El haiku de las palabras perdidas (20 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

—En realidad no. Me han ascendido, ya sabes.

—No, no lo sabía.

—Ahora coordino la protección medioambiental.

Emilian tragó saliva. Parecía que su caída había favorecido, en justa compensación cósmica, a todos los que le rodeaban.

—Mucho mejor —le felicitó—. Así nadie te pondrá pegas cuando metas mano para averiguar lo que te he pedido.

—Okey En este momento te estoy mandando un mensaje con mis datos nuevos —dijo mientras tecleaba—. Pero ve pensando en presentarme a esa chica. ¡Viniendo de ti, seguro que es un bombón!

—Gracias por tu ayuda, Marek.

—Lo dicho. Cuenta conmigo, hoy y siempre.

—Gracias —repitió.

Antes de dejar el móvil sobre la mesa ya se estaba preguntando por qué se entrometía en aquel asunto que nada podía reportarle... O quizá ahí estaba la clave. Tal vez era el momento de hacer algo por los sueños de alguien que no fuera él mismo. En realidad no importa, pensó, despidiéndose mentalmente de Mei y de su abuela. Estaba seguro de que en un rato habría aparcado su particular intriga nipona para descentrarse con quebraderos de cabeza mucho más cercanos.

Al día siguiente no se movió de casa. Lo pasó volcado en el portátil. De repente pensó que la solución estaba en trabajar por cuenta ajena —algo de lo que siempre había huido— y decidió confeccionar un curriculum detallado. Nunca había revisado de forma analítica su vida profesional. Enumerar sus abundantes trabajos y logros pasados, lejos de resultarle placentero, acentuaba su dolor. Sentía una mezcla de humillación, rechazo y decepción que le provocaba un gran vacío y un vértigo que jamás había experimentado. Ya entrada la madrugada, se durmió en el sofá con un puñado de folios que terminaron en el suelo como los pétalos deshojados de una margarita fallida.

La mañana despertó distinta. Necesitaba aire fresco. Decidió pasar por la biblioteca del Palacio de las Naciones para buscar las referencias de unos estudios que había llevado a cabo para el IPCC al poco de incorporarse. Quería incluir un enlace en el curriculum pero no los encontraba en internet; ni siquiera sabía si estaban colgados. Le daba cierto reparo encontrarse con alguno de sus compañeros del Panel, pero no tenía nada de lo que avergonzarse. Miró la hora. Eran más de las once. Hizo sus flexiones entre las pilas de libros y documentos que florecían en cada metro cuadrado del apartamento, se dio una ducha fría y bajó a la panadería que unos meses antes habían abierto al otro lado de la calle convirtiéndole en un adicto a los bollos recién hechos. Mientras salía del portal encendió el móvil y encontró un correo de su amigo Marek. Lo leyó parado en la acera, paladeando el aroma harinoso que salía del horno.

De: Marek Baunmann. Para: Emilian Zách. Enviado: 5 de marzo de 2011 a las 00.17 horas. Asunto: INFO. Querido amigo, ya tengo lo que me pediste. O, mejor dicho, lo poco que he podido conseguir. La persona que buscas es un mecenas habitual de la OIEA; al parecer lleva años financiando concursos de investigación y programas de estudios aplicados relacionados con radiactividad pero, paradójicamente, no hay ningún dato sobre él en nuestros registros. Al parecer, la única premisa que impone para seguir soltando dinero es la confidencialidad, y ésta alcanza incluso a los miembros de nuestra organización. No obstante pregunté a los chicos del departamento, y aunque nadie ha llegado nunca a verlo ni conocen su nombre, sí me han dicho que actúa a través de una sociedad anónima llamada Concentric Circles que a su vez es propiedad de otras mercantiles extranjeras. Me extraña que eso de los círculos concéntricos no me suene de nada, porque tiene la sede social en Rolle, como muchas grandes empresas. La dirección es: Camino del Sol sin número. Supongo que se tratará de un edificio entero fácil de localizar. Escríbeme si necesitas algo más y sobre todo preséntame a esa chica. Si ha sido la causante de que me llames, realmente merecerá la pena. Imagino que ya habrá caído en tus redes, pero tendrá alguna amiga que esté libre, ¿no? Me lo debes ©.

Estaba claro que cuanto le había anunciado Mei en Tokio era cierto: aquel mecenas, el antiguo amor de la abuela Junko, había llegado a publicar su haiku en la convocatoria a un concurso público para lanzarle un mensaje, pero al mismo tiempo estaba obsesionado con que nadie conociera su identidad. No iba a ser una tarea fácil. Al menos Marek había obtenido algo tangible: el nombre y la dirección de la sociedad que le daba cobertura para actuar. Pero si, como suponían, estaba participada por otras empresas extranjeras sería complicado llegar hasta los datos personales de los accionistas, que a su vez podrían ser meros apoderados o incluso hombres de paja. Era lógico pensar que si quería pasar inadvertido —y al parecer disponía de sobrados medios económicos para ello— habría enmarañado a conciencia su estructura jurídica.

—Concentric Circles... —repitió Emilian para sí, tratando de encontrarle algún sentido al nombre.

Mientras compraba los bollos comenzó a hacerse preguntas.

¿A qué demonios se dedicará? Y con sede en Rolle... Conocía bien aquel pintoresco pueblecito de viticultores a la orilla del lago Leman, a unos treinta kilómetros de Ginebra. Pese a su reducido tamaño, estaba rodeado de escuelas internacionales en las que habían estudiado varios miembros de las monarquías europeas y, como había apuntado Marek, albergaba las sedes de varias empresas de renombre internacional como Cisco Systems, Nissan o Yahoo!, la cual, según había leído un par de días antes, acababa de anunciar la construcción allí mismo de un nuevo banco de datos ecológico dotado de la última tecnología de bajo consumo.

Subió a casa y desayunó de pie en la encimera de la cocina. Muy a su pesar no podía dejar de darle vueltas al asunto. Le intrigaba tanto secretismo alrededor de esa extraña empresa, Concentric Circles, incluso el propio nombre le causaba desazón... Encendió el portátil, se conectó a internet y tecleó aquellas dos palabras, acompañándolas de otras referencias que pudieran concretar la búsqueda. Un rato después no había avanzado nada. No tenía página web propia ni tampoco compartida con otras marcas. Sólo encontró enlaces a directorios genéricos de sociedades en los que aparecía el nombre sin información específica alguna.

No lo pensó dos veces. Aparcó la visita a la biblioteca hasta el día siguiente, cogió las llaves de su viejo Golf y abandonó la casa como quien huye de un incendio.

Salió de Ginebra rodeando el parque de Naciones Unidas —la zona con menos trafico a aquella hora— y se sintió como cuando de niño hacía novillos. Evitó mirar al palacio y se concentró en su destino: Rolle. Cualquier otro día habría enfilado la tranquila carretera que enlazaba como las perlas de un collar las aldeas que se desperdigaban alrededor del lago Leman, pero en cuanto pudo se incorporó a la autopista que conducía al cantón de Vaud para llegar cuanto antes.

Antes de darse cuenta ya estaba tomando la salida 13. El sol no había alcanzado su cénit y arrancaba tonalidades tenues a las flores de las granjas restauradas en la orilla del lago. La mayoría fueron meros refugios de pescadores, pero con el tiempo se habían convertido en las propiedades más codiciadas del país. Fundían su envidiable ubicación con el estilo rústico propio de los Alpes que, como en una acuarela romántica, se alzaban más allá de los campos de viñedos.

El centro del pueblo estaba inundado de banderolas que lo teñían todo de rojo intenso y cruces blancas. El navegador portátil que llevaba en la guantera no localizaba la calle que le había indicado Marek. Abrió la ventanilla y preguntó a un hombre de cara sonrosada que siguió su camino sin contestar. Aparcó junto a un par de autobuses de tour-operadores y caminó por la calle peatonal que partía desde la fortaleza. La mayoría de las personas que encontraba a su paso eran turistas jubilados. Lo intentó con una pareja de pelo cano, pero no supieron indicarle hacia dónde debía dirigirse. Se le acercó una mujer con grandes gafas redondas de pasta color cereza que portaba una bolsa de la compra con la misma altivez que si colgase de su brazo el último modelo de Louis Vuitton.

—Disculpe —le abordó con amabilidad—. ¿Preguntaba por el camino Mediodía?

—No, por el camino del Sol.

—Es el mismo. Aquí casi todos los caminos tienen dos o tres nombres.

—¿Está segura?

—Llevo viviendo en Rolle toda mi vida —declaró orgullosa—. Le queda un poco lejos.

—Tengo algo parecido a un coche en el aparcamiento.

—¿Cómo dice?

—Estaba bromeando.

—Ya lo había entendido. Retroceda unos quinientos metros por donde ha venido y tome la primera senda de tierra hacia la derecha.

—¿El camino del Sol es de tierra?

—¿Y qué esperaba? ¡No se despiste! Un castaño centenario marca la entrada.

Emilian permaneció pensativo un par de segundos. No le terminaban de cuadrar aquellas indicaciones.

—Estamos hablando del área donde se ubican las empresas, ¿verdad?

La señora le devolvió una mirada suspicaz.

—¿Qué busca usted exactamente?

—Le agradezco su amabilidad —se despidió—. De momento me conformaré con encontrar ese castaño.

Quinientos metros hacia atrás, la primera senda a la derecha... Era un camino para tractores. ¿Cómo va a estar aquí el domicilio social del mecenas? Pero allí se alzaba el árbol. Centenario, sin duda. Viró y se introdujo entre los viñedos dejando a su paso una estela de polvo.

Concentric Circles... vio de pasada en una placa metálica.

Era tan pequeña que había que entornar los ojos para leerla.

Frenó de golpe.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó al aire.

El cartel estaba anclado a un buzón descascarillado. Marcaba la entrada de otro sendero aún más precario. Un par de alambres mal sujetos a unas estacas impedían el paso a vehículos. Emilian arrimó el suyo al canal de riego que delimitaba el borde para no obstruir el paso y siguió a pie. Pronto advirtió que se trataba de una vieja bodega. Al fondo del sendero divisó una casona de piedra que en su día debió de hacer las veces de oficina, a un lado el inmenso almacén de madera que sin duda albergaba los depósitos y los lagares y, alrededor, cubriendo los campos adyacentes como los radios de una rueda de bicicleta desterrada en un trastero, cientos de hileras de cepas rendidas a las inclemencias del tiempo, carentes de cuidados y sin producción alguna de uva. A Emilian le extrañaba que ninguno de los propietarios de los prósperos viñedos colindantes la hubiese comprado para replantar, dado que aquella región tenía asegurada la venta del cien por cien de su embotellado. Era obvio que al mecenas, dedicado a financiar proyectos de investigación, le sobraba el dinero. Pero ¿para qué mantener un puñado de viejas cepas si lo que realmente le interesaba era el transporte de material radiactivo? La puerta de la casona estaba cerrada con llave. Tenía el aspecto de no haber sido abierta en mucho tiempo. Dio una vuelta buscando algún hueco por el que asomarse al interior, pero las contraventanas de madera también estaban selladas con cadenas oxidadas. Decidió probar suerte en el almacén. Mientras se aproximaba se dio cuenta de que el enorme portón de madera tenía algo impreso en sus dos hojas. Lo palpó con curiosidad. Era una especie de símbolo grabado con una herramienta gruesa. Retrocedió unos pasos para verlo con más perspectiva y comprobó que se trataba de una serie de círculos concéntricos. Serían diez o doce. El más grande tendría casi tres metros de diámetro y el central, una sección poco mayor que un agujero de bala.

Concentric Circles, una bodega abandonada, radiactividad...

Seguía sin ocurrírsele nada.

El portón también estaba cerrado, pero el candado parecía nuevo. Emilian sintió una repentina sed. Quizá necesitaba tragar el polvo removido del camino que se le había depositado en las paredes de la garganta, o más bien se le estaba secando la boca al intuir lo que estaba a punto de hacer. Agitó de forma estéril la cadena y rodeó el almacén al igual que antes había hecho con la casona. Esta vez tuvo más suerte. En uno de los laterales, a la altura del piso superior, vio una trampilla entreabierta. Acercó rodando una barrica chamuscada que encontró junto a los restos de una hoguera —otro indicio de que alguien había estado no hacía mucho— y se encaramó como pudo. Estuvo a punto de rasgarse el pantalón con un clavo que asomaba en la madera.

—¿Alguien me quiere explicar qué estoy haciendo aquí?

—preguntó con sorna en voz alta, sujeto al marco de madera como un vulgar ratero.

Dudó si dejarse caer y olvidar todo aquello para siempre o dar un último tirón para introducir el cuerpo por el hueco. Escogió la segunda opción. Se preguntó si aquél no sería uno de esos momentos en los que haces algo en principio intrascendente pero que al final te cambia la vida.

Una vez dentro, sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la tenue luz que se filtraba entre los tablones de la pared. Había ido a parar a una pasarela elevada desde la que podía tocar unos grandes depósitos metálicos. Parecían bastante modernos, al igual que el resto de la maquinaria que se distribuía a diferentes alturas entre un pequeño laboratorio y la planta para embotellar y etiquetar. Todo estaba cubierto de polvo y en claro desuso, pero Emilian seguía sintiendo que aquel almacén guardaba algo más que el tufo cautivo de la fermentación. Bajó al nivel del suelo y se acercó a una escalinata excavada en la tierra. Descendió unos cuantos metros agachándose para no rozar con la cabeza en el burdo revoque de yeso y salió a un sótano oscuro. Palpó en la pared y, como esperaba, encontró un interruptor. Una luz macilenta descubrió el calado de piedra de la casona, un entramado de antiguas galerías en las que se apilaban las barricas para la crianza del vino. Se adentró despacio por la nave principal y golpeó al azar con los nudillos una tapa de roble. No sonaba a hueco. ¿Qué hacía allí todo aquel vino abandonado? Giró por una de las calles perpendiculares del calado y fue hacia una lámpara tipo antorcha que prendía al fondo. Apoyó la espalda en la piedra y se paró a pensar unos segundos.

Sintió frío. Se frotó los brazos. Fue entonces cuando vio, entre el hueco que dejaban las barricas de la primera hilera, una pila de grandes cajones de madera escondidos. Por su forma rectangular era obvio que no contenían vino.

Se asomó para examinarlos con más detalle, pero apenas alcanzaba a distinguir nada salvo que estaban tan nuevos como el candado de fuera. El candado... En ese momento creyó oír un ruido en la lejanía. Escuchó con atención a través de la tenebrosa resonancia del calado y se percató con pánico de que alguien estaba descorriendo la cadena y abriendo el portón.

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