El general en su laberinto (4 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

«¡Longanizo!»

No tuvo tiempo de esquivar una bosta de vaca que le arrojaron desde algún establo y se le reventó en mitad del pecho y alcanzó a salpicarle la cara. Pero fue el grito, más que la explosión de boñiga, lo que lo despertó del estupor en que se encontraba desde que abandonó la casa de los presidentes. Conocía el apodo que le habían puesto los granadinos, que era el mismo de un loco de la calle famoso por sus uniformes de utilería. Hasta un senador de los que se decían liberales lo había llamado así en el congreso, en ausencia suya, y sólo dos se habían levantado para protestar. Pero nunca lo había sentido en carne viva. Empezó a limpiarse la cara con el borde de la ruana, y no había terminado cuando el custodio que lo seguía sin ser visto surgió de entre los árboles con la espada desnuda para castigar la afrenta. Él lo abrasó con un destello de cólera.

«¿Y usted qué carajos hace aquí?», le preguntó.

El oficial se cuadró.

«Cumplo órdenes, Excelencia».

«Yo no soy excelencia suya», replicó él.

Lo despojó de sus cargos y sus títulos con tanta saña, que el oficial se consideró bien servido de que ya no tuviera poder para una represalia más feroz. Hasta a José Palacios, que tanto lo entendía, le costó trabajo entender su rigor.

Fue un mal día. Pasó la mañana dando vueltas en la casa con la misma ansiedad con que esperaba a Manuela, pero a nadie se le ocultó que esta vez no agonizaba por ella sino por las noticias del congreso. Trataba de calcular minuto a minuto los pormenores de la sesión. Cuando José Palacios le contestó que eran las diez, dijo: «Por mucho que quieran rebuznar los demagogos ya deben haber empezado la votación». Después, al final de una larga reflexión, se preguntó en voz alta: «¿Quién puede saber lo que piensa un hombre como Urdaneta?» José Palacios sabía que el general lo sabía, porque Urdaneta no había cesado de pregonar por todas partes los motivos y el tamaño de su resentimiento. En un momento en que José Palacios volvió a pasar, el general le preguntó al descuido: «¿Por quién crees que votará Sucre?» José Palacios sabía tan bien como él que el mariscal Sucre no podía votar, porque había viajado por esos días a Venezuela junto con el obispo de Santa Marta, monseñor José María Estévez, en una misión del congreso para negociar los términos de la separación. Así que no se detuvo para contestar: «Usted lo sabe mejor que nadie, señor». El general sonrió por primera vez desde que regresó del paseo abominable.

A pesar de su apetito errático, casi siempre se sentaba a la mesa antes de las once para comer un huevo tibio con una copa de oporto, o para picotear la pezuña del queso, pero aquel día se quedó vigilando el camino desde la terraza mientras los otros almorzaban, y estuvo tan absorto que ni José Palacios se atrevió a importunarlo. Pasadas las tres se incorporó de un salto, al percibir el trote de las mulas antes de que apareciera por las lomas el carruaje de Manuela. Corrió a recibirla, abrió la puerta para ayudarla a bajar, y desde el momento en que le vio la cara conoció la noticia. Don Joaquín Mosquera, primogénito de una casa ilustre de Popayán, había sido electo presidente de la república por decisión unánime.

Su reacción no fue de rabia ni de desengaño, sino de asombro, pues él mismo había sugerido al congreso el nombre de don Joaquín Mosquera, seguro de que no aceptaría. Se sumergió en una cavilación profunda, y no volvió a hablar hasta la merienda. «¿Ni un solo voto por mí?», preguntó. Ni uno solo. Sin embargo, la delegación oficial que lo visitó más tarde, compuesta por diputados adictos, le explicó que sus partidarios se habían puesto de acuerdo para que la votación fuera unánime, de modo que él no apareciera como perdedor en una contienda reñida. Él estaba tan contrariado que no pareció apreciar la sutileza de aquella maniobra galante. Pensaba, en cambio, que habría sido más digno de su gloria que le aceptaran la renuncia desde que la presentó por primera vez.

«En resumidas cuentas», suspiró, «los demagogos han vuelto a ganar, y por partida doble».

Sin embargo, se cuidó muy bien de que no se le notara el estado de conmoción en que se encontraba, hasta que los despidió en el pórtico. Pero los coches no se habían perdido de vista cuando cayó fulminado por una crisis de tos que mantuvo la quinta en estado de alarma hasta el anochecer. Uno de los miembros de la comitiva oficial había dicho que el congreso fue tan prudente en su decisión, que había salvado a la república. Él lo había pasado por alto. Pero esa noche, mientras Manuela lo obligaba a tomarse una taza de caldo, le dijo: «Ningún congreso salvó jamás una república». Antes de acostarse reunió a sus ayudantes y a la gente de servicio, y les anunció con la solemnidad habitual de sus renuncias sospechosas:

«Mañana mismo me voy del país».

No fue mañana mismo, pero fue cuatro días después. Mientras tanto recobró la templanza perdida, dictó una proclama de adiós en la que no dejaba traslucir las lacras del corazón, y volvió a la ciudad para preparar el viaje. El general Pedro Alcántara Herrán, ministro de guerra y marina del nuevo gobierno, se lo llevó para su casa de la calle de La Enseñanza, no tanto por darle hospital, como para protegerlo de las amenazas de muerte que cada vez se hacían más temibles.

Antes de irse de Santa Fe remató lo poco de valor que le quedaba para mejorar sus arcas. Además de los caballos vendió una vajilla de plata de los tiempos pródigos de Potosí, que la Casa de Moneda había tasado por el simple valor metálico sin tomar en cuenta el preciosismo de su artesanía ni sus méritos históricos: dos mil quinientos pesos. Hechas las cuentas finales, llevaba en efectivo diecisiete mil seiscientos pesos con sesenta centavos, una libranza de ocho mil pesos contra el tesoro público de Cartagena, una pensión vitalicia que le había acordado el congreso, y poco más de seiscientas onzas de oro repartidas en distintos baúles. Éste era el saldo de lástima de una fortuna personal que el día de su nacimiento se tenía entre las más prósperas de las Américas.

En el equipaje que José Palacios arregló sin prisa la mañana del viaje mientras él acababa de vestirse, sólo tenía dos mudas de ropa interior muy usadas, dos camisas de quitar y poner, la casaca de guerra con una doble fila de botones que se suponían forjados con el oro de Atahualpa, el gorro de seda para dormir y una caperuza colorada que el mariscal Sucre le había traído de Bolivia. Para calzarse no tenía más que las pantuflas caseras y las botas de charol que llevaría puestas. En los baúles personales de José Palacios, junto con el botiquín y otras pocas cosas de valor, llevaba el
Contrato Social
de Rousseau, y
El Arte Militar
del general italiano Raimundo Montecuccoli, dos joyas bibliográficas que pertenecieron a Napoleón Bonaparte y le habían sido regaladas por sir Robert Wilson, padre de su edecán. El resto era tan escaso, que todo cupo embutido en un morral de soldado. Cuando él lo vio, listo para salir a la sala donde lo aguardaba la comitiva oficial, dijo:

«Nunca hubiéramos creído, mi querido José, que tanta gloria cupiera dentro de un zapato».

En sus siete mulas de carga, sin embargo, iban otras cajas con medallas y cubiertos de oro y cosas múltiples de cierto valor, diez baúles de papeles privados, dos de libros leídos y por lo menos cinco de ropa, y varias cajas con toda clase de cosas buenas y malas que nadie había tenido la paciencia de contar. Con todo, aquello no era ni la sombra del equipaje con que regresó de Lima tres años antes, investido con el triple poder de presidente de Bolivia y Colombia y dictador del Perú: una recua con setenta y dos baúles y más de cuatrocientas cajas con cosas innumerables cuyo valor no se estableció. En esa ocasión había dejado en Quito más de seiscientos libros que nunca trató de recuperar.

Eran casi las seis. La llovizna milenaria había hecho una pausa, pero el mundo seguía turbio y frío, y la casa tomada por la tropa empezaba a exhalar un tufo de cuartel. Los húsares y granaderos se levantaron en tropel cuando vieron acercarse desde el fondo del corredor al general taciturno entre sus edecanes, verde en el resplandor del alba, con la ruana terciada sobre el hombro y un sombrero de alas grandes que ensombrecían aún más las sombras de su cara. Se tapaba la boca con un pañuelo embebido en agua de colonia, de acuerdo con una vieja superstición andina, para protegerse de los malos aires por la salida brusca a la intemperie. No llevaba ninguna insignia de su rango ni le quedaba el menor indicio de su inmensa autoridad de otros días, pero el halo mágico del poder lo hacía distinto en medio del ruidoso séquito de oficiales. Se dirigió a la sala de visitas, caminando despacio por el corredor tapizado de esteras que bordeaba el jardín interior, indiferente a los soldados de la guardia que se cuadraban a su paso. Antes de entrar en la sala se guardó el pañuelo en el puño de la manga, como ya sólo lo hacían los clérigos, y le dio a uno de los edecanes el sombrero que llevaba puesto.

Además de los que habían velado en la casa, otros civiles y militares seguían llegando desde el amanecer. Estaban tomando café en grupos dispersos, y los atuendos sombríos y las voces amordazadas habían enrarecido el ambiente con una solemnidad lúgubre. La voz afilada de un diplomático sobresalió de pronto por encima de los susurros:

«Esto parece un funeral».

No acababa de decirlo, cuando percibió a sus espaldas el hálito de agua de colonia que saturó el clima de la sala. Entonces se volvió con la taza de café humeante sostenida con el pulgar y el índice, y lo inquietó la idea de que el fantasma que acababa de entrar hubiera oído su impertinencia. Pero no: aunque la última visita del general a Europa había sido veinticuatro años antes, siendo muy joven, las añoranzas europeas eran más incisivas que sus rencores. Así que el diplomático fue el primero a quien se dirigió para saludarlo con la cortesía extremada que le merecían los ingleses.

«Espero que no haya mucha niebla este otoño en Hyde Park», le dijo.

El diplomático tuvo un instante de vacilación, pues en los últimos días había oído decir que el general se iba para tres lugares distintos, y ninguno era Londres. Pero se repuso de inmediato.

«Trataremos de que haya sol de día y de noche para Su Excelencia», dijo.

El nuevo presidente no estaba allí, pues el congreso lo había elegido en ausencia y le haría falta más de un mes para llegar desde Popayán. En su nombre y lugar estaba el general Domingo Caycedo, vicepresidente electo, del cual se había dicho que cualquier cargo de la república le quedaba estrecho, porque tenía el porte y la prestancia de un rey. El general lo saludó con una gran deferencia, y le dijo en un tono de burla:

«¿Usted sabe que no tengo permiso para salir del país?»

La frase fue recibida con una carcajada de todos, aunque todos sabían que no era una broma. El general Caycedo le prometió enviar a Honda en el correo siguiente un pasaporte en regla.

La comitiva oficial estaba formada por el arzobispo de la ciudad, hermano del presidente encargado, y otros hombres notables y funcionarios de alto rango con sus esposas. Los civiles llevaban zamarros y los militares llevaban botas de montar, pues se disponían a acompañar varias leguas al proscrito ilustre. El general besó el anillo del arzobispo y las manos de las señoras, y estrechó sin efusión las de los caballeros, maestro absoluto del ceremonial untuoso, pero ajeno por completo a la índole de aquella ciudad equívoca, de la cual había dicho en más de una ocasión: «Éste no es mi teatro». Los saludó a todos en el orden en que los fue encontrando en el recorrido de la sala, y para cada uno tuvo una frase aprendida con toda deliberación en los manuales de urbanidad, pero no miró a nadie a los ojos. Su voz era metálica y con grietas de fiebre, y su acento caribe, que tantos años de viajes y cambios de guerras no habían logrado amansar, se sentía más crudo frente a la dicción viciosa de los andinos.

Cuando terminó los saludos, recibió del presidente interino un pliego firmado por numerosos granadinos notables que le expresaban el reconocimiento del país por sus tantos años de servicios. Fingió leerlo ante el silencio de todos, como un tributo más al formalismo local, pues no hubiera podido ver sin lentes ni una caligrafía aun más grande. No obstante, cuando fingió haber terminado dirigió a la comitiva unas breves palabras de gratitud, tan pertinentes para la ocasión que nadie hubiera podido decir que no había leído el documento. Al final hizo con la vista un recorrido del salón, y preguntó sin ocultar una cierta ansiedad:

«¿No vino Urdaneta?»

El presidente interino le informó que el general Rafael Urdaneta se había ido detrás de las tropas rebeldes para apoyar la misión preventiva del general José Laurencio Silva. Alguien se dejó oír entonces por encima de las otras voces:

«Tampoco vino Sucre».

Él no podía pasar por alto la carga de intención que tenía aquella noticia no solicitada. Sus ojos, apagados y esquivos hasta entonces, brillaron con un fulgor febril, y replicó sin saber a quién:

«Al Gran Mariscal de Ayacucho no se le informó la hora del viaje para no importunarlo».

Al parecer, ignoraba entonces que el mariscal Sucre había regresado dos días antes de su fracasada misión en Venezuela, donde le habían prohibido la entrada a su propia tierra. Nadie le había informado que el general se iba, tal vez porque a nadie podía ocurrírsele que no fuera el primero en saberlo. José Palacios lo supo en un mal momento, y luego lo había olvidado en los tumultos de las últimas horas. No descartó la mala idea, por supuesto, de que el mariscal Sucre estuviera resentido por no haber sido avisado.

En el comedor contiguo, la mesa estaba servida para el espléndido desayuno criollo: tamales de hoja, morcillas de arroz, huevos revueltos en cazuelas, una rica variedad de panes de dulce sobre paños de encajes, y las marmitas de un chocolate ardiente y denso como un engrudo perfumado. Los dueños de casa habían retrasado el desayuno por si él aceptaba presidirlo, aunque sabían que en la mañana no tomaba nada más que la infusión de amapolas con goma arábiga. De todos modos, doña Amalia cumplió con invitarlo a ocupar la poltrona que le habían reservado en la cabecera, pero él declinó el honor y se dirigió a todos con una sonrisa formal.

«Mi camino es largo», dijo. «Buen provecho».

Se empinó para despedirse del presidente interino, y éste le correspondió con un abrazo enorme, que les permitió a todos comprobar qué pequeño era el cuerpo del general, y qué desamparado e inerme se veía a la hora de los adioses. Después volvió a estrechar las manos de todos y a besar las de las señoras. Doña Amalia trató de retenerlo hasta que escampara, aunque sabía tan bien como él que no iba a escampar en lo que faltaba del siglo. Además, se le notaba tanto el deseo de irse cuanto antes, que tratar de demorarlo le pareció una impertinencia. El dueño de casa lo condujo hasta las caballerizas bajo la llovizna invisible del jardín. Había tratado de ayudarlo llevándolo del brazo con la punta de los dedos, como si fuera de vidrio, y lo sorprendió la tensión de la energía que circulaba debajo de la piel, como un torrente secreto sin ninguna relación con la indigencia del cuerpo. Delegados del gobierno, de la diplomacia y de las fuerzas militares, con el barro hasta los tobillos y las capas ensopadas por la lluvia, lo esperaban para acompañarlo en su primera jornada. Nadie sabía a ciencia cierta, sin embargo, quiénes lo acompañaban por amistad, quiénes para protegerlo, y quiénes para estar seguros de que en verdad se iba.

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