratado de una batalla de voluntades. Ambos sufríamos mucho, pero ni siquiera confesábamos que nos sentíamos levemente incómodos. Finalmente él dijo: «Quiero un matrimonio. Me he pasado la vida tratando de escapar de lo inevitable. No quiero acabar mis días en la celda de un monje».

Me sentí muy conmovida. Sabes que él adoraba a su madre y que de hecho durmió con ella en la misma cama hasta los diez años. Supongo que ésa era la manera que tenía ella de mantener al padre alejado. Luego ocurrió el desastre. A los once años, Hugh no sólo había perdido a su padre, sino que debía vivir con la horrenda posibilidad de que su madre fuese una asesina. Se alejó de ella y pasó la adolescencia solo. Entonces comenzó su afición por el montañismo. ¿Puedes creerlo? Este adolescente reservado hacía caminatas solitarias por las Rocosas, escalando rocas a su manera. Debemos valorar su honda desesperación y la drástica cura que se prescribió para controlarla a base de correr grandes riesgos. De pronto, después de tantos años de matrimonio, mi marido cobraba realidad ante mí. Me sentí prodigiosamente conmovida.

Una mitad de mí, mi Alfa, se derritió. Por su parte, mi Omega seguía tan dura como una piedra. Me sorprendí de mí misma. Por primera vez entendí lo dura que soy en el fondo de mi Omega. Le escribí diciéndole que regresaría sólo si podíamos cambiar los términos de nuestro matrimonio. No volvería al aislamiento que implicaba el ser excluida de su trabajo. En su momento seguramente no lo entendió, pero una de las razones por las que en el Establo me sentía tan desasosegada era que tenía una enorme necesidad de que las relaciones sociales me pareciesen no sólo satisfactorias, sino excitantes. Como, esas cenas en las que examinábamos a los posibles sustitutos de Allen. ¡Qué tontería! Eso no bastaba.

¿Qué quería, entonces? Compartir su trabajo, sus secretos. Trató de explicarme que eso era imposible, pues le estaba pidiendo que quebrantase su promesa. «Al diablo con tu promesa —le dije—. Nuestro matrimonio es un sacramento, y ésa es una promesa más profunda.»

Finalmente, aceptó. Volví, no sólo a Washington, sino a participar de su trabajo. No a todo, por supuesto, pero me facultaría (¡ésa es la palabra que usó!) a colaborar con él en un par de proyectos. (Que él denomina «piezas».) Descubrí la enorme habilidad de Hugh para negociar; puedes estar seguro de que terminé con menos de lo que podría haber conseguido. No importa. Lo que he ganado es lo bastante fascinante. Ahora soy algo así como su ayudante, y resulta dulce conocer un par de sus secretos. Creo que le gusta revelar las manifestaciones superiores de su mente. La tranquilidad doméstica amenaza con rendirse a nuestros pies.

No del todo, sin embargo. Todavía somos combatientes. En noviembre pasado, por ejemplo, tuvimos una pelea horrenda. No había transcurrido un mes desde mi regreso a Washington cuando vino a verme mi vieja amiga Polly Galen Smith. Recordarás que fue nuestra intermediaria epistolar entre Washington y Montevideo, pero no recuerdo si te conté algo más sobre ella. Su marido, Wallace Rideout Smith no está ya en el Senado; ha sido transferido a la Agencia, y ahora es uno de nuestros personajes más importantes. Jamás en la historia de la Agencia ha habido un hombre más aburrido. ¿Te escribí alguna vez acerca de él? Creo haberte contado que Polly le ha sido delirantemente infiel durante años. No cuantitativamente, aunque muchas veces estuvo al borde del abismo. Creo que, sencillamente, le gustan los hombres, así como a vosotros os gustan las mujeres.

Polly y yo nos llevamos muy bien, tal vez porque somos diferentes. Un mes antes de que Kennedy asumiera el cargo vino a pedirme «un favor enorme». ¿Podía prestarle el Establo durante una hora todos los miércoles por la tarde, mientras Hugh estaba fuera trabajando y yo iba de compras? Tenía un amigo que vivía a dos manzanas de nuestra casa; Polly vivía a tres. Ese hombre era una persona extraordinariamente atareada, pero «se adoraban». «¿Quién es?», pregunté. «Secreto de Estado», respondió ella. «Imposible —dije—. Debo pensar en Christopher y en la criada.» «De ninguna manera —respondió—. A las dos Christopher todavía está en el parvulario, y la criada libra los miércoles.» Había obtenido una información completa acerca de la situación.

Le repetí que no aceptaría a menos que me dijese quién era el hombre. «Imposible», respondió. «En ese caso —dije—, tú y tu amorcito tendréis que iros a un motel.»

Me rogó. El hombre era demasiado prominente, decía. Por fin conseguí que me dijera su nombre. Su amante era nada menos que su antiguo amigo senador, ahora nuestro presidente electo, Jack Kennedy. La razón por la que necesitaban un lugar tan conveniente como el mío tenía que ver con las exigencias del Servicio Secreto. Si se les avisaba a tiempo, podrían mantenerse a media manzana de distancia. Además, entre reunión y reunión Jack podía ir a su casa de la calle N y luego regresar sin que su programa de actividades se resintiese. Tuve un instante de revelación: el esnobismo, la posesión, la propincuidad y el antiguo
droit de seigneur
se revelaban profundamente interrelacionados. Harry, tuve que decirle que sí. Quería que el presidente electo de los Estados Unidos bendijera mi casa con su presencia carnal. Creo que entonces me di cuenta de que con otra clase de educación me habría convertido en una puta.

Cuánto envidiaba a Polly. ¡La envidia es mezquina! Le pedí un pago especial. No iba a permitir que Jack Kennedy dejase su rastro en mi ropa de cama sin que yo lo conociera.

Polly protestó, pero tuvo que ceder. Así comenzaron sus miércoles. Les encantarían los miércoles en el Establo, dijo ella, aunque no estuviesen en él más de treinta minutos, algo que descubrí cuando hicimos los arreglos necesarios para el encuentro. Yo fingiría que llegaba a casa inesperadamente, pero en el minuto prefijado. «Si te atrasas dos minutos, ya se habrá marchado, y si llegas cinco minutos antes, presenciarás las escenas finales.» Como verás, Polly siempre va al grano, y supongo que es por eso que se relacionó con Jack Kennedy. Sólo conozco un hombre más directo que él: su hermano Bobby. (Aunque según me han dicho su padre los supera a ambos en este aspecto.)

Finalmente, lo vi. Al girar la llave en la cerradura y trasponer el umbral de mi propia sala sentí que el corazón me daba dos vuelcos, uno por la historia y el otro por su persona. Es tremendamente atractivo, y creo que se debe a que su cargo no se le ha subido a la cabeza. Conversando con él me sentí su igual, y como imaginarás, algo así resulta muy agradable. Es directo y seguro de sí de una manera natural, por lo que no parece arrogante. Es encantador. Y sumamente amoral. E impertérrito. Polly hacía lo posible por no echarse a reír a carcajadas, algo muy comprensible, ya que estaba con dos de sus mejores amigos, y él (aunque ella lo hubiera prevenido) no parecía sorprendido por mi aparición, supuestamente inesperada. (Quizás ella lo había advertido y él había tomado medidas con el Servicio Secreto. De hecho, ahora que lo pienso, eso es lo que deben de haber hecho.)

—Es extraño —me dijo a modo de saludo—. Usted y mi esposa se parecen mucho.

Pensé en el padre de Jacqueline Kennedy, Black Jack Bouvier, y luego lo comparé con mi padre.

—Oh, no, comparada con su esposa soy insípida y seca como el polvo. —De pronto me sentí inferior, algo insólito en mí, aunque tal vez todo se deba a los genes, ¿no lo crees? Mis poros parecían llenos del polvo de viejos folios, heredado de los poros de mi padre. Así me sentí—. Seca como el polvo —repetí, pues él no dejaba de sonreír, aparentemente mucho más cómodo en mi propia casa que yo.

—Eso está por verse —dijo, y su rostro se iluminó.

—Toque de queda —intervino Polly Smith, y Jack me saludó y se dirigió a la puerta—. Hasta el miércoles que viene —dijo.

Polly se quedó a tomar el té, y empecé a sentir que había sido desleal con Hugh. ¡Quería saberlo todo sobre Jack!

Para cuando Hugh llegó a casa, yo ya estaba dispuesta a confesarlo todo. Antes de acostarnos no dije nada, ni tampoco a la noche siguiente, pero comenzaba a sentir unos ingobernables síntomas de temor a los que denomino «temblores negros». Supongo que recordarás. Los experimenté una vez, cuando me enviaste ese horrible broche desde Montevideo. Bien, allí estaban otra vez, y supe que debía contárselo todo a Hugh. No podría haberlo tomado peor.

—Me siento sucio —dijo—. Como si Jack Kennedy me hubiese sodomizado.

¿Te imaginas a Hugh hablando así?

—Fue idea de ella, y no mía —me defendí.

—Pues no utilizarán esta casa para sus encuentros nunca más —dijo.

—No. No puedo hacerle eso a Polly.

—Lo corrompe todo, incluido el niño. ¿No puedes distinguir entre lo relativamente sagrado y lo totalmente profano?

Yo no pensaba dar el brazo a torcer tan fácilmente. El tenía razón, después de todo, y yo lo sabía, pero también sé que Hugh no siente respeto por la gente a la que derrota en seguida, de modo que decidí resistir hasta el martes siguiente, para que creyera que había ganado una partida difícil.

Hablando de la sincronización presidencial. Empiezo a ver cómo Jack consiguió llegar hasta donde está. No le dije nada a Polly, pero el lunes llegó un mensajero con una invitación. ¿Podían el señor y la señora Montague ir a cenar el martes por la noche a la calle N?

Debo decir que Hugh sufrió un ataque al hígado. Nunca lo había visto tan descompuesto. Y me di cuenta de la razón. Se moría por ir a la calle N. Deseaba entablar una relación con Jack Kennedy, aunque sólo fuese por la Agencia. Sin embargo, no podía aceptar que su casa fuese transformada en un burdel. Pero si les negábamos la entrada antes del miércoles, ¿no se cancelaría la invitación? Por supuesto, podíamos asistir y luego decirle a la pareja de tiernos amantes que buscaran otro lugar para sus encuentros. ¡No! No se hacían esas cosas al presidente electo.

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