El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (53 page)

—Aquel pez de las uñas no estará nadando por aquí, ¿verdad? —dije volviéndome hacia donde suponía que estaba ella.

—Claro que no —dijo—. Bueno, no creo. Eso debe de ser una leyenda.

Pese a todo, no logré ahuyentar de mi cabeza la idea de que aquel pez enorme emergería de repente del fondo de las aguas y me arrancaría la pierna de una dentellada. Ya se sabe, la oscuridad alimenta todo tipo de temores.

—¿Tampoco hay sanguijuelas?

—Pues no lo sé. Diría que no —respondió ella.

Enlazados por la cuerda, rodeamos la «torre» braceando lentamente para que no se nos mojara el equipaje y al instante vimos la luz que proyectaba la linterna del profesor. El haz de luz taladraba la oscuridad en línea recta, como un faro que emitiera una luz oblicua, tiñen— do a trechos el agua de color amarillo pálido.

—Tenemos que seguir todo recto en esta dirección —comentó ella. Es decir, que debíamos avanzar superponiendo la luz de nuestras linternas al resplandor que se reflejaba en la superficie del agua.

Yo nadaba delante; ella iba detrás. El chapoteo de mis manos batiendo el agua se alternaba con el chapoteo de sus manos batiendo el agua. De vez en cuando dejábamos de nadar, nos volvíamos hacia atrás, comprobábamos la dirección, rectificábamos el rumbo.

—Procura que no se te mojen las cosas —me dijo ella mientras braceaba—. Si el dispositivo se moja, no servirá para nada.

—Tranquila —dije.

Sin embargo, lo cierto era que requería un gran esfuerzo evitar que se mojara el equipaje. Como todo estaba envuelto en la densa oscuridad, ni siquiera sabía dónde se hallaba la superficie del agua. A veces no sabía ni dónde tenía las manos. Mientras nadaba, me acordé de Orfeo, obligado a cruzar la laguna Estigia para llegar al reino de los muertos. En el mundo existen incontables religiones y mitos, pero, acerca de la muerte, a todos los hombres se nos ocurre prácticamente lo mismo. Orfeo cruzó el río de las tinieblas en barca. Y yo estaba atravesándolo a nado con un paquete enrollado en la cabeza. En este sentido, los griegos de la Antigüedad eran mucho más listos que yo. Empezaba a preocuparme la herida, pero no ganaba nada con darle vueltas. Debido posiblemente a la tensión nerviosa, apenas me dolía, y aunque se hubiesen soltado los puntos, me dije que de una herida como ésa no había muerto nadie.

—¿De verdad estás tan enfadado con mi abuelo? —me preguntó. A causa de la oscuridad y de las extrañas resonancias, no logré adivinar en qué dirección ni a qué distancia se encontraba la joven.

—No lo sé. Ni siquiera yo lo sé —grité, volviéndome hacia donde supuse que ella estaba. Incluso el eco de mi propia voz me llegó desde una dirección extraña—. Mientras escuchaba a tu abuelo, he acabado por pensar que me daba lo mismo.

—¿Que te daba lo mismo?

—Mi vida no vale gran cosa y mi cerebro tampoco.

—Pero tú antes has dicho que estabas satisfecho con tu vida.

—Era un decir —repuse—. Todos los ejércitos necesitan una bandera.

La joven caviló unos minutos sobre el sentido de mis palabras. Mientras tanto, seguimos nadando sin hablar. Un silencio denso y profundo como la muerte se adueñó del lago subterráneo. «¿Dónde estará el pez?», me pregunté. Empezaba a convencerme de que aquel siniestro pez con uñas existía realmente. ¿Permanecería dormido en las profundidades del lago? ¿Estaría nadando por alguna otra gruta? ¿O habría olfateado nuestra presencia y, en aquellos instantes, se dirigía a nuestro encuentro? Al imaginar el instante en que el pez con uñas me apresaba la pierna, un temblor sacudió mi cuerpo de arriba abajo. Por más que tuviera que morir o desaparecer dentro de poco, quería librarme de ser devorado por un pez en aquel lugar miserable. Si tenía que morir, prefería hacerlo bajo la familiar luz del sol. A pesar de tener los brazos pesados y exhaustos por el agua helada, seguí braceando con desesperación.

—Pero tú eres muy buena persona —dijo la joven. En el timbre de su voz no se apreciaba ni una gota de cansancio. Su tono era tan despreocupado como si estuviera en la bañera.

—Hay pocos que piensen lo mismo —dije.

—Pero yo lo pienso.

Mientras nadaba, me di la vuelta. La luz de la linterna del profesor había quedado muy atrás, pero mis manos todavía no habían llegado a tocar la ansiada pared rocosa. «¿Por qué estará tan lejos?», me pregunté, hastiado. Si el profesor sabía a qué distancia se encontraba, nada le habría costado decírmelo. Así me habría mentalizado. ¿Y qué estaría haciendo aquel pez? ¿Aún no habría descubierto mi presencia?

—No pretendo defender a mi abuelo dijo la joven—, pero él no tiene mala intención. Lo que ocurre es que se apasiona por algo y pierde de vista todo lo que le rodea. Lo mismo le pasó con eso. Empezó de buena fe. Con el propósito de dilucidar tu secreto y salvarte antes de que el Sistema te toqueteara de cualquier modo. Siendo como es, seguro que se avergüenza de haber colaborado con el Sistema para experimentar con seres humanos. Eso fue una equivocación.

Seguí nadando en silencio. A aquellas alturas, de poco me iba a servir que reconociera que se había equivocado.

—Así que perdónalo, ¿eh? —continuó.

—Que lo perdone o no, eso carece de importancia —repuse—, Pero ¿por qué dejó el proyecto a medias? Si tan responsable se sentía, tendría que haber proseguido sus investigaciones dentro del Sistema y haber tratado de evitar que sacrificaran a más personas, ¿no te parece? Por más que diga que detesta trabajar en grandes organizaciones, por culpa de su línea de investigación un montón de personas fueron muriendo, una tras otra.

—Mi abuelo dejó de confiar en el Sistema —explicó la joven—. Mi abuelo dice que el Sistema de los calculadores y la Factoría de los semióticos son como las manos derecha e izquierda de una misma persona.

—¿Cómo dices?

—Que lo que hace el Sistema y lo que hace la Factoría, técnicamente hablando, es casi lo mismo.

—Técnicamente hablando, sí. Pero nosotros protegemos la información y los semióticos la roban. El objetivo es muy distinto.

—Pero ¿y si una misma persona dirigiera el Sistema y la Factoría? Entonces, resultaría que mientras la mano izquierda roba una cosa, la derecha la protege.

Reflexioné sobre sus palabras mientras seguía nadando despacio en la oscuridad. Aunque costara creerla, aquella idea no se podía descartar de un plumazo. Yo trabajaba para el Sistema, pero si me hubiesen preguntado cómo estaba estructurada la organización no habría sabido qué contestar. Porque era un organismo gigantesco y porque el secretismo regía en lo relativo a la información interna. Nosotros nos limitábamos a recibir directrices y a ejecutarlas una tras otra. Nosotros, los últimos monos, no teníamos la menor idea de lo que sucedía en las alturas.

—Pues si tienes razón, el negocio podría reportar unas ganancias exorbitantes —dije—. Obligándolos a competir, podrían subir los precios tanto como quisieran. Y, asegurándose de que las dos fuerzas fuesen iguales, no cabría temer un hundimiento de los precios.

—Mi abuelo se dio cuenta de eso mientras investigaba para el Sistema. Al fin y al cabo, el Sistema no es más que una empresa privada con conexiones estatales. Y a las empresas privadas les mueve el ánimo de lucro. Su único objetivo es obtener beneficios. De cara al público, el Sistema enarbola la bandera de la protección de los derechos de propiedad de la información, pero eso no son más que palabras. Mi abuelo comprendió que su investigación acarrearía gravísimas consecuencias. Que si las técnicas de manipulación libre y arbitraria del cerebro seguían avanzando a aquel ritmo, la sociedad y la existencia del hombre llegarían a una situación insostenible. Era necesario detener esa vorágine, frenarla. Pero ni el Sistema ni la Factoría pensaban hacerlo. Por eso mi abuelo se retiró del proyecto. Era horrible sacrificaros a ti y a los demás calculadores, pero la investigación no podía proseguir. Porque el número de víctimas habría sido mucho mayor.

—Sólo por curiosidad: tú estabas al tanto de todo, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí —confesó tras titubear unos segundos.

—¿Y por qué no me lo contaste todo desde el principio? Me habrías ahorrado venir hasta este sitio absurdo, no habría perdido tontamente el tiempo...

—Porque tú querías ver a mi abuelo y que él te lo explicara todo con detalle —adujo ella—. Además, si te lo hubiera contado yo, seguro que no me habrías creído.

—Quizá no —dije. Realmente, lo del tercer circuito y la inmortalidad no es algo que uno se crea de buenas a primeras.

Tras nadar un poco más, mis manos toparon de repente con algo duro. Absorto en mis reflexiones, al principio no adiviné de qué se trataba, pero tras unos instantes de desconcierto comprendí que era la pared rocosa. Habíamos logrado cruzar el lago submarino.

—¡Hemos llegado! —dije.

Ella me alcanzó y tocó la pared. Al volverme, vi brillar la luz del profesor, diminuta, entre las tinieblas, como una estrella. Siguiendo la línea de esa luz, nos desplazamos unos diez metros hacia la derecha.

—Debe de estar por aquí —dijo la joven—. Tenemos que encontrar una abertura a unos cincuenta centímetros sobre la superficie del agua.

—¿Crees que habrá quedado sumergida?

—No. El agua alcanza siempre la misma altura. No sé por qué, pero es así. Cinco centímetros arriba o abajo.

Con grandes precauciones para que no se deshiciera el equipaje, saqué la linterna de entre los objetos envueltos en la camisa que llevaba enrollada en la cabeza, me apoyé con una mano en un hueco de la pared y, tratando de mantener el equilibrio, iluminé unos cincuenta centímetros más arriba. La amarillenta luz de la linterna bañó la pared rocosa. Mis ojos tardaron bastante en acostumbrarse a la luz.

—No se ve ningún agujero por ninguna parte —dije.

—Ve un poco más hacia la derecha —dijo la joven.

Dirigiendo el haz de luz hacia arriba, me fui desplazando a lo largo de la pared. Pero no logré descubrir ningún agujero.

—¿Seguro que está hacia la derecha? —dudé. Ahora que había dejado de nadar y me hallaba inmóvil dentro del lago, notaba cómo el agua helada me calaba hasta el tuétano de los huesos. Tenía todas las articulaciones rígidas, como congeladas, ni siquiera lograba abrir bien la boca al hablar.

—Seguro. Ve un poco más hacia la derecha.

Tiritando, me desplacé un poco más hacia la derecha. Pronto, mi mano izquierda, que se iba deslizando por la superficie de la pared rocosa, palpó un extraño objeto. Algo redondo y abombado como un escudo, del tamaño de un elepé. Al pasar los dedos por encima, descubrí que la superficie estaba esculpida. Lo iluminé para examinarlo con detenimiento.

—Es un relieve —dijo ella.

Asentí, incapaz de pronunciar palabra. El relieve era idéntico al que habíamos visto al penetrar en el santuario. Dos siniestros peces con uñas que rodeaban el mundo enlazados por la cabeza y la cola. Como si fuera la luna hundiéndose en el mar, dos terceras partes del redondo relieve estaban sobre el agua y la tercera parte se encontraba sumergida en ella. Aquel relieve estaba tan finamente esculpido como el anterior. Sin duda había sido arduo realizar tan minucioso trabajo en un lugar donde a duras penas se podía apoyar los pies.

—Aquí está la salida —dijo ella—. Debe de haber el mismo relieve a la entrada que a la salida. Mira hacia arriba.

Fui deslizando el haz de luz de la linterna por la superficie de la pared rocosa. Vislumbré algo, hundido en la sombra creada por una roca que sobresalía, aunque no distinguí con claridad de qué se trataba. Le entregué la linterna y me dispuse a subir.

Por fortuna, sobre el relieve había entrantes donde apoyar las manos. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, de mi cuerpo yerto de frío y apuntalé los pies sobre el relieve. Después alargué la mano derecha, me agarré al canto de la roca que sobresalía, tomé impulso y me asomé por encima de la roca. Efectivamente, allí estaba la entrada de una caverna. Percibí entonces una débil corriente de aire. El aire era gélido, mohoso, desagradable, pero, en cualquier caso, allí había un túnel. Hinqué ambos codos en el saliente rocoso, apoyé los pies en unos agujeros y me icé sobre la roca.

—¡Aquí está el agujero! —grité hacia abajo mientras notaba una punzada de dolor en la herida.

Ella se sintió aliviada.

Cogí la linterna, agarré de la mano a la joven y la ayudé a subir. Nos sentamos juntos en la entrada de la caverna y permanecimos unos instantes allí, tiritando. Mi camisa y mis pantalones, completamente empapados, estaban tan helados como si los acabara de sacar del congelador. Me sentía como si hubiese estado nadando dentro de un enorme vaso de whisky.

Desatamos el lío de ropa que llevábamos enrollado en la cabeza y nos pusimos una camisa seca. Yo le cedí mi jersey. Tiramos las camisas y las chaquetas mojadas. Como no llevábamos de repuesto pantalones ni ropa interior, éstos seguían mojados, pero tuvimos que aguantarnos.

Mientras ella comprobaba el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos, yo hice señales luminosas en dirección a la «torre» para informar al profesor de que habíamos llegado sanos y salvos. En correspondencia, la pequeña luz amarilla que flotaba en las tinieblas parpadeó dos o tres veces antes de apagarse. Al desaparecer la luz, el mundo volvió a la completa oscuridad primigenia. A ese mundo de la nada donde era imposible medir la distancia, el grosor y la profundidad.

—¡Vamos! —dijo ella.

Encendí la luz de mi reloj de pulsera y miré la hora. Eran las siete y diez de la mañana. La hora en que todas las cadenas de televisión emitían los informativos matutinos. Mientras daba cuenta del desayuno, la gente de la superficie estaría embutiéndose en sus cabezas somnolientas el parte meteorológico, los anuncios de analgésicos y la información sobre la exportación de automóviles a Estados Unidos. Nadie sabía que yo me había pasado la noche vagando por un laberinto subterráneo. Nadie sabía que había nadado en agua helada, que las sanguijuelas me habían chupado la sangre, que el dolor de la herida me martirizaba. Nadie sabía que mi mundo real acabaría dentro de veintiocho horas y cuarenta y dos minutos. Porque eso no lo habían dado en las noticias de la televisión.

Aquel pasadizo era mucho más angosto que los que habíamos atravesado hasta entonces y nos veíamos obligados a avanzar agachados, casi a rastras. Además, era tan tortuoso como unas vísceras: subía y bajaba, torcía a derecha y a izquierda. Unas veces teníamos que descender por una pared vertical apoyando los pies en los entrantes de la roca y, luego, teníamos que trepar de nuevo. Otras veces, el camino describía complicados tirabuzones, parecidos a los raíles de una montaña rusa. Eso nos obligaba a avanzar con extrema lentitud. Seguro que ese pasadizo no lo habían excavado los tinieblos, sino que debía de ser producto de la erosión. Por más malvados que fuesen, no era verosímil que hubieran construido un pasadizo tan complicado y dificultoso como aquél.

Other books

Battleaxe by Sara Douglass
Sweet Savage Heart by Taylor, Janelle
The Awakening Evil by R.L. Stine
Rubyfruit Jungle by Rita Mae Brown