El haiku de las palabras perdidas (37 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

«No te preocupes. Ahora se lo comunicaré a tu madre.»

—¿Qué te dice? —le urgió aquélla—. ¿Se encuentra bien?

La miko le clavó una mirada condescendiente.

—No tienes de qué preocuparte. Le sobran fuerzas para aguantar hasta que llegue el momento de fundirse en el cosmos infinito...

Siguió un buen rato interpretando aquella melodía de palabras y silencios, interrumpida por las preguntas ansiosas y los llantos repentinos de la madre.

Kazuo examinaba con los ojos como platos las expresiones de la médium, que unas veces parecían un espasmo y otras, la respuesta gestual a una caricia.

Y llegó a sentir que Koji estaba con ellos, mirándolos de forma más serena de lo que jamás debió de mirar mientras estaba vivo.

Una hora después regresaron a casa. La miko preparó té, se sentó en el suelo y dio unos golpecitos sobre el tatami para que Kazuo la acompañara.

—¿A quién has perdido tú? —le preguntó sin preámbulos.

El chico tomó aire y le salió un suspiro entrecortado.

—Tengo la sensación de que tarde o temprano acabo perdiendo a todo el mundo.

—Eso nos pasa a todos.

—Pero no tan pronto como a mí.

—¿Cuándo es pronto? ¿Qué hay más relativo que el tiempo? La tragedia de la vida no radica en su brevedad, sino en que solemos desperdiciarla sin llegar a disfrutar ni una sola de las maravillas que nos ofrece. Un solo minuto pasado en plenitud con tus seres queridos puede considerarse una vida entera. ¿Con quién te gustaría hablar?

Kazuo sintió el impulso inicial de proponer a su madre, pero consiguió retener su nombre en la garganta a pesar de que éste agitaba sus cuerdas vocales como si se tratase de los barrotes de una celda. Se dio cuenta de que no quería que la miko contactase con ella; o, más bien, le aterrorizaba comprobar que, a pesar del tiempo transcurrido desde el accidente que la arrancó de su lado, su espíritu aún seguía vagando por espacios intermedios. Prefería creer que para entonces ya se habría sumergido en otra dimensión en la que todo fuera bello, una tan lejana que careciese de conexiones con este mundo.

Con quien quería hablar era con su princesa.

No veía el momento de hacerlo.

—Me gustaría que conectase con... con...

—Tranquilo.

—Su nombre es Junko.

—¿Murió el día de la bomba? —supuso la médium con su habitual perspicacia.

Kazuo dejó caer la mirada. Era incapaz de contestar.

—No te preocupes. ¿Tienes algo suyo?

—¿Cómo?

—Algún objeto que le perteneciera.

Metió la mano en la bolsa y extrajo el pequeño pliego enrollado en el que estaba escrito el haiku. La miko dio su visto bueno, se sentó en una posición estudiada y apretó el papel con fuerza —el chico temió que fuera a exprimir la tinta— mientras sus ojos se volteaban hacia atrás.

Durante los siguientes minutos pasaron por su mente días de teatro y arreglos florales, carreras por las colinas de Nagasaki y un kimono rojo, pero no recibió mensaje alguno, ninguna voz que necesitase ser traducida a sílabas terrenales.

—No puedo conectar con ella.

—¿Qué quiere decir?

—Está viva —sentenció.

Kazuo sintió un burbujeo que jamás había experimentado, quería respirar todo el aire de la habitación pero los pulmones se le quedaban pequeños, su cabeza estalló en imágenes reencontradas. Se levantó de golpe y fue a pegarse a una de las paredes. Pasó las manos sobre las pinturas del infierno y de pronto reconoció en él una instantánea de su ciudad tras la bomba, inundada de llamas, cuerpos deformes y espectros que se reían de la tortura ajena como un medio desesperado para combatir su propio padecimiento. Junko estaba viva, acababa de asegurárselo la miko, pero sólo conseguía imaginarla como en sus recurrentes pesadillas: mutilada, abrasada, consumiéndose por la infección en cualquier esquina entre los escombros. ¿No habría sido mejor para ambos morir con la luz y fundir sus almas en otro mundo de jardines y ríos de agua limpia?

—¿Sigue allí todavía? —preguntó sin volverse, dejando un círculo de lágrimas sobre el papel.

—¿Dónde te refieres?

—En Nagasaki.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe? ¿Acaso las miko no tienen poderes mágicos?

—Lo que yo hago no tiene nada que ver con la magia. Habrás de ser tú quien la busque.

El chico comenzó a golpear al aire y a chillar como un animal herido. La médium pareció no inmutarse. Se limitó a esperar hasta que cayó rendido al suelo. Entonces se levantó en silencio y, saliendo de la casa, le dejó solo con su trágica explosión de felicidad.

Durante los dos días siguientes, Kazuo se dedicó a deambular por la aldea como un espíritu en pena. Las mujeres, jóvenes y ancianas, se asomaban a las puertas de sus casas y le observaban calladas. A falta de esposos e hijos a quienes alimentar, todas ellas —como la miko había predicho— querían invitarle a pasar y llenar su barriga, pero ninguna se atrevía a irrumpir en la burbuja de desdicha que el chico occidental acarreaba consigo. Se reprochaba estar vivo, casi intacto, y haberse dejado convencer para huir del infierno en busca de una supuesta felicidad que ninguno de sus seres queridos disfrutaría jamás. Por eso ya no quería ni la comida ni el cariño de las viudas. Sólo pensaba en regresar a Nagasaki cuanto antes, a su hogar, a su destino compartido con su princesa. Entretanto, aparentemente ajena a su infortunio, la miko preparaba los palitos de incienso aromático que pronto impregnarían de olores antiguos el interior del templo de la montaña e incluso el mismo bosque, volviendo aún más dulzona la neblina que se posaba sobre las lápidas.

Ni siquiera se dio cuenta de que había anochecido y amanecido, y anochecido y amanecido, hasta que vio llegar a los primeros peregrinos.

En sus rostros agotados y sus ropas ajadas, cualquiera que fuera su edad o condición social, se percibían las heridas de la guerra. Acudían allí con devoción, pero su actitud no era festiva; más bien se aferraban a sus mitos como un último recurso para que no se esfumase la identidad de su país vencido. El Bon era una de las tradiciones japonesas más arraigadas. Creían con fervor que los ancestros echaban de menos a sus familiares, por lo que durante la festividad les dedicaban rezos para hacerles más llevadero el tránsito y los invitaban a que regresasen al hogar por una noche. Por eso se esmeraban en limpiar y decorar casas y tumbas con altares de flores, manzanas, miso y campanillas; y por eso, para guiar a los espíritus en su visita fugaz, colocaban linternas de papel caligrafiado y candelas a lo largo de los senderos de los cementerios.

Al cabo de unas horas, el centro de la aldea estaba colapsado de visitantes llegados de todas partes con velas en las manos, dispuestos a encenderlas en el camino que conducía al Buda momificado en cuanto se pusiera el sol.

—¿Dónde te habías metido? —exclamó la miko, acercándose con su típica postura ladeada para compensar el dolor de la cadera—. Toma esta caja de cerillas y vayamos a coger un buen sitio.

Cuando la noche se apoderó de las ramas más elevadas de los cedros, la masa humana que había esperado cimbreante inició la marcha. Delante de ellos iba una pareja de peregrinos que, según les contaron, acababan de llegar de Oda, una ciudad costera del norte con una antigua mina de plata. Comenzaron el ascenso paso a paso sin romper el orden de la fila. Había tumbas de todos los tamaños y formas, estupas, altares y sobre todo lápidas verticales que ocupaban cada espacio libre de la montaña. Según avanzaba la procesión, la hilera ininterrumpida de velas iba tomando forma. Los fieles las colocaban con esmero sobre su propia cera derretida. Kazuo se fijó en que los peregrinos se dedicaban a prender tanto las que portaban consigo como otras que iba apagando el viento. Lo importante era mantener vivas los miles de llamas que marcaban el camino a los espíritus, por lo que sin más demoras encendió su primera cerilla y se agachó como uno más.

Las horas pasaron y el templo acabó por aparecer entre la neblina. Estaba construido con madera policromada en rojo y dorado, alzado sobre una escalinata de piedra y con un gran tori —la puerta de acceso de los santuarios— que invitaba a cruzar a otra dimensión. Se detuvo a contemplar las figuras de los fieles que, tras haber depositado sus últimas oraciones a los pies del Buda, salían con una sonrisa de satisfacción en el rostro, iluminado su contorno por la vibrante luz de las velas.

Por fin les tocó el turno. Ascendieron con solemnidad los escalones, hicieron girar unas ruedas de oración y se adentraron por una galería oscura recubierta de telas que conducía a la vitrina que protegía la momia. Iba vestida de los pies a la cabeza como el abad de un monasterio, dejando al aire tan sólo el rostro y las manos, con la piel arrugada adherida al hueso. Aun cuando iba preparado para lo que iba a encontrar, Kazuo se quedó con la boca abierta. Le parecía mentira que un ser humano, estando vivo, hubiera llegado a convertirse en algo así.

—Para llegar a ser un sokushinbutsu —le explicó la miko en voz baja—, este lama hubo de superar las tres fases de un inacabable ritual. Primero se colocó en la postura del loto que ya no habría de variar ni un ápice hasta culminar la momificación y pasó mil días alimentándose de harina de trigo, avellanas y nuez moscada para reducir al máximo la grasa de su cuerpo y evitar que su carne se descompusiera antes de finalizar el proceso de vaciado. Después pasó otros mil en la misma inmovilidad con una dieta aún más escasa, a base sólo de corteza de árbol y algunos bulbos. Para entonces ya asemejaba una verdadera momia que, sin embargo, no dejaba de recitar los mantras sin descanso.

Durante ese tiempo también se dedicaba a beber gradualmente un té venenoso que, además de hacerle vomitar, orinar y sudar para eliminar los últimos fluidos, depositaba en su carne unos residuos tóxicos que espantaban a los gusanos y escarabajos, algo necesario tanto durante el largo proceso como una vez momificado.

—Nunca había oído nada parecido —murmuró el chico sin poder apartar los ojos de la momia.

—Pues aún quedaba un tercer período de otros mil días.

—¡Pobre hombre! —exclamó ahogando sus palabras para no llamar la atención de los demás peregrinos.

—Has de entender que el lama no sufría del modo que tú lo imaginas; a él le hacía feliz cada paso dado en su sendero sagrado —susurraba la miko mientras lo contemplaba con orgullo—. En esta última fase, los otros monjes lo introdujeron en un ataúd de madera lo suficientemente alto como para que no tuviera que alterar su inmutable posición del loto, con provisiones suficientes de bulbos y cortezas, y lo enterraron tres metros bajo tierra, donde permaneció más de tres años meditando y respirando a través de un tubo de bambú que atravesaba la caja y la tierra hasta sobresalir por la superficie. También disponía de una campana que hacía sonar una vez al día para comunicar al resto que seguía vivo... —Hizo una pausa—. Cuando dejó de oírse llegó el momento de sacarlo: momificado e incorruptible, como puedes ver.

Se retiraron hacia atrás para dejar hueco a los fieles que iban llegando. Kazuo no le quitaba ojo. No se trataba de atracción morbosa, era algo más profundo.

—¿Por qué lo hizo?

—Fue su manera de sacrificarse por su comunidad.

—No sé qué pudo conseguir con ello.

—Estaba convencido de que su sufrimiento aliviaría el de los demás.

Un murciélago pasó sobre sus cabezas aleteando y golpeándose contra las vigas de madera de la cubierta. Era la señal de que su tiempo frente al Buda había concluido.

Salieron a una extensión de terreno situada a un lado del santuario en la que los peregrinos apuraban la visita antes de regresar a sus hogares. La miko habló con varios de ellos. No le costó encontrar a una pareja que, tras haber honrado las tumbas de sus familiares, se disponía a volver al sur.

—Me dicen que puedes ir con ellos —confirmó—. Van en un carro tirado por un caballo, por lo que os llevará varios días llegar hasta la frontera de la región de Kiushu. El último tramo hasta Nagasaki deberás apañártelas tú solo. Pero es mejor que ir caminando desde aquí. Sobre todo más seguro.

—Está muy bien —asintió él, inclinando la cabeza con sincero agradecimiento—. Agradezco muchísimo lo que ha hecho por mí.

—También podrías ir con aquellos otros —propuso la médium.

Señaló a dos hombres, uno robusto y el otro muy enclenque, que debían de ser hermanos a juzgar por la misma ceja marcada que les recorría la frente.

—¿Por qué dice eso ahora? ¿Cómo viajan ellos?

—Tienen un camión, el único bien que conservan de la empresa de transportes que regentaban antes de la guerra, además de unas cuantas latas de combustible que el ejército no les confiscó. Pero no se trata de cómo viajan, sino de hada dónde. Se dirigen al norte: Hiroshima, Osaka, Nagano, Tokio.

—¿Y por qué supone que yo...?

—¿Por qué si no habrías llegado hasta aquí? —le cortó—. Sólo quiero que sepas que tienes la oportunidad de seguir adelante.

Era como si se lo estuviera echando en cara. ¿Qué sabía ella? Le ponía los pelos de punta pensar que era capaz de leerle la mente. Dio media vuelta y se adentró en la montaña, más allá de donde alcanzaba la caricia trémula de las velas. Apenas acertaba a ver dónde pisaba, lo justo para no tropezar con las tumbas.

Se preguntó por qué desde que cayó la bomba se veía obligado una y otra vez a pronunciarse sobre cuestiones que deberían estar reservadas a los adultos. Se apoyó en una lápida vertical, permaneció allí unos minutos y regresó con el resto.

—Vuelvo a Nagasaki —dejó claro.

Iniciaron el descenso. La miko charlaba con la pareja que iba a ocuparse de llevarlo. Los seguía otro grupo más numeroso en el que se encontraban los dos hermanos de una sola ceja.

En mucho menos tiempo del que les había costado subir llegaron a la aldea. Casi todas las casas estaban cerradas y sin luz. La visita de los ancestros había concluido. De allí siguieron a pie hasta una explanada de las afueras, junto a la carretera que discurría cerca de la vía, donde esperaban los vehículos a motor y los carros de los visitantes. Para entonces ya quedaban pocos. Kazuo se sentó en la parte trasera del que le indicaron. Estaba sucio, pero no más que él. Las insistentes despedidas niponas que intercambiaron los peregrinos se le hicieron eternas. Sabía que la miko le estaba observando, pero él mantenía la vista en otro sitio. El caballo azuzado por la pareja que ya se había encaramado a un asiento colocado al frente, inició por fin la marcha salpicando de barro a los que estaban cerca. Kazuo se tapó la cara con las manos. No sabía por qué no era capaz de despedirse de la médium. Mientras se alejaban, todos los pecadores y los ogros del Jigoku que poblaban las paredes de su casa se abalanzaron sobre él. ¿Qué miedo podían darle? ¿Acaso no había vivido un infierno aún peor? ¿Acaso no estaba regresando a él por su propia voluntad? En su cabeza sonaban mil voces simultáneas produciendo un zumbido atronador, pero de entre ellas emergió una, ronca y profunda: la del lama convertido en sokushinbutsu, una voz que se limitaba a recitar mantras mientras perdía sus últimos fluidos, mientras se vaciaba, dejando solo carne y hueso. Mientras se vaciaba... Se vaciaba como los infectados de Nagasaki, diarreas y vómitos y sangre estallando en cada poro. Como el doctor Sato.

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