El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (54 page)

A los treinta minutos, sustituimos un dispositivo por otro y, tras andar diez minutos, vimos que el estrecho y tortuoso pasadizo desembocaba de pronto en una amplia caverna de techo alto. Estaba desierta y oscura como el vestíbulo de un viejo edificio, y olía a moho. El pasadizo acababa ahí, pues se bifurcaba a derecha e izquierda, como una T, y percibimos una débil corriente de aire que circulaba de derecha a izquierda. Ella iluminó alternativamente el ramal derecho y el izquierdo. Ambos se hundían en línea recta en las negras tinieblas.

—¿Hacia dónde tenemos que ir? —pregunté.

—Hacia la derecha —dijo ella—. Esa es la dirección correcta y, además, el aire viene de allí. Ya lo ha dicho mi abuelo, ¿no? Aquí está Sendagaya y, girando a la derecha, se llega al Estadio de Béisbol Jingû.

Me representé mentalmente el paisaje exterior. Si ella tenía razón, arriba debían de hallarse los dos
ramen-ya,
[13]
los que están uno junto al otro, así como la librería Kawade y el Víctor Studio. Mi peluquería también se encontraba por allí. Ya hacía diez años que la frecuentaba.

—¿Sabes que mi peluquería cae por aquí cerca? —le dije.

—¿Ah, sí? —repuso ella sin mostrar el menor interés.

Me dije que no sería mala idea ir a cortarme el pelo antes del fin del mundo. Total, veinticuatro horas no daban para mucho. Para tomar un baño, ponerme ropa limpia, ir a la peluquería y poca cosa más.

—¡Cuidado! —me advirtió—. Nos acercamos a la guarida de los tinieblos. Se oyen voces y huele mal. ¡Pégate a mí! ¡No te alejes!

Agucé el oído y olisqueé el aire, pero no descubrí el menor indicio sonoro u olfativo. Me pareció oír una onda sonora extraña, algo así como un «jiuru-jiuru».

—¿Sabrán que estamos acercándonos?

—Por supuesto —dijo—. Este es el reino de los tinieblos. No hay nada que no sepan. Además, deben de estar muy enfadados. Hemos atravesado su santuario y nos aproximamos a su guarida. Si nos atrapan, nos harán pasar un mal rato. Así que no te separes de mí, ¿vale? A la mínima que te alejes, surgirá un brazo de la oscuridad, te agarrará y te arrastrará vete a saber dónde.

Acortamos la cuerda que nos unía hasta dejarla en unos cincuenta centímetros.

—¡Cuidado! ¡Allí no hay pared! —chilló con voz aguda, dirigiendo el haz de luz a la izquierda. Tal como decía, la pared de la izquierda había desaparecido y, en su lugar, se abría un vacío de negras y densas tinieblas. El haz de luz de la linterna lo atravesó, como una flecha, hasta que la punta desapareció absorbida por unas tinieblas aún más densas. Las tinieblas estaban llenas de vida, respiraban, bullían. Eran siniestras, espesas y turbias como la gelatina.

—¿Lo oyes? —me preguntó.

—Lo oigo.

La voz de los tinieblos llegaba ahora con toda claridad a mis oídos. Para ser precisos, más que una voz, parecía un zumbido. Un zumbido como de alas de incontables insectos que hendía la oscuridad y se clavaba en mis oídos, punzante como una broca. El rumor reverberaba con violencia en las paredes rocosas y, deformado en extraños ecos, me perforaba los tímpanos. Hubiese querido arrojar la linterna, ponerme en cuclillas y taparme los oídos. Me daba la sensación de que todos mis nervios sufrían el desgaste de la lima del odio.

Aquel odio era distinto a cualquier otro que hubiese experimentado con anterioridad. El odio de los tinieblos nos azotaba como una violenta ráfaga de viento que brotase de la boca del infierno con la intención de hacernos trizas. Aquella oscuridad, negra como la condensación de todas las sombras del subsuelo, y el Huir del tiempo, deformado y embrutecido en un mundo que había perdido la luz y los ojos, conformaban una masa gigantesca que gravitaba sobre nosotros. Hasta aquel instante, yo había ignorado que el odio pudiera pesar tanto.

—¡No te pares! —me gritó al oído.

Su voz era seca, pero no temblaba. Al oír su grito, me di cuenta de que me había detenido. Ella tiró con ímpetu de la cuerda que enlazaba nuestras cinturas.

—¡No puedes pararte! Si te paras, estás acabado. Te arrastrarán hacia las tinieblas.

Pero mis pies no se movían. El odio de los tinieblos los mantenía firmemente clavados al suelo. Me daba la sensación de que el tiempo iba retrocediendo en busca de recuerdos del horror de tiempos remotos. Yo ya no podía ir a ninguna parte.

Surgiendo de la oscuridad, la mano de la joven me golpeó con fuerza la mejilla. La bofetada fue tan brutal que, por unos instantes, me ensordeció.

—¡A la derecha! —oí que gritaba—, ¡A la derecha! ¿¡Me oyes!? Adelanta el pie derecho. ¡El derecho! ¡Imbécil!

Tembloroso, logré al fin mover el pie derecho. En
sus
voces percibí un ligero tinte de decepción.

—¡El izquierdo! —gritó, y yo adelanté el pie izquierdo—. ¡Estupendo! ¡Sigue así! Avanza despacio, un paso tras otro. ¿Estás bien?

Le dije que sí, pero lo cierto era que ni siquiera tenía la seguridad de haberle contestado. Sólo sabía que, tal como decía ella, los tinieblos pretendían arrastrarnos hacia las espesas tinieblas. Intentaban infiltrar el terror en nuestros oídos, detener nuestros pasos y después conducirnos despacio hacia sus dominios.

Cuando conseguí mover los pies, sentí el impulso de echar a correr. Quería escapar lo antes posible de aquel lugar aterrador.

Pero ella, como si me leyese el pensamiento, alargó la mano y me rodeó la muñeca con dedos de hierro.

—Ilumina el suelo. Pega la espalda a la pared y ve avanzando de lado, paso a paso. ¿Me has entendido?

—Sí —dije.

—Y no se te ocurra dirigir la luz hacia arriba.

—¿Por qué?

—Porque los tinieblos están ahí, justo sobre nuestras cabezas —me susurró—, Y tú no puedes mirarlos. Porque, si los vieras, ya no podrías dar un paso más.

Dirigiendo el haz de luz hacia el suelo para ver dónde pisábamos, fuimos avanzando de lado, paso a paso. De vez en cuando el aire gélido que nos azotaba las mejillas nos traía un repugnante olor a pescado podrido: cada vez que ocurría eso, sentía que me faltaba el aliento. Me daba la impresión de que estábamos en las entrañas de un pez gigantesco medio destripado y con las vísceras infestadas de gusanos. La voz de los tinieblos seguía oyéndose. Era un sonido tan desagradable como aquel que se arranca a la fuerza de algo de lo que no debe proceder sonido alguno. Mis tímpanos estaban endurecidos, oleadas de saliva de olor agrio me llenaban una y otra vez la boca.

A pesar de todo, mis pies avanzaban mecánicamente. Tenía todos los nervios concentrados en mover alternativamente los pies derecho e izquierdo. De vez en cuando, ella me decía algo, pero sus palabras no llegaban bien a mis oídos. Me dije que, mientras viviera, no podría borrar
sus
voces de mi memoria. Que éstas volverían a asaltarme algún día desde la profunda oscuridad. Y que, algún día, sin falta, sentiría cómo sus manos viscosas agarraban mis tobillos con fuerza.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que había penetrado en aquel mundo de pesadilla? Ya no lo sabía. El dispositivo para ahuyentar a los tinieblos que ella llevaba en la mano seguía con la luz azul encendida: no llevábamos mucho tiempo allí, pero yo habría jurado que habían pasado dos o tres horas.

Sin embargo, de pronto la corriente de aire pareció cambiar. El olor a podrido se atenuó, la presión de mis oídos fue bajando como la marea, los ecos también se alteraron. En cuanto nos dimos cuenta, las voces de los tinieblos ya sonaban lejanas como el ronco rumor del oleaje. Habíamos superado lo peor. Cuando ella enfocó la linterna hacia arriba, el haz de luz volvió a iluminar la pared de roca. Recostados en ella, exhalamos un hondo suspiro y nos enjugamos con el dorso de la mano el rostro anegado en sudor helado.

Durante un buen rato ni ella ni yo pronunciamos palabra. La voz de los tinieblos se apagó finalmente en la lejanía, la quietud volvió a adueñarse de los alrededores. Sólo se oían unas gotas de agua golpeando el suelo con una resonancia hueca.

—¿Qué es lo que odian tanto? —le pregunté.

—El mundo de la luz y a las personas que viven en él —dijo.

—Entonces es asombroso que se hayan aliado con los semióticos. Por más beneficios que les pueda reportar.

Ella no me respondió a eso. A cambio, me asió otra vez la muñeca con fuerza.

—¿Sabes en qué pienso en estos momentos?

—No —dije.

—Pues en que sería fantástico poder acompañarte al mundo al que vas a ir dentro de poco.

—¿Y dejar éste?

—Pues sí —dijo ella—. Este mundo es un aburrimiento. Seguro que sería mucho más divertido vivir dentro de tu conciencia.

Sacudí la cabeza sin decir nada. Yo no quería vivir dentro de mi conciencia. Yo no quería vivir dentro de la conciencia de nadie.

—Bueno, sea como sea, hemos de seguir andando —dijo ella—. No podemos entretenernos. Tenemos que encontrar el alcantarillado. ¿Qué hora es?

Pulsé un botón de mi reloj de pulsera e iluminé la esfera. Todavía me temblaban un poco los dedos. Tardaría algún tiempo en dominar por completo el temblor.

—Las ocho y veinte —dije.

—Voy a cambiar de aparato —dijo, apretó el interruptor del otro dispositivo, lo puso en marcha, dejó que fuera recargándose la pila del que acabábamos de utilizar y se lo introdujo con descuido entre la camisa y la falda. Hacía una hora que habíamos penetrado en la gruta. Según las indicaciones del profesor, en breve encontraríamos un camino que giraba a la izquierda, en dirección a la avenida arbolada del Museo de Pintura. Al llegar allí, tendríamos las vías del metro a dos pasos. El metro era al menos una prolongación de la civilización de la superficie de la Tierra. Cuando llegáramos allí, ya habríamos logrado escapar del reino de los tinieblos.

Tras avanzar un poco, vimos que, tal como esperábamos, el camino torcía a la izquierda formando un ángulo recto. Ya debíamos de haber llegado a la avenida de ginkgos. Estábamos a principios de otoño y los árboles aún conservarían las hojas verdes. Evoqué la tibia luz del sol, el olor del césped verde, el viento de principios de otoño. Deseaba permanecer horas y horas acostado allí, contemplando el cielo. Iría a la peluquería a cortarme el pelo y, de paso, me acercaría al parque de Gaien, me tendería en el césped y contemplaría el cielo. Y bebería cerveza fría hasta hartarme. Antes de que el mundo llegara a su fin.

—¿Crees que hará buen tiempo fuera? —le pregunté a la joven, que avanzaba a buen ritmo.

—Pues no lo sé. Ni idea. ¿Cómo voy a saberlo? —dijo.

—¿No miraste el parte meteorológico?

—No. Me pasé todo el día buscando tu casa.

Intenté recordar si había estrellas en el cielo cuando salí de casa la noche anterior, pero fue en vano. Lo único que recordaba era a la joven pareja del Skyline que escuchaba a Duran Duran por la radio del coche. De las estrellas no me acordaba. Pensándolo bien, hacía meses que ni las veía. Aunque se hubiesen borrado todas del firmamento tres meses atrás, no me habría dado cuenta. Lo único que había mirado, y lo único que recordaba, eran los brazaletes de plata en la muñeca de la chica, los palos de polo tirados en la maceta del ficus: únicamente cosas así. Al pensarlo, tuve la sensación de que llevaba una vida insatisfactoria, poco adecuada para mí. De pronto, se me ocurrió que podría haber nacido en el campo, en Yugoslavia, y ser un cabrero que contemplase la Osa Mayor todas las noches. El coche Skyline, Duran Duran, los brazaletes de plata, el
shuffling,
mi traje de
tweed
de color azul marino: todo parecía un lejano sueño que perteneciera a un pasado remoto. Igual que una máquina compresora reduce un coche a una lámina de metal, diversos recuerdos de distinto tipo habían quedado extrañamente aplastados. Entrelazados los unos con los otros, todos mis recuerdos habían quedado reducidos al grosor de una tarjeta de crédito. Vista de cara, ofrecía una sensación poco natural, pero, de perfil, no era más que una delgada línea de pobre significado. Allí estaba comprendida toda mi vida, cierto, aunque no era más que una tarjeta de plástico. Mientras no la introdujeras en la ranura de una máquina diseñada ex profeso para leerla, no lograrías encontrarle el sentido.

Me dije que mi primer circuito debía de estar debilitándose. Por eso mis recuerdos reales iban cobrando a mis ojos un aspecto tan plano, tan ajeno. Mi conciencia sin duda se alejaba progresivamente de mí. Mi tarjeta de identidad sería cada vez más fina, hasta tener el grosor de una hoja de papel, y luego desaparecería por completo.

Mientras avanzaba como un autómata detrás de ella, volví a pensar en la pareja que circulaba en el Skyline. Ni yo comprendía por qué estaba tan obsesionado con ellos, pero lo cierto era que no tenía otra cosa en que pensar. ¿Qué estarían haciendo en estos momentos, a las ocho y media de la mañana? No tenía ni la más remota idea. Quizá aún estuvieran profundamente dormidos en su cama. O quizá se encontrasen en el tren, camino de sus respectivos trabajos. ¿Cuál de las dos posibilidades? Percibía cierta desconexión entre el mundo real y mi imaginación. Si yo fuera el guionista de un serial televisivo, seguro que habría logrado escribir la trama adecuada. Una mujer va a estudiar a Francia y se casa con un francés, pero al poco tiempo el marido sufre un accidente de tráfico y queda en estado vegetativo. Harta de la vida que lleva, ella abandona a su marido, regresa a Tokio y entra a trabajar en la embajada belga, o tal vez en la suiza. Los brazaletes de plata son un recuerdo de su boda. Aquí hay un
flashback,
la playa de Niza en invierno. Ella lleva siempre los brazaletes. Incluso cuando se baña o cuando hace el amor. El hombre es un superviviente de los sucesos del paraninfo Yasuda
[14]
y siempre lleva gafas de sol, como el protagonista de
Ceniza y diamantes.
Es un director estrella de la televisión, pero suele tener pesadillas a causa de los gases lacrimógenos. Su esposa se suicidó cinco años atrás cortándose las venas. Aquí hay otro
flashback.
Por lo visto, en este serial hay muchos
flashbacks.
Cada vez que ve cómo tintinean los brazaletes en la muñeca izquierda de la mujer, él recuerda la muñeca ensangrentada, con las venas abiertas, de su esposa muerta y le pide que se ponga los brazaletes en la muñeca derecha.

«Ni hablar», le dice ella. «Yo sólo llevo los brazaletes en la muñeca izquierda.»

También podría salir un pianista parecido al de
Casablanca.
Un pianista alcohólico. Con su eterno vaso de ginebra con unas gotitas de limón sobre el piano. Es amigo de ambos, conoce sus respectivos secretos. Es un pianista de jazz de gran talento; lástima que el alcohol lo lleve por mal camino.

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