El haiku de las palabras perdidas (43 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

Y les dedicó un guiño cómplice.

Stefan estaba encantado con la llegada de Kazuo. Las clases habían terminado y apenas podía verse con otros chicos desde la emisión del rescripto imperial que anunció la claudicación de Japón ante el poder destructivo del ejército de Estados Unidos. En aquella atmósfera de confusión, con la repatriación tan próxima y ciudadanos de naciones vencedoras, derrotadas y neutrales conviviendo en una ciudad tan pequeña, no convenía hacerse notar demasiado. Incluso había circulado el rumor de que cuando el emperador firmase oficialmente los papeles de la rendición, todos los extranjeros de la ciudad serían asesinados. Aquello, que al principio generó un ambiente de histeria colectiva, pronto se desestimó por absurdo, pero favorecía el recelo de los diplomáticos. Cada comunidad permanecía aislada del resto, y Stefan no tenía ningún suizo de su edad con quien pasar el rato.

Primero, como había dispuesto Stefan, fueron a darse un baño al onsen que burbujeaba a los pies de la montaña. Se trataba de una costumbre muy extendida por todo el país, pero pocos había tan bellos como aquél. Su localización, en pleno valle, hacía que mientras el cuerpo ardía bajo el agua la cabeza se mantuviera fría, evitando la somnolencia que producía un exceso de calor en el cerebro. Kazuo se sumergió y se sintió como nuevo, fue como volver al útero materno. El silencio era real, podía escucharse limpio bajo los trinos de los pájaros y el aplauso de las hojas a cada ráfaga de viento. Había llegado a creer que todo silencio era como el de Nagasaki después de la bomba: un murmullo como de abejas que en realidad eran los cuerpos abrasándose. Pero las cosas habían cambiado. Los árboles volvían a ser regios seres vivos, no los quejumbrosos barrotes de una cárcel carbonizada.

El resto del día lo pasaron recorriendo los alrededores de la ciudad. Kazuo se dedicó a seguir a su nuevo amigo de aquí para allá, atento a sus prolijas explicaciones y leyendas sobre espías que, según contaba, habían cambiado la dirección de la guerra una y otra vez.

A la mañana siguiente, saltaron de la cama con el amanecer y las mismas ganas de reanudar su particular expedición. Era como si les fueran a robar los lugares o el tiempo. Desayunaron unos bollos recién traídos del horno de Asano-ya y un tazón de té en una vajilla de porcelana china —como le explicó Stefan, si mirabas a su través veías cómo se transparentaba— y se lanzaron a la calle.

—¿De verdad no has oído hablar del Torneo Internacional de Tenis de Karuizawa? —exclamó aquél con incredulidad mientras le conducía al siguiente enclave a explorar.

—Sí, de verdad.

Kazuo no sabía cuándo iba a dejar de sorprenderse. El club de tenis que el señor Ulrich mencionó el día anterior tenía cuatro pistas en línea rodeadas por una valla alta y una tribuna de asientos cubierta en el frente. Se introdujo por un hueco de la valla rota y caminó callado por las pistas. Aquello era... ¿cómo decirlo?, tan poco japonés... Apenas llevaba un día en Karuizawa y ya sentía que iba recuperando su cultura por momentos.

¿Su cultura? ¿De verdad era capaz de olvidar en unas semanas todo lo que había aprendido del doctor Sato, y en el colegio, y las enseñanzas de la maestra de ikebana que Junko se esforzaba en transmitirle cada tarde en la colina? ¿Tan potente había sido el poder destructivo de la bomba? Stefan le siguió unos pasos por detrás.

—¿Por qué no hay nadie? —preguntó, soltando lo primero que se le ocurrió para que el suizo no percibiese su preocupación.

—Si no fuera por la guerra, esto parecería el salón de recepciones del palacio imperial —se defendió Stefan.

Tenía razón. En esos días de verano lo normal hubiera sido encontrar el césped cortado a tijera, sombreros ladeados, lino blanco, sombrillas de mano, niños correteando con sus zapatos de charol, apretones de manos e intercambio disimulado de información protegida tras el humo de las pipas. El torneo se había inaugurado en 1917 y durante dos décadas fue la principal fuente de contactos para los foráneos con intereses en el país, además de congregar a todos los misioneros de los alrededores. Al fin y al cabo fueron ellos los que trajeron consigo ese nuevo deporte y construyeron canchas junto a las iglesias para cultivar el espíritu en el interior de un cuerpo sano y bien forjado.

—Yo comencé a trabajar de recogepelotas el año que estalló la guerra —le contó haciéndose el mayor—. Me daban buenas propinas.

—¿Qué es un recogepelotas?

—Pues eso mismo: un recoge-pelotas —repitió remarcando cada palabra—. El club le presta dos bolas a cada jugador antes de los partidos y nosotros nos encargamos de ir a por ellas cuando golpean mal y se pierden por ahí. ¿Qué deporte practicabais en Nagasaki?

—Ninguno.

Stefan no hizo ningún comentario. Simuló un servicio alto y corrió hasta la red para devolver el resto imaginario con un golpe de derecha.

—¡Tanto!

—¿Qué hacemos? —le preguntó Kazuo.

—Podríamos ir a espiar a los judíos.

—¿Quiénes son los judíos?

—Una gente que huyó de Europa cuando los nazis ocuparon sus países. Está prohibido mezclarse con ellos, pero si te atreves...

—Claro que me atrevo.

—Vamos al hotel a por los prismáticos de mi padre —propuso Stefan echando a correr.

Kazuo recordó los que él utilizaba para vigilar a los pows del Campo 14 desde la colina de Nagasaki. Pensó en Kramer.

Tras presentarle a la familia Ulrich había desaparecido de nuevo. Tengo que ir a verle, pensó. ¿Dónde estaría el hospital en el que vivía? Echó a correr detrás de Stefan. Llegaron al Kyu-Mikasa, cruzaron la recepción sin detenerse, subieron de tres en tres los escalones hasta el segundo piso y cuando se dirigían a su habitación se detuvieron de golpe junto a una puerta entreabierta.

—¿Qué pasa?

—Es mi padre —murmuró Stefan asomándose—. ¿Quiénes son los otros?

—¿Qué hacéis? —les regañó el señor Ulrich dándose cuenta de que estaban curioseando.

—Nada.

—Pasad, pero no deis guerra. Bastante hemos tenido con la que acaba hoy.

Los dos hombres que estaban con él sonrieron. Mostraban un aspecto más desenfadado del que tenía el señor Ulrich. Eran periodistas que habían estado confinados en Karuizawa desde el inicio del conflicto, donde consiguieron mejores crónicas de las que les habría provisto el campo de batalla. Uno de ellos era canadiense, de la agencia Reuters y colaborador de la NBC. El otro había nacido en Hong Kong y trabajaba de corresponsal para
China Weekly Review
. El canadiense daba caladas a un cigarrillo mientras acercaba la oreja a un aparato de radio Hallicrafters S-20 de última generación y operaba tratando de captar una señal. Había varios receptores más, en fila sobre una mesa. A Kazuo le pareció el centro de control de un portaaviones.

Stefan saludó con educación. Kazuo hizo de forma inconsciente una acusada inclinación de cabeza.

—Éste es mi hijo —explicó el señor Ulrich—. El otro es Victor Van der Veer, un joven holandés venido de Nagasaki.

—¡Dime que no estabas allí cuando cayó la bomba! —exclamó el canadiense volviéndose de golpe, dejando caer la ceniza sobre la mesa.

—Sí que estaba —presumió el señor Ulrich—. Vio el estallido con sus propios ojos.

—¡Tienes que contármelo todo! —le pidió el periodista.

Kazuo asintió levemente.

—Deja al pobre chico —intervino el otro—. Bastante habrá tenido que pasar como para ahora aguantarte a ti.

—¿No te das cuenta de lo que significa su testimonio?

—No soy estúpido. —Hizo un gesto pidiéndole un poco de delicadeza y se dirigió a Kazuo—. Mañana te invitaremos a comer para hablar tranquilos sobre esa terrible experiencia. ¿Te parece bien?

—Lo que ustedes digan.

—Así me gusta. Y tú sigue con eso —le ordenó al canadiense—, que nos vamos a perder los discursos y luego tendré que inventármelos para la crónica.

—¿Qué queréis sintonizar? —preguntó Stefan apoyándose en la mesa como uno más.

—Venid aquí los dos —les reclamó el señor Ulrich. Estaba claro que iba a hacer una declaración importante—. En este mismo momento el comandante supremo de las fuerzas aliadas Douglas MacArthur y el emperador Hirohito están llegando a un acorazado anclado en la bahía de Tokio para firmar el acta de claudicación de Japón. Todo ha terminado, hijos.

¿Hijos?

—Todo ha terminado —repitió Stefan mirando a Kazuo—. ¿Cuándo vendrán los soldados a sacarnos de aquí?

—Muy pronto —respondió su padre con tono esperanzador.

—Todavía me parece mentira que el emperador vaya a hincar la rodilla —comentó el corresponsal de Hong Kong—. La primera rendición en la historia de Japón...

—Si yo fuera él también estaría más que harto de mi errático ejército y de ver sufrir a mi pueblo —apuntó el canadiense sin dejar de mover la ruedecilla—. Sólo necesitaba el consenso de sus ministros y jefes del Estado Mayor. ¡Bendito piloto del B-29!

—¿Qué piloto? —preguntó Stefan, participativo.

—Hace días interceptamos información sobre un joven de las fuerzas aéreas aliadas capturado por el Kempeitai —le confió el señor Ulrich—. Al parecer, para detener las torturas se inventó que los americanos disponían de otras cien bombas atómicas que pronto dejarían caer en todas las ciudades importantes de Japón.

—¿Y no es verdad?

El señor Ulrich cambió con los dos corresponsales una mirada cargada de suposiciones.

—Lo cierto es que aquella confesión era exactamente lo que algunos oficiales japoneses necesitaban oír para justificar su voto por la rendición. De otro modo se habrían visto obligados a luchar hasta la honrosa caída del último de sus guerreros. Pero... —Se detuvo y negó con la cabeza—. Dudo que los aliados tengan preparada una sola bomba más.

—¡Ya lo tengo! —celebró el canadiense.

Subió el volumen. Se trataba de una retransmisión de la marina estadounidense desde la sala de micrófonos del Missouri, el buque donde iba a protocolizarse la rendición. El locutor informaba de la llegada de los mandos aliados, los cuales iban cogiendo sitio alrededor de una mesa que habían colocado en la cubierta. Tan sólo hacía falta eso para terminar una guerra, pensó Kazuo: una mesa de despacho con una silla a cada lado, y sobre ella unos folios y un tintero.

Según explicaba el locutor, la única ornamentación que se habían permitido eran dos banderas estadounidenses. Una de ellas era historia en sí misma. Casi cien años antes ondeó en esa misma bahía, cuando el comodoro Matthew Perry abrió la primera ruta comercial entre ambos países. La otra era una pequeña banderola que pertenecía a uno de los soldados que asistían al acto sentados en los cañones, con las piernas colgando como chiquillos.

«
Quizá su propia sencillez en mitad de un acto de tanta trascendencia es lo que la vuelve tan especial
», comentaba el locutor.

A las ocho cuarenta y tres minutos, Kazuo, Stefan, el señor Ulrich y los dos periodistas asistieron mudos a la retransmisión de la llegada del general Douglas MacArthur al buque. Ya sólo faltaban los representantes del gobierno vencido, quienes lo hicieron trece minutos después. Encabezaba el grupo el ministro de Asuntos Exteriores, Mamoru Shigemitsu, enfundado en un chaqué de gala, chistera y bastón en ristre. Iba a firmar en condición de civil junto con el general Yoshijiro Umezu que, ataviado con sus lustrosas botas de jinete y, en el pecho, las borlas medallas por acciones heroicas ya olvidadas, lo haría por la cúpula militar.

«
El general MacArthur camina hacia la batería de micrófonos
», anunció el locutor dando paso a la perorata de bienvenida.

Durante unos segundos no se escuchó nada. Los cinco hombres aguardaban inmóviles a que comenzase. Pero de pronto la radio llevó hasta aquella habitación del hotel Kyu-Mikasa unas palabras lanzadas a ritmo de dramaturgo por los megáfonos del buque. Y una tras otra fueron conquistando sus cinco corazones, al igual que los de los soldados que en la cubierta del Missouri aguantaban las ganas de llorar como los niños que eran.

«
Estamos aquí reunidos representantes de las grandes potencias en guerra, para concluir el acuerdo que restaura la paz...
», comenzó el general, rotundo.

Tanto sacrificio, tantos muertos, Junko... El joven Kazuo se formulaba preguntas nuevas. Había crecido en una nación en guerra y casi todos sus recuerdos de infancia se desvanecieron con el último hálito de sus padres, por lo que le resultaba difícil imaginar cómo sería la paz.

Al poco comenzó la ronda de firmas. Kazuo creyó escuchar la pluma rozando el papel. Fue todo muy rápido. La delegación japonesa abandonó el barco apenas su ministro se levantó de la mesa. MacArthur posó para los fotógrafos que se disputaban un hueco en una tarima y se acercó al micrófono para lanzar un mensaje no ya a los presentes, sino al mundo entero.

Su labor como soldado había concluido. Ahora comenzaba otra incluso más compleja. Las batallas de la paz carecían de reglas.

«
Hoy las armas están en silencio
», recomenzó como los grandes estadistas, y a Kazuo le pareció escuchar en verdad ese silencio. «
Cuando miro hada atrás en el camino largo y tortuoso desde los días grises de las islas de Batán y Corregidor, cuando el mundo entero padeció el miedo y la civilización moderna tembló en la balanza, doy gradas al Dios misericordioso que nos ha dado la fe, el coraje y el poder con los que se moldea la victoria. Tenemos ante nosotros una nueva era.
»

Stefan miró a su nuevo amigo e hizo un asentimiento. Kazuo se sintió parte de esa nueva era. Metió la mano en el bolsillo y apretó el papel con el haiku de su princesa. En aquel momento quería tenerla más presente que nunca.

«
Incluso la lección de la victoria trae consigo una profunda preocupación por nuestra seguridad futura y la supervivencia de la civilización
», seguía entretanto MacArthur, sosegando el tono
. «La capacidad de destrucción del potencial bélico, a partir de los progresivos avances en el descubrimiento científico, ha cambiado los conceptos tradicionales de la guerra...
»

Está hablando de las bombas, pensó Kazuo. Y se acercó sin ningún reparo al receptor de radio para no perderse una sola palabra.

«
Tenemos una última oportunidad
», preconizó el general. «
Si no ideamos ahora un sistema mejor y más equitativo, el Armagedón llamará a nuestra puerta. Y la solución pasa por un renacimiento espiritual y un crecimiento como seres humanos que deberá estar a la altura de nuestros avances en ciencia, arte, literatura y de todo el desarrollo cultural de los últimos dos mil años. Concentrémonos en el espíritu si queremos salvar a la carne.
»

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