De nuevo la luz,
cegadora.
Aunque esta vez todo iba a ser distinto.
Ginebra, 9 de marzo de 2011
M
ei estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas en la posición del loto. Concentrada en el iPad, quieta como un escriba del antiguo Egipto sumergido en un pergamino luminoso, trataba de encontrar dos billetes a Tokio para el día siguiente. Habría pagado lo que fuera por un vuelo directo, pero no encontraba ninguno. Para viajar con Japan Airlines tenían que volar primero a París con Air France y una vez allí cambiar de avión. No quería depender de conexiones entre diferentes compañías. La rusa Aeroflot despegaba a las 15.05. Catorce horas y cuarenta y cinco minutos de viaje, incluida la escala en Moscú. No estaba mal. Llegarían a Tokio el sábado a las 12.50, y entretanto disponían de un día para hacer una última gestión desesperada en busca de Kazuo.
Emilian llevaba un rato intentando conectar con Tomomi por videollamada. Durante el tiempo que trabajaron juntos en el proyecto siempre utilizaban Skype para comunicarse. Y esta vez, más que ninguna otra, quería ver su rostro cuando hablasen. Necesitaba saber que aquello que se dijeran fuera real.
Giró mentalmente las manecillas anaranjadas de su reloj para calcular la hora de Japón. Tiene que andar por el estudio, se reafirmó. Estará reunida. Hizo clic en el botón verde una vez más.
Mei levantó un instante la mirada y volvió a lo suyo. Sonaron cinco señales de llamada. No pintaba bien. Pero a la sexta se inició la retransmisión de vídeo. Emilian se pegó a la pantalla. Aquí estás, celebró al tiempo que un cosquilleo le subía desde el estómago hasta la garganta.
La examinó callado durante unos segundos. Se había cortado el pelo hasta los hombros y llevaba una pequeña coleta en uno de los lados. Se fijó en sus ojos un poco separados. Bajo el hueco que quedaba entre ambos encajaban con exactitud la nariz ancha y la boca estrecha. Era como si los espacios de su rostro estuvieran trazados con el instrumental milimétrico que utilizaba para dibujar sus planos. A su alrededor se distinguían escorzos de las paredes de cristal, las lámparas de Philippe Stark y reflejos de la noche que ya se había apoderado de Oriente e introducía en el estudio las luces de Tokio, que en realidad eran estrellas que renegaban de sus galaxias para afincarse en aquella ciudad única. ¿Cómo podía parecerle todo tan lejano?
—Hola, Emilian —se decidió ella.
—Hola, Tomomi.
Disfrutaron un poco más de la presencia del otro.
—Te veo bien.
—Tú estás muy guapa.
—El sábado me corté el pelo.
—Siempre me sorprendes.
Ella arqueó los ojos. Sabía que estaba sola en el despacho pero se giró hacia ambos lados como si necesitase comprobarlo.
—La verdad es que soy yo la sorprendida. Creía que no querías hablar conmigo. Me alegro muchísimo de que hayas llamado.
—¿Qué tal sigue todo por allí?
—Desde el día que te fuiste apenas hemos salido del estudio ni para dormir. Seguro que pagaremos la reforma antes de lo esperado... ¡pero con nuestra salud!
Dejaron transcurrir otros tres o cuatro segundos en silencio.
—Necesito pedirte algo.
—¿Ha habido alguna novedad acerca del proyecto?
—No se trata de eso. Te he llamado porque... ¿Me equivoco, o has participado alguna vez en el torneo anual de tenis de Karuizawa?
—No te equivocas —contestó ella, perpleja—. Llevo yendo allí varios años. Creo que no he faltado a ninguno desde que proyectamos aquella casa en el bosque, cerca del onsen.
—También me acordaba de eso.
—¿Necesitas algo del club?
—De la ciudad en general. Estoy buscando información sobre cómo se vivieron allí los días posteriores a la rendición de Japón.
Tomomi cada vez lo entendía menos.
—¿Estás hablando de la Segunda Guerra Mundial?
—Sí —contestó. Ella hizo un gesto de circunstancia y él continuó sin tregua— Necesito saber cómo se llevaron a cabo las repatriaciones de los miembros de las legaciones consulares que estaban confinados en el valle. Lo ideal sería acceder a un listado completo de las personas que los yanquis mandaron de vuelta a casa, pero no tengo ni idea de cómo encontrarlo. Había pensado que quizá tú conocieras a alguien de allí que supiera de todo esto.
La imagen pareció congelarse.
—¿Tomomi?
—Sigo aquí —reaccionó ella un tanto fría—. Entiende que me resulte difícil hablar contigo de este sorprendente asunto después de lo que ha pasado. Me has dejado un poco aturdida.
—Es muy importante para mí.
—Y te aseguro que me complace... poder ayudarte en algo.
—Escucha, no tienes que justificarte de nada. Eres mi amiga. No hiciste nada. No te reprocho nada. Si no cogí tus llamadas fue porque... Te aseguro que necesitaba hablar contigo tanto como respirar. Soy yo quien ha de disculparse.
—Emilian...
—Lo de tu marido ha sido lo más duro de encajar, Tomomi; lo más duro de todo. Peor aun que la pérdida en sí de las licencias, puedes creerme. Erais uno de los pilares sobre los que se sustentaba mi existencia. Y sabes que no me refiero al hecho de que trabajásemos juntos. Yozo era mi amigo...
—El problema es que apenas hay información sobre ese período histórico —dijo ella reconduciendo la conversación, visiblemente emocionada—. Todo lo referente a los años que Karuizawa fue utilizada como cárcel de diplomáticos se ha perdido en el olvido. Ni siquiera hay un museo, al menos que yo sepa.
—Ya me lo temía.
—A nadie en mi país le interesa recordar esa época.
—Es lo mismo que ha dicho Mei.
—¿Quién es Mei?
Emilian le lanzó una mirada furtiva. Mei seguía concentrada en lo suyo.
—Una amiga. Es a ella a quien concierne este asunto.
—Así que una japonesa... —Sonrió, encogiéndose de hombros como si le diera vergüenza hablar de ello—. Lo que no sé es dónde vamos a encontrar lo que me pides. Cuando nos encargaron proyectar la casa del bosque, Yozo estuvo buscando documentación para recrear el ambiente original del valle y fusionarlo con materiales modernos. Y te aseguro que al principio se volvió igual de loco que tú. Encontró alguna cosa interesante en la biblioteca nacional y en la municipal de Nagano, pero lo que más le sirvió fueron las fotos de época que localizó en una tienda de la ciudad.
—¿En una tienda? —Emilian pareció despertar. Cada vez que Yozo salía a colación se sentía momentáneamente noqueado.
—Un estudio fotográfico. Lo montó un americano, ¿o era inglés? No estoy segura. Un reportero de guerra que se quedó a vivir allí al terminar la guerra.
Emilian se giró hacia Mei con emoción. Ella también lo había escuchado. Ambos pensaron lo mismo: quizá aquel hombre conocía a Kazuo, quizá recordaba la llegada de un niño rubio procedente de Nagasaki tras la explosión atómica. Sin lugar a dudas, aquello era algo digno de recordar. Mei dejó el iPad sobre el sofá y se acercó evitando entrar en el campo de acción de la webcam.
—Sería genial poder hablar con él —comentó Emilian conteniéndose.
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—Murió, ni sé cuándo. Ten en cuenta que ya era un adulto en los años cuarenta.
—Claro —se desinfló—. ¿Quién lleva ahora el estudio?
—Un hombre de la ciudad. Supongo que seguirá... Hace ya cinco años que proyectamos aquella casa, pero no creo que aquel personaje se haya movido de allí. Era un tipo curioso.
—¿Japonés?
Tomomi asintió.
—Quizá él pueda echarte una mano. Las paredes del local siguen recubiertas de viejas fotografías —le animó—. No lo creerás, pero a través de ellas puedes recorrer todo el siglo pasado. Y también tiene recortes de periódico, carteles... No pierdes nada por probar.
—Ahora mismo llamaré por teléfono. ¿Cómo se llama el estudio?
—No lo recuerdo. Deja que vaya a buscar a Yozo para preguntarle.
—Te ruego que no le digas nada —la retuvo Emilian.
Se miraron durante unos segundos.
—Yozo no se ha atrevido a llamarte, pero no piensa en otra cosa que en hablar contigo.
—Tomomi, por favor...
—Me ha jurado mil veces que no podía imaginar las consecuencias de lo que hizo —le informó un tanto acelerada, como si viniera esperando el momento apropiado desde el principio de la conversación—. Nadie le sobornó, eso ni lo pienses, y mucho menos quería perjudicarte. Sólo dio su opinión, su opinión a un técnico. Es verdad que dudaba de las soluciones técnicas del prototipo de reactor; sabes que él siempre ha sido más cauteloso que tú con las nucleares y era una apuesta arriesgada, pero ni siquiera lo puso en tela de juicio. Sólo fue un comentario...
—Déjalo, por favor.
—Quizá tuvo la culpa —insistió—, pero te aseguro que no fue su intención. Desde que te fuiste no ha sido la misma persona, Emilian. Deja que te pase con él, te lo ruego.
—En este momento sólo tengo cabeza para resolver este asunto de Karuizawa. Hazme ese favor, Tomomi. Pregúntale cómo se llama el estudio de fotografía y no le digas que he llamado. Por favor...
—Se llama Martin Photo Hall —apuntó Yozo, apareciendo de pronto detrás de su mujer.
Tomomi se volvió, sobresaltada.
Emilian permaneció callado. Con su silencio no buscaba herirle, ni darse importancia. El ordenador accionó el ventilador, cuyo levísimo soplido sonó como un huracán. Al parecer, el propio aparato necesitaba liberar la tensión que se había acumulado en la pantalla.
—Hola, Yozo —dijo por fin.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—Ya le he dicho a Tomomi que hoy no me siento capaz de hablar contigo. Tengo la mente en otro sitio.
—Tienes razón. No es momento de hablar, sino de actuar. Deja que te eche una mano —insistió.
—Me basta con saber el nombre de ese estudio —cortó Emilian por lo sano—. Has dicho Martin Photo Hall, ¿verdad? Ahora mismo buscaré el teléfono y llamaré al actual dueño. Te lo agradezco.
—¿Sabes qué hora es aquí? —le desengañó Yozo—. Estamos a principios de marzo. Hace rato que habrá cerrado.
—No lo había pensado.
—Puedes llamar mañana a primera hora.
—No, no puedo.
—¿De verdad es tan urgente?
—Sí, Yozo —remarcó con gravedad—. Sí que lo es.
—¿Qué buscas exactamente?
—Creemos que a finales de agosto de 1945 llegó a Karuizawa un adolescente holandés procedente de Nagasaki —le explicó un tanto apático—. Acababa de vivir la bomba atómica en sus carnes. Cuando vino a Europa no lo hizo con sus verdaderos apellidos, por lo que se nos ocurre que quizá fue repatriado con una de las familias de diplomáticos. Tomomi me ha comentado que en ese estudio hay periódicos de la época, por lo que estábamos fantaseando con que quizá apareciese algún listado de extranjeros, qué sé yo. De todas formas ya no importa. —Se volvió hacia Mei con una pena inmensa—. Todo ha terminado.
—No te preocupes —le animó Yozo con naturalidad—, ahora mismo salgo para allí.
—¿Qué dices?
—En algún sitio dormirá el dueño de la tienda, ¿no? Le sacaré de la cama.
Emilian recuperó una media sonrisa que Yozo agradeció como un billete de lotería premiado.
—¿De verdad estás dispuesto a ir ahora? —le preguntó por el mero placer de hacerlo, conociendo la respuesta.
—¿Hay tren bala hasta allí?
—El Nagano Shinkansen sale cada hora hasta las diez de la noche —le informó Tomomi—. Y tiene parada en Karuizawa.
—Todo listo entonces —concluyó Yozo, volviendo a mirar a la pantalla—. Mándame los datos de ese chico holandés en un mensaje. Te llamo cuando llegue..., amigo.
Emilian se limitó a asentir. No quería dejarse arrastrar por la explosión de emociones y, al minuto, arrepentirse de haber pronunciado cualquier palabra desafortunada. Ya tendrían tiempo de hablar largo y tendido en persona. Al menos, por primera vez desde lo que sucedió en Tokio, comprendió que ambos merecían esa charla.
Cortó la comunicación. La imagen de Yozo y Tomomi quedó suspendida un segundo y después se ocultó tras una pantalla negra. Mei le abrazó desde atrás. Pegó la cara a la de él y permanecieron así un buen rato, con la mirada perdida en aquel recuadro vacío y al mismo tiempo lleno de esperanzas. Fue una lástima que Emilian no pudiera ver el rostro de satisfacción de Mei. Relucía más plácido que nunca, como un mar tan en calma que podría ser surcado por una cascara de nuez.
Yozo se apeó en la moderna estación de Earuizawa apenas dos horas después. Preguntó a un taxista por el domicilio de la persona que regentaba el estudio de fotografía Martin Photo Hall, pero no hubo suerte. Le pidió que le llevase al local. Quizá algún vecino pudiera darle alguna indicación.
La ciudad estaba vacía. Apenas había turistas en esa época, y el frío invitaba a quedarse en casa a los que vivían allí todo el año. Entreabrió la ventanilla y sintió el viento húmedo que provenía del lago Kumoba. Tanto silencio... Pensó en la historia que le había contado Emilian. Nunca, en las muchas veces que había estado antes en Karuizawa, se había parado a pensar que durante la guerra tuvo que parecer una especie de Torre de Babel. Aguzó el oído como queriendo escuchar los gritos frenéticos de los agentes del Kempeitai, y otros aún más fuertes en veinte lenguas distintas celebrando el fin de la guerra. Sacó el móvil y comprobó que Emilian le había enviado el mensaje con los datos del chico cuyo rastro debía hallar:
Victor Van der Veer, trece años, ojos azules y pelo rubio.
Nombre japonés, Kazuo. Padre adoptivo japonés, doctor Sato,
de Nagasaki. Gracias de nuevo.
Pidió al taxista que esperase y se apeó frente al local. Ocupaba los bajos de un edificio de corte japonés al más puro estilo del barrio de Gion, en Kioto, con rejas de madera en las ventanas del primer piso y tablillas con ideogramas en las paredes.
Era fácil distinguirlo entre las precarias construcciones de ladrillo colindantes, acicaladas con toldos color pastel.
«Ese chico de Nagasaki debió de verla igual que está ahora», se confortó parado frente al escaparate, tratando de meterse en el papel. «Bueno, sin tantas postales», corrigió antes de girar sobre sí mismo para decidir por dónde empezar.
Cruzó al otro lado de la calle. A través de la ventana de una de las casas se detectaba jaleo de niños. Pensó que algún miembro de la familia conocería al tendero de enfrente. Acertó de pleno. En un par de minutos estaba en el salón de la vivienda, observando cómo la madre de dos gemelos con camisetas de Pokemon marcaba el número del señor Adachi. Cuando le pasó el teléfono, Yozo le explicó que había viajado desde Tokio exprofeso para visitar su negocio, y que si lo abordaba a esas horas intempestivas era por un asunto de suma importancia. Le apuntó algún detalle acerca de lo que andaba buscando, sin profundizar demasiado para que el señor Adachi no se aturdiera y lo emplazase para la mañana siguiente. Por un momento lo notó indeciso, por lo que abrió un nuevo flanco y le recordó lo útil que a él mismo le fueron las fotos del estudio cuando proyectó la casa del bosque. El señor Adachi no se acordaba en absoluto de Yozo, pero finalmente accedió.