El haiku de las palabras perdidas (36 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

—¿A qué casa? Yo no...

Se le doblaron las rodillas impidiéndole terminar la frase, hasta el punto que tuvo que apoyarse en la cabeza del buda burlón. El agotamiento y la sed comenzaban a pasarle factura.

—¿Cómo te llamas?

—Kazuo.

—Hombre de paz... Bonito nombre para tiempos de guerra. Acompáñame. Si no bebes algo pronto, morirás.

Asintió dócil y caminó tras ella ante la atenta mirada de las estatuas. Esperaba una caseta solitaria, por lo que se alegró al descubrir que el sendero conducía a un pueblo. Parecía desierto. Las casas de madera y los corrales se repartían por una pronunciada ladera en terrazas a diferentes alturas, cada una con su jardín a la puerta, quizá otrora poblados de delicados bonsáis pero para aquel entonces infestados de ramas secas. El rumor de un riachuelo cayendo lento montaña abajo inundaba la quietud del bosque, que acechaba la aldea con clara intención de engullirla.

Ascendió sin rechistar detrás de la mujer de la pipa por unos escalones excavados en la tierra, recubiertos de modo burdo con madera para evitar resbalones en la época de lluvias. A su paso, otras mujeres de las edades más diversas fueron asomándose a las puertas de sus hogares para curiosear. Sosteniendo un gesto que en nada se parecía a la sosegada sonrisa de los budas, se secaban las manos en los delantales y recolocaban los pañuelos de la cabeza emanando tal soledad que a Kazuo le seguía pareciendo estar en un pueblo desierto.

—Son viudas de la guerra —declaró ella como leyéndole el pensamiento mientras subía escalón a escalón doliéndose de la cadera.

Dejaron a un lado una gran rueda de molino detenida, una pila de tatamis podridos y los restos de un edificio de dos plantas que, a juzgar por el desvencijado cartel suspendido de un clavo de la fachada, algún día fue un salón de té. Kazuo se preguntó cómo era posible que la guerra extendiese su manto de decadencia hasta un lugar tan remoto. La mujer se retiró la pipa de los labios y señaló con ella hacia lo alto de la ladera.

—Allí vivo yo.

De lejos no parecía diferente del resto. La misma estructura de madera con corteza de ciprés en la azotea. Pero a medida que se acercaban fue distinguiendo con más claridad algo que le produjo un escalofrío: el papel de todas y cada una de las ventanas y correderas estaba decorado con terroríficas escenas de demonios y seres sufrientes. Parecía sacado de una alucinación enfermiza.

—No tienes nada que temer —le tranquilizó la mujer mientras volcaba las bayas de la cesta a un bote de cristal que parecía haberle estado esperando en el umbral de la puerta como un perro fiel.

¡Como si aquellas pinturas fueran algo normal!, pensó el chico, volviendo a dudar si todas las vecinas del pueblo no serían fantasmas del bosque. ¿Habría muerto de sed junto a la vía y estaba vagando sin saberlo por un mundo intermedio? De repente se percató de que la mujer no había hecho ni un solo comentario acerca de su color de pelo o sus rasgos occidentales.

Aquello también era extraño...

—Son representaciones del reino subterráneo de Jigoku, el infierno compuesto por ocho regiones de fuego y ocho de hielo —le explicó con una inquietante naturalidad—. Ese de ahí es Enmaho —señaló, alzando un dedo torcido—, el soberano que juzga las almas de los pecadores y los distribuye por una región u otra según la entidad de las ofensas que han cometido. Y aquello es el espejo que refleja los pecados. Es importante que quienes los cometieron los tengan siempre presentes, hasta el día que los Bosatsu intercedan para liberarlos de sus condenas.

Dejó las sandalias en la entrada y enfiló hacia dentro. Kazuo se asomó con aprensión. Las correderas que servían para delimitar diferentes espacios en la única habitación de la casa también estaban recubiertas de dibujos de pesadilla. Tenía que escapar de allí cuanto antes.

—¿Entras o no? —le urgió ella viendo que el chico permanecía anclado a la tierra del jardín como un guijarro más.

—La verdad es que preferiría seguir mi camino.

—Las pinturas son por mi trabajo —le apaciguó con aire condescendiente—. Soy una miko.

Se refería a las sacerdotisas de los templos sintoístas encargadas de oficiar las ceremonias de adoración a los dioses de la naturaleza. Eso en parte le tranquilizó, aunque las historias que Kazuo había escuchado sobre las miko solían describirlas como avezadas luchadoras con arco y katana, y la que tenía delante no parecía una experta en artes marciales. Además, ¿qué tenían que ver aquellos dibujos con las miko?

—Una de nuestras tareas es ejercer de médium —contestó ella a su pregunta no pronunciada—. Cuando ingresé en el templo, los monjes detectaron que tenía facultades para contactar con los espíritus y ya nunca me he dedicado a otra cosa.

La gente me busca para que haga de puente entre los dos mundos, y les gusta pensar que me muevo como pez en el agua por este Jigoku que tanto temen. ¿Estás más tranquilo?

—Supongo que sí —musitó mientras asimilaba la información.

—Pues entra de una vez.

Atravesó la puerta con cautela. La mujer se agachó frente a un hornillo y le acercó dos cuencos, uno de agua y otro de arroz. Kazuo metió la cabeza en el primer bol y, tras saciar la sed, se lanzó con ferocidad a engullir los granos apelmazados en el otro. Mientras lo hacía no era capaz de quitar ojo a las paredes invadidas de pecadores y ogros. Entretanto, la miko iba arrojando a una olla los ingredientes de la sopa que al poco burbujeó llenando la habitación de un olor terroso.

—Te sentará bien —dijo mientras removía la mezcla con una paleta de madera—. Es buena para evitar enfermedades.

Kazuo recordó la infección de los que se vaciaban y se estremeció pensando que la anciana lo decía por algo.

—¿Conoce algún modo de llegar a Nagasaki? —preguntó sin dejar de tragar arroz.

—Buscaremos la solución dentro de tres días, en la fiesta del Bon —declaró, refiriéndose a una importante ceremonia budista en honor a los ancestros que se celebraba todos los veranos en algunos enclaves de trascendencia espiritual.

—¿Celebran el Bon en este pueblo?

—Sí, en este pueblo —repuso ella con retintín—. En la cima de la montaña se alza el templo donde me convertí en médium. Es antiquísimo y alberga un sokushinbutsu.

El término hacía alusión al hecho de convertirse en Buda estando vivo, pero Kazuo nunca lo había oído.

—¿Qué son los sokushinbutsu?

—Unos monjes budistas de la antigüedad que, tras consagrarse a la oración, se momificaban en vida.

—¿Qué?

—Lo que oyes. Aquellos lamas sabían que con su suicidio ritual culminaban el camino hacia la Iluminación. Sólo lo consiguieron unos pocos, y en nuestro santuario yacen los restos de uno de ellos. Todos en la región lo veneramos. ¡Cómo no habríamos de hacerlo después de semejante sacrificio! Logró mantener intactos sus huesos y su piel mientras vaciaba toda la grasa del cuerpo a través de un doloroso proceso de nueve años en inmovilidad absoluta. Imagina qué grado de autodisciplina...

—¡Es horrible! —exclamó Kazuo.

—Horrible no es el adjetivo más adecuado. Lo comprobarás cuando lo veas.

—No creo que sea necesario...

—¡Claro que es necesario! La procesión del Bon parte del centro del pueblo y culmina en el templo donde yace el sokushinbutsu. El camino de subida serpentea a través de un inmenso cementerio en el que están enterradas miles de personas, incluidos grandes nobles con todas sus estirpes, y esa noche se iluminará con los miles de velas que los peregrinos iremos colocando en fila, una detrás de otra a lo largo de todo el recorrido hasta el santuario. ¡Verás qué espectáculo! Vendrá gente de toda la prefectura, los pocos que han sobrevivido a la guerra —puntualizó—, y de otras partes de Japón, a buen seguro también de la región de Kiushu en la que se encuentra Nagasaki. Ya me encargaré de que alguno acceda a llevarte en esa dirección.

—Muchas gracias —susurró el chico.

La miko le sirvió un cuenco de sopa que Kazuo degustó con contención, como si le diera miedo terminarla y no volver a probar jamás una comida caliente. Le parecía increíble haber pasado en unas pocas horas de ser arrojado del tren como un fardo a estar degustando algo tan sabroso y atisbar un modo de regresar a casa. Con el viaje de vuelta resuelto, ya no había nada que le amedrentase, ni siquiera los murales del infierno.

—¿Has terminado? —le preguntó al rato la médium—. Tenemos que irnos.

—¿Adónde?

—Tengo trabajo. Una de las mujeres del pueblo está enterrando a su hijo Koji. El pobre se libró de ir a la guerra porque era un poco limitado, pero ahora se lo ha llevado una infección de estómago. Tarde o temprano tenía que llegar el día en que nos quedásemos solas.

—¿Solas?

—Koji era el último varón del pueblo. Todos los demás han muerto o desaparecido, que al final es lo mismo aunque el gobierno se empeñe en hacer distingos. Ya ves, pequeño Kazuo, aparte del monje que bajará del templo de la montaña para oficiar la ceremonia, tú serás la única representación masculina.

—Quizá debería esperar aquí.

—Les gustará verte.

—No lo creo, soy occidental —le informó por si ella no se había dado cuenta.

—Precisamente por eso —le desengañó la médium—. Primero disfrutarán viendo a un enemigo tan flacucho y sucio, extraviado y solo. Y después, cuando llores la muerte de Koji como el resto, sentirán compasión de ti y querrán llevarte a sus casas. Te aseguro que durante los próximos tres días comerás como si encarnases a todos y cada uno de sus hijos y maridos perdidos. Pero ¡salgamos de una vez! La madre de Koji me espera para que conecte con su hijo.

—Entonces es verdad... Puede hablar con los muertos.

La anciana le acarició la cabeza.

—Cuando volvamos a casa escucharé tu historia —dijo, y Kazuo supo que de verdad le leía la mente.

La miko salió sin decir nada más, enfundándose las sandalias al tiempo que se llevaba la mano a la cadera, que no dejaba de darle pinchazos.

El cadáver de Koji yacía en el centro de la amplia habitación de seis tatamis. La vecina había retirado todas las correderas de la casa para que las demás mujeres pudieran sentarse alrededor de su hijo. El altar sintoísta se alzaba en una esquina, compuesto a base de tablillas con los nombres de los antepasados y platitos con arroz, flores secas y otras ofrendas que parecían el menaje de una casa de muñecas. Todos los asistentes, incluido el monje que habían hecho llamar, volvieron la mirada hacia los recién llegados.

La miko, obviando sus caras de estupefacción ante la presencia del chico rubio, se arrodilló en una esquina y pidió a Kazuo que hiciera lo mismo. El monje siguió con su tarea como si nada y prendió una vela junto al cuerpo, que ya había sido lavado y preparado con las manos enlazadas sobre el pecho con un rosario y un cuchillo para alejar a los malos espíritus. Después, con aquella parsimonia nipona que convertía cualquier ceremonial en una danza sutil, se dispuso a humedecer los labios del cadáver con la que llamaban «el agua del último momento» mientras entonaba un sutra escogido para la ocasión, sílaba a sílaba, con voz ronca y profunda.

Kazuo no apartaba los ojos del rostro blanquecino del muerto. Le daba reparo incluso respirar, no fuera a ser que con cualquier ruidito quebrase la frágil belleza del duelo y se le echasen todos encima. Sentía lástima por aquel chico que yacía inerte, pero al mismo tiempo lo consideraba un afortunado por terminar así, rodeado de su familia. ¡Era tan diferente de lo que había tenido que ver en Nagasaki! El monje alabó a la madre de Koji por haber organizado un funeral que cumpliera con cuanto mandaba la tradición a pesar de las penurias, ya que era la única forma de asegurar el tránsito ultraterreno del difunto.

Kazuo se estremeció al escucharle. ¿Qué ocurriría entonces con Junko y la esposa del doctor y los otros miles de víctimas de la bomba? ¿Acaso, tras haber padecido en vida una desgracia semejante, estaban condenadas a sufrir también en la muerte?

Se debatía en esos pensamientos cuando el monje dispuso que había llegado el momento de incinerar el cuerpo. Las mujeres más fornidas lo introdujeron en un cajón de madera que sacaron de la casa sobre sus hombros, lo colocaron sobre una pira de troncos en el jardín y, sin más esperas, le prendieron fuego. Kazuo contempló callado cómo las llamas abrazaban a Koji con pasión. Poco a poco fue reduciéndose a la nada, sólo ceniza... Recordó las pirámides de cadáveres sin nombre que se levantaron por todo Nagasaki tras el estallido, y la gran hoguera de la cala junto al mar, a la que los escuadrones militares arrojaban, sirviéndose de sus ganchos, los cuerpos que transportaban en camiones. El fuego purificador, había dicho aquel soldado.

El monje apagó la hoguera y las mujeres se organizaron para culminar el ritual: la mitad de ellas rescataban de las brasas los trocitos de hueso chamuscado con palillos similares a los de comer y los iban pasando al resto, que se encargaban de introducirlos en la urna. Uno a uno, con venerable paciencia, comenzando por los del pie y terminando por los del cráneo para asegurarse de que el difunto no yaciese cabeza abajo en su féretro de cristal.

Ya sólo quedaba enterrar la urna en el cementerio situado a las faldas del santuario. La madre de Koji comunicó que se ocuparían de hacerlo la noche del Bon, cuando subieran en procesión con el resto de los peregrinos para prender las velas del camino. Se introdujo de nuevo en la casa con la miko, apretando la urna contra su pecho. Kazuo las siguió a una distancia prudencial, como un paje tras una pareja de cortesanas, esperando con expectación lo que estaba por venir.

Los japoneses solían convocar a sus muertos para hablarles como si estuvieran vivos. Era común ver a personas junto a los altares familiares o las tumbas conversando con sus ancestros sobre los nuevos matrimonios, la marcha de los negocios o la calidad de las cosechas. Pero aquella vez debía ser Koji, el fallecido, quien llevase la voz cantante. Su madre quería que le contase qué tal había encarado aquellas primeras horas vagando por el otro mundo. La médium se sentó en el suelo y, al poco, comenzó a hablar con toda naturalidad.

—Hola, Koji.

Hizo un gesto de asentimiento, como si aquél le contestase desde el otro lado del canal.

«Ya sabes cómo van a ser las cosas a partir de ahora. ¿Recuerdas lo que hablamos a la orilla del arroyo?»

Sonrió.

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