El haiku de las palabras perdidas (38 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El doctor... Cuando abandonó Nagasaki el doctor se estaba vaciando como el lama que se hizo momia, y al igual que éste tampoco él sufría, estaba feliz de que su hijo pudiera coger un tren y escapar a tiempo. ¿Sería el destino del doctor sacrificarse por él, morir para que él viviera? ¿Estaban vaciándose los otros miles de infectados para que los supervivientes vivieran felices, por fin, después de tantos años de guerra? Comenzó a darse cuenta de que no tenía derecho a volver atrás. No lo tenía. No. Pero Junko... Entonces recordó las palabras del doctor, cuando le dijo que el verdadero amor era entregarse al otro sin esperar nada a cambio, y que de cada acción que llevase a cabo a partir de ese amor surgiría una familia de círculos concéntricos que alcanzarían cotas grandiosas. Y supo que, tarde o temprano, en un lugar u otro de este mundo o de aquellos que le quedaran por conocer, sus caminos volverían a cruzarse.

Saltó del carro y corrió de vuelta hasta el lugar donde la miko aún seguía despidiéndose del resto. Sujetó sus manos con fuerza, como ofreciéndole sin trabas todos los pensamientos que no era capaz de pronunciar en voz alta. Pasados unos segundos la soltó y se encaramó al remolque del camión de los transportistas, que para entonces ya vibraba escupiendo humo negro.

Adiós, no dijo la miko.

Adiós, no le contestó Kazuo, lanzándole una mirada de gratitud que le devolvió a la mujer alguno de los años de vida que la guerra le había robado.

16. Sandalias y carretas por el sendero de Isahaya

Berna, 8 de marzo de 2011

E
milian salió de Berna concentrado en los carteles indicativos como si fuera la primera vez que conducía. Estaba aturdido. Las palabras de Marek anunciándole su readmisión en el IPCC sonaban a música celestial fundida con la marcha fúnebre de Chopin. No podían llegar en peor momento. Se veía obligado a abandonar a Mei justo cuando acababan de comunicarle que su abuela estaba a punto de morir.

Si en ese momento le hubiese pedido que la llevara al aeropuerto, todo habría sido más fácil. Mei se aseguraría de llegar a tiempo de coger la mano de la anciana y el conflicto de Emilian se esfumaría. Pero ella, haciendo gala de una valentía que a buen seguro había heredado de su abuela, parecía más aferrada que nunca al propósito que le había conducido a Suiza.

—No voy a interrumpir la búsqueda de Kazuo —declaró.

Quizá, pensó Emilian, llegado el momento se detengan los relojes, como aquel que se paró a las 11.02.

Después de lo que les había revelado el ucraniano Oleksander Bodarenko, estaba ansiosa por llegar a casa para sentarse a recopilar información sobre el nuevo —y quizá último— hilo de búsqueda de que disponían: la asociación de víctimas de la bomba con la que Kazuo supuestamente había colaborado durante años. El problema era que no tenían la menor idea de cuál de ellas podría ser, y había muchas. Tras el estallido se convirtieron en el primer hogar y la única familia de muchos afectados que lo habían perdido todo. Cierto es que algunos salieron adelante por sí mismos, como la abuela Junko. Pero la mayoría no lo habrían logrado de no haber sido por la asistencia que les prestaron. La parsimonia de la burocracia gubernamental resultaba tan letal como la propia radiación. Había sido necesario hacer presión y pelear indemnizaciones dignas y subsidios estatales, insistir en la promulgación de leyes de asistencia sanitaria gratuita, fomentar proyectos de compensación desde Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales...

—Se ocupan de todo —le explicó Mei mientras se incorporaban a la autovía—. Desde organizar los encendidos masivos de velas en las celebraciones hasta las cuestiones médicas. Incluso tienen sus propios equipos de especialistas. Clasifican a las víctimas por grupos según la radiación recibida y les aplican tratamientos individualizados. A los que eran fetos en el momento del estallido y se encontraban en un radio de doce kilómetros les financian hasta las dietas de los familiares que los acompañan a las revisiones. Imagina su grado de implicación. Para poder hacer todo eso tienen que tener un nutrido plantel de benefactores, por lo que llevarán algún registro del que podamos servirnos para encontrar a Kazuo.

Aquello sonó a punto final. De hecho, a partir de entonces un silencio de velatorio se instaló en el interior del coche. Cada uno se concentró en librar sus propias batallas. De vez en cuando Emilian se giraba hacia Mei, que mantenía al frente su mirada de esfinge.

—¿Pertenece tu abuela a alguna de esas asociaciones de víctimas? —le preguntó cuando ya estaban llegando a Ginebra.

—No.

El retomar la charla después de casi dos horas les supuso a ambos una bocanada de frescor, como si hubieran abierto la ventanilla.

—¿Por qué?

—Cree que sería aprovecharse de una organización que otros necesitan más que ella.

—Apuesto a que tener un miembro más no les perjudicaría en nada —comentó mientras se incorporaba al carril de salida—. Supongo que serán cientos, o miles si me apuras.

—Más bien miles.

—Quizá tu abuela podría haberse beneficiado de alguna ayuda que ni siquiera sabe que existe.

—Es una cuestión de concepto. Tras ir a vivir a Tokio jamás regresó a Nagasaki, salvo de visita a la inauguración del Museo de la Bomba Atómica.

—Pero sufrió la bomba como el resto.

—Sí, pero gracias a mi abuelo ha estado cubierta toda su vida por un seguro médico privado.

—Sigo sin estar de acuerdo. Aunque, mirándolo bien, el que tu abuela nunca les haya pedido nada quizá nos sirva para que ahora nos echen una mano. Sería una forma inmejorable de compensarle.

Aparcaron frente al portal. Antes de salir del coche, Emilian se giró una vez más hacia ella. Esta vez con todo el cuerpo, apoyando el brazo en el respaldo.

—Mañana tengo que ir temprano a una reunión del IPCC —soltó de golpe.

—Me dijiste que te habían expulsado.

—Antes, cuando he salido a hablar por teléfono, era Marek.

Traía buenas noticias.

—Lo primero es tu trabajo —repuso lacónica.

—No sé cuándo volveré, supongo que tarde.

Mei no hizo más comentarios.

Para cuando entraron en casa era tan de noche que hasta los muebles parecían estar dormidos. Se despidieron en voz baja para no alterar la quietud. Emilian no se atrevió a darle ni un casto beso de buenas noches. No habría podido resistirse a la tentación de volver a desnudarla sobre el suelo del salón. Aunque la verdadera razón que le llevaba a contenerse era saber que la estaba traicionando.

Para cuando Mei despertó, Emilian ya se había marchado a la reunión del Comité. Miró la hora. Después de lo que le costó conciliar el sueño tras haberse quedado a adelantar un poco de trabajo, no era extraño que se hubiera quedado dormida.

Se asomó a la ventana. Hacía sol, pero la casa estaba fría. El pantalón corto de pijama y la camiseta de tirantes resultaban más que suficientes bajo un edredón de pluma capaz de crear un microclima en medio del Ártico, pero para caminar por el salón se echó una manta por encima. Preparó un té y se sentó en el sofá, iPad en mano. Ni siquiera esperó a darse una ducha.

Abrió el archivo con las asociaciones que había seleccionado por la noche y se dispuso a realizar las primeras averiguaciones. ¿Con cuál habría colaborado Kazuo? Lo más seguro es que hubiera donado dinero a más de una. Se trataba de ir probando. Decidió comenzar por las más pequeñas. Supuso que sería más sencillo acceder a los responsables, pero se equivocó. En las dos primeras chocó contra sendos contestadores automáticos. Uno se limitaba a recoger recados y el otro disparaba un mensaje que derivaba a una dirección de correo electrónico. El siguiente intento comenzó mejor. Le atendió una operadora, pero no pudo pasarle con el director. Al parecer se trataba de un hombre que, como el señor Villars de Berna, tenía su trabajo al margen de la asociación y tan sólo dedicaba un rato cada semana a atender los asuntos pendientes. La operadora se negó a darle un listado de donantes, ni siquiera uno de afectados que Mei le solicitó por si pudiera encontrar en él alguna pista accesoria. Mei pensó que tenía que cambiar de estrategia y dirigirse a las asociaciones más grandes. Telefoneó a la que parecía estar provista de la estructura más completa.

—Asociación de Víctimas de la Bomba Atómica de Nagasaki —contestó al momento una voz que llevaba impresa una profesionalidad de la que carecía la anterior.

—Buenos días —saludó Mei, agradeciendo unas palabras en japonés tras vivir tantas emociones lejos de casa.

—Querrá decir buenas tardes —se notó que sonreía al otro lado la operadora.

—Disculpe, es por la diferencia horaria. Necesito hacer una consulta.

—¿Me da su número de tarjeta?

—No soy miembro. En realidad quería tratar un asunto personal con el responsable.

—¿De qué departamento?

—No estoy segura. Quizá el director financiero.

—No existe ese puesto. ¿Ha consultado nuestra página web?

—La tengo delante —murmuró mientras pasaba el índice por la pantalla del iPad buscando un organigrama.

—Puede ser el responsable del equipo médico, de asistencia social, de administración...

—Póngame con alguien del de administración —se decidió.

Sonó el tono clásico de llamada. Mei agradeció que no tuvieran música de espera.

—Buenas tardes —saludó un hombre al otro lado.

—Buenas tardes. Mi nombre es Mei Morimoto. Vivo en Tokio, aunque le estoy llamando desde Ginebra, en Suiza.

—¡Eso está muy lejos! —exclamó, simpático.

Parecía joven. Mei se alegró. Le vendría bien cierta complicidad.

—Sí, muy lejos. Tengo una cuestión de suma importancia que me gustaría consultarle.

—¿Es usted miembro de la asociación?

—No, no lo soy. Mi abuela es una víctima de la bomba, aunque ella tampoco pertenece a su asociación, lo siento.

—No lo sienta. Estamos aquí para atender a todo aquel que lo necesita. Se lo preguntaba por puro protocolo.

—Le agradezco su amabilidad.

—¿Qué necesita saber?

—Quería información sobre las donaciones.

—¿Cómo?

—Reciben donaciones de particulares, ¿verdad?

—Si no fuera por ellos no habríamos conseguido ni una milésima parte de nuestros humildes logros —respondió solemne.

Sin duda pensaba que Mei llamaba para hacer una contribución.

—Lo que voy a pedirle puede resultar un tanto chocante—le desengañó ella.

—Dígame.

—Necesito encontrar a uno de esos benefactores y quería saber si ustedes podrían darme información actualizada. Se trata de una empresa llamada Concentric Circles. Me bastaría con un teléfono de contacto o el domicilio que a ustedes les conste. Aunque si ya me diera el nombre del propietario...

El otro se tomó un par de segundos.

—Hace años que la gestión de nuestros fondos está informatizada —respondió, de repente tan impersonal como los ordenadores a los que se refería—. Desconocemos quién hace los ingresos.

—En realidad ni siquiera sé si el donante ha colaborado con su asociación o con otra de las que funcionan en la ciudad —le confesó Mei—. Pensaba que quizá habría algún modo de acceder a algún archivo común o algo parecido.

—No dispongo de esa información. Y ha de entender que aunque tuviera acceso a ella tampoco podría revelarla así como así.

Mei resopló tratando de que no se le notase. Tenía que seguir intentándolo.

—Se trata de un caso especial.

—¿Qué quiere decir?

Aquella pregunta ya era un avance. Cualquier otro japonés le habría repetido con una exacerbante paciencia la justificación relativa a las normas. Decidió ser sincera.

—El hombre que estoy buscando fue el primer amor de mi abuela. Él también estaba en Nagasaki en el momento del estallido. La bomba los separó y desde entonces están intentando encontrarse.

—Desde luego es una historia muy triste.

Estaba siendo condescendiente. La derrota se presumía próxima.

—El hombre que busco es holandés —probó ella a la desesperada.

—¿Holandés?

—Se llamaba Victor Van der Veer y en aquel entonces tenía trece años. El único extranjero libre de Nagasaki, como le gustaba decir a él.

—Lo siento —reculó el otro, resguardándose de nuevo en el bastión de los formalismos—. Como le he dicho, no estoy autorizado para curiosear en los listados bancarios.

Durante unos segundos ambos permanecieron callados.

—¿Señor?

Mei se dio cuenta de que no le había preguntado su nombre. Si se cortaba la comunicación tendría que reiniciar las explicaciones con aquel que le atendiera.

—Sí, estoy aquí.

—Gracias, disculpe. Creía que había colgado.

—Estaba pensando...

—¿Se le ha ocurrido algo?

—No es nada relacionado con las donaciones.

—¿Y entonces?

—Entonces quizá pueda ayudarle. —Caviló unos segundos más—. ¿Ha dicho que se trataba de un muchacho holandés?

—Sí, sus padres eran unos empresarios descendientes de los fundadores de Dejima —le explicó de forma atropellada—. Murieron antes de la guerra y su hijo fue adoptado por un médico de Nagasaki, el doctor Sato.

—Tiene que ser él —declaró el otro, tranquilo.

A Mei se le puso la carne de gallina.

—¿Sabe de quién le hablo?

—¿Conoce esos libritos que financia el Museo de la Bomba Atómica?

—Tenemos algunos en casa, sí. —Mei pensó que se refería a las publicaciones históricas promovidas con fines de concienciación social, aunque no alcanzaba a adivinar qué podían tener que ver en aquel asunto—. Pero son de hace unos cuantos años. Creo que los compramos en el cincuentenario del museo.

—Hablaba de las recopilaciones de testimonios de supervivientes.

De aquellos no tenía ningún ejemplar, pero le constaba que había varios editados. La verdadera historia de la bomba atómica escrita por aquellos que la padecieron.

—Dígame qué se le ha ocurrido, se lo ruego.

—Ya sabe que, como su abuela, los pocos supervivientes que van quedando se están haciendo muy mayores —dijo con un brote acusado de cariño.

—Sí.

—Por eso hemos tenido que adecuar los servicios que prestamos. Ya no se trata sólo de darles cobertura médica. Necesitamos mejorar su calidad de vida en la recta final, prestarles asistencia domiciliaria y mantenerlos ocupados. Eso es lo más importante, conseguir que se sientan útiles.

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