Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
«En suma», concluyó el general, «todo lo que hemos hecho con las manos lo están desbaratando los otros con los pies».
«Es una burla del destino», dijo el mariscal Sucre. «Tal parece como si hubiéramos sembrado tan hondo el ideal de la independencia, que estos pueblos están tratando ahora de independizarse los unos de los otros».
El general reaccionó con una gran vivacidad.
«No repita las canalladas del enemigo», dijo, «aun si son tan certeras como ésa».
El mariscal Sucre se excusó. Era inteligente, ordenado, tímido y supersticioso, y tenía una dulzura del semblante que las viejas cicatrices de la viruela no habían logrado disminuir. El general, que tanto lo quería, había dicho de él que fingía ser modesto sin serlo. Fue héroe en Pichincha, en Tumusla, en Tarqui, y apenas cumplidos los veintinueve años había comandado la gloriosa batalla de Ayacucho que liquidó el último reducto español en la América del Sur. Pero más que por estos méritos estaba señalado por su buen corazón en la victoria, y por su talento de estadista. En aquel momento había renunciado a todos sus cargos, y andaba sin ínfulas militares de ninguna clase, con un sobretodo de paño negro, largo hasta los tobillos, y siempre con el cuello levantado para protegerse mejor de las cuchillas de vientos glaciales de los cerros vecinos. Su único compromiso con la nación, y el último, según sus deseos, era participar como diputado por Quito en el congreso constituyente. Había cumplido treinta y cinco años, tenía una salud de piedra, y estaba loco de amor por doña Mariana Carcelén, marquesa de Solanda, una hermosa y traviesa quiteña casi adolescente, con quien se había casado por poder dos años antes, y con quien tenía una hija de seis meses.
El general no podía imaginarse a nadie mejor calificado que él para sucederlo en la presidencia de la república. Sabía que le faltaban todavía cinco años para la edad reglamentaria, por una limitación constitucional impuesta por el general Rafael Urdaneta para cerrarle el paso. Sin embargo, el general estaba haciendo diligencias confidenciales para enmendar la enmienda.
«Acepte usted», le dijo, «y yo me quedaré como generalísimo, dando vueltas alrededor del gobierno como un toro alrededor de un rebaño de vacas».
Tenía el aspecto desfallecido, pero su determinación era convincente. Sin embargo, el mariscal sabía desde hacía tiempo que nunca sería suyo el sillón en que estaba sentado. Poco antes, cuando se le planteó por primera vez la posibilidad de ser presidente, había dicho que nunca gobernaría una nación cuyo sistema y cuyo rumbo eran cada vez más azarosos En su opinión, el primer paso para la purificación era apartar del poder a los militares, y quería proponer al congreso que ningún general pudiera ser presidente en los próximos cuatro años, tal vez con el propósito de cerrarle el paso a Urdaneta. Pero los opositores más fuertes de esta enmienda serían los más fuertes: los mismos generales.
«Yo estoy demasiado cansado para trabajar sin brújula», dijo Sucre. «Además, Su Excelencia sabe tan bien como yo que aquí no hará falta un presidente sino un domador de insurrecciones».
Asistiría al congreso constituyente, por supuesto, e incluso aceptaría el honor de presidirlo si le fuera ofrecido. Pero nada más. Catorce años de guerras le habían enseñado que no había victoria mayor que la de estar vivo. La presidencia de Bolivia, el país vasto e ignoto que había fundado y gobernado con mano sabia, le enseñó las veleidades del poder. La inteligencia de su corazón le había enseñado la inutilidad de la gloria. «De modo que no, Excelencia», concluyó. El 13 de junio, día de san Antonio, había de estar en Quito con su esposa y su hija, para celebrar con ellas no sólo aquel onomástico sino todos los que le deparara el porvenir. Pues su determinación de vivir para ellas, y sólo para ellas en los goces del amor, estaba tomada desde la Navidad reciente.
«Es todo cuanto le pido a la vida», dijo.
El general estaba lívido. «Yo pensaba que ya no podía sorprenderme de nada», dijo. Y lo miró a los ojos:
«¿Es su última palabra?»
«Es la penúltima», dijo Sucre. «La última es mi eterna gratitud por las bondades de Su Excelencia».
El general se dio una palmada en el muslo para despertarse a sí mismo de un sueño irredimible.
«Bueno», dijo. «Usted acaba de tomar por mí la decisión final de mi vida».
Aquella noche redactó su renuncia bajo el efecto desmoralizador de un vomitivo que le prescribió un médico ocasional para tratar de calmarle la bilis. El 20 de enero instaló el congreso constituyente con un discurso de adioses en el cual elogió a su presidente, el mariscal Sucre, como el más digno de los generales. El elogio arrancó una ovación al congreso, pero un diputado que estaba cerca de Urdaneta le murmuró al oído: «Quiere decir que hay un general más digno que usted». La frase del general, y la perversidad del diputado, se quedaron como dos clavos ardientes en el corazón del general Rafael Urdaneta.
Era justo. Si bien Urdaneta no tenía los inmensos méritos militares de Sucre, ni su gran poder de seducción, no había razón para pensar que fuera menos digno. Su serenidad y su constancia habían sido exaltadas por el propio general, su fidelidad y su afecto por él estaban más que probados, y era uno de los pocos hombres de este mundo que se atrevía a cantarle en la cara las verdades que temía conocer. Consciente de su descuido, el general trató de enmendarlo en las pruebas de imprenta, y en lugar de "el más digno de los generales", corrigió de su puño y letra: "uno de los más dignos". El remiendo no mitigó el rencor.
Días más tarde, en una reunión del general con diputados amigos, Urdaneta lo acusó de fingir que se iba mientras trataba en secreto de que lo reeligieran. Tres años antes, el general José Antonio Páez se había tomado el poder por la fuerza en el departamento de Venezuela, en una primera tentativa de separarlo de Colombia. El general fue entonces a Caracas, se reconcilió con Páez en un abrazo público entre cantos de júbilo y repiques de campanas, y le fabricó sobre medidas un régimen de excepción que le permitía mandar a su antojo. «Ahí empezó el desastre», dijo Urdaneta. Pues aquella complacencia no sólo había acabado de envenenar las relaciones con los granadinos, sino que los contaminó con el germen de la separación. Ahora, concluyó Urdaneta, el mejor servicio que el general podía prestarle a la patria era renunciar sin más dilaciones al vicio de mandar, y salir del país. El general replicó con igual vehemencia. Pero Urdaneta era un hombre íntegro, con un verbo fácil y ardiente, y dejó en todos la impresión de haber asistido a la ruina de una grande y vieja amistad.
El general reiteró su renuncia, y designó a don Domingo Caycedo como presidente interino mientras el congreso elegía al titular. El primero de marzo abandonó la casa de gobierno por la puerta de servicio para no encontrarse con los invitados que estaban agasajando a su sucesor con una copa de champaña, y se fue en una carroza ajena para la quinta de Fucha, un remanso idílico en las goteras de la ciudad, que el presidente provisional le había prestado. La sola certidumbre de no ser más que un ciudadano corriente agravó los estragos del vomitivo. Le pidió a José Palacios, soñando despierto, que le dispusiera los medios para empezar a escribir sus memorias. José Palacios le llevó tinta y papel de sobra para cuarenta años de recuerdos, y él previno a Fernando, su sobrino y amanuense, para que le prestara sus buenos oficios desde el lunes siguiente a las cuatro de la madrugada, que era su hora más propicia para pensar con los rencores en carne viva. Según le dijo muchas veces al sobrino, quería empezar por su recuerdo más antiguo, que era un sueño que tuvo en la hacienda de San Mateo, en Venezuela, poco después de cumplir los tres años. Soñó que una mula negra con la dentadura de oro se había metido en la casa y la había recorrido desde el salón principal hasta las despensas, comiéndose sin prisa todo lo que encontró a su paso mientras la familia y los esclavos hacían la siesta, hasta que acabó de comerse las cortinas, las alfombras, las lámparas, los floreros, las vajillas y cubiertos del comedor, los santos de los altares, los roperos y los arcones con todo lo que tenían dentro, las ollas de las cocinas, las puertas y ventanas con sus goznes y aldabas y todos los muebles desde el pórtico hasta los dormitorios, y lo único que dejó intacto, flotando en su espacio, fue el óvalo del espejo del tocador de su madre.
Pero se sintió tan bien en la casa de Fucha, y el aire era tan tenue bajo el cielo de nubes veloces, que no volvió a hablar de las memorias, sino que aprovechaba los amaneceres para caminar por los senderos perfumados de la sabana. Quienes lo visitaron en los días siguientes tuvieron la impresión de que se había repuesto. Sobre todo los militares, sus amigos más fieles, que lo instaban a permanecer en la presidencia aunque fuera por un golpe de cuartel. Él los desalentaba con el argumento de que el poder de la fuerza era indigno de su gloria, pero no parecía descartar la esperanza de ser confirmado por la decisión legítima del congreso. José Palacios repetía: «Lo que mi señor piensa, sólo mi señor lo sabe».
Manuela seguía viviendo a pocos pasos del palacio de San Carlos, que era la casa de los presidentes, con el oído atento a las voces de la calle. Aparecía en Fucha dos o tres veces por semana, y más si había algo urgente, cargada de mazapanes y dulces calientes de los conventos, y barras de chocolate con canela para la merienda de las cuatro. Raras veces llevaba los periódicos, porque el general se había vuelto tan susceptible a la crítica que cualquier reparo banal podía sacarlo de quicio. En cambio le refería la letra menuda de la política, las perfidias de salón, los augurios de los mentideros, y él tenía que escucharlos con las tripas torcidas aunque le fueran adversos, pues ella era la única persona a quien le permitía la verdad. Cuando no tenían mucho que decirse revisaban la correspondencia, o ella le leía, o jugaban a las barajas con los edecanes, pero siempre almorzaban solos.
Se habían conocido en Quito ocho años antes, en el baile de gala con que se celebró la liberación, cuando ella era todavía la esposa del doctor James Thorne, un médico inglés implantado en la aristocracia de Lima en los últimos tiempos del virreinato. Además de ser la última mujer con quien él mantuvo un amor continuado desde la muerte de su esposa, veintisiete años antes, era también su confidente, la guardiana de sus archivos y su lectora más emotiva, y estaba asimilada a su estado mayor con el grado de coronela. Lejos quedaban los tiempos en que ella había estado a punto de mutilarle una oreja de un mordisco en un pleito de celos, pero sus diálogos más triviales solían culminar todavía con los estallidos de odio y las capitulaciones tiernas de los grandes amores. Manuela no se quedaba a dormir. Se iba con tiempo bastante para que no la sorprendiera la noche en el camino, sobre todo en aquella estación de atardeceres fugaces.
Al contrario de lo que ocurría en la quinta de La Magdalena, en Lima, donde él tenía que inventarse pretextos para mantenerla lejos mientras folgaba con damas de alcurnia, y con otras que no lo eran tanto, en la quinta de Fucha daba muestras de no poder vivir sin ella. Se quedaba contemplando el camino por donde debía llegar, exasperaba a José Palacios preguntándole la hora a cada instante, pidiéndole que cambiara el sillón de lugar, que atizara la chimenea, que la apagara, que la encendiera otra vez, impaciente y de mal humor, hasta que veía aparecer el coche por detrás de las lomas y se le iluminaba la vida. Pero daba muestras de igual ansiedad cuando la visita se prolongaba más de lo previsto. A la hora de la siesta se metían en la cama sin cerrar la puerta, sin desvestirse y sin dormir, y más de una vez incurrieron en el error de intentar un último amor, pues él no tenía ya suficiente cuerpo para complacer a su alma, y se negaba a admitirlo.
Su insomnio tenaz dio muestras de desorden por aquellos días. Se quedaba dormido a cualquier hora en mitad de una frase mientras dictaba la correspondencia, o en una partida de barajas, y él mismo no sabía muy bien si eran ráfagas de sueño o desmayos fugaces, pero tan pronto como se acostaba se sentía deslumbrado por una crisis de lucidez. Apenas si lograba conciliar un medio sueño cenagoso al amanecer, hasta que volvía a despertarlo el viento de la paz entre los árboles. Entonces no resistía la tentación de aplazar el dictado de sus memorias una mañana más, para hacer una caminata solitaria que a veces se prolongaba hasta la hora del almuerzo.
Se iba sin escolta, sin los dos perros fieles que a veces lo acompañaron hasta en los campos de batalla, sin ninguno de sus caballos épicos que ya habían sido vendidos al batallón de los húsares para aumentar los dineros del viaje. Se iba hasta el río cercano por sobre la colcha de hojas podridas de las alamedas interminables, protegido de los vientos helados de la sabana con el poncho de vicuña, las botas forradas por dentro de lana viva, y el gorro de seda verde que antes usaba sólo para dormir. Se sentaba largo rato a cavilar frente al puentecito de tablas sueltas, bajo la sombra de los sauces desconsolados, absorto en los rumbos del agua que alguna vez comparó con el destino de los hombres, en un símil retórico muy propio de su maestro de la juventud, don Simón Rodríguez. Uno de sus escoltas lo seguía sin dejarse ver, hasta que regresaba ensopado de rocío, y con un hilo de aliento que apenas si le alcanzaba para la escalinata del portal, macilento y atolondrado, pero con unos ojos de loco feliz. Se sentía tan bien en aquellos paseos de evasión, que los guardianes escondidos lo oían entre los árboles cantando canciones de soldados como en los años de sus glorias legendarias y sus derrotas homéricas. Quienes lo conocían mejor se preguntaban por la razón de su buen ánimo, si hasta la propia Manuela dudaba de que fuera confirmado una vez más para la presidencia de la república por un congreso constituyente que él mismo había calificado de admirable.
El día de la elección, durante el paseo matinal, vio un lebrel sin dueño retozando entre los setos con las codornices. Le lanzó un silbido de rufián, y el animal se detuvo en seco, lo buscó con las orejas erguidas, y lo descubrió con la ruana casi a rastras y el gorro de pontífice florentino, abandonado de la mano de Dios entre las nubes raudas y la llanura inmensa. Lo husmeó a fondo, mientras él le acariciaba la pelambre con la yema de los dedos, pero luego se apartó de golpe, lo miró a los ojos con sus ojos de oro, emitió un gruñido de recelo y huyó espantado. Persiguiéndolo por un sendero desconocido, el general se encontró sin rumbo en un suburbio de callecitas embarradas y casas de adobe con tejados rojos, en cuyos patios se alzaba el vapor del ordeño. De pronto, oyó el grito: