El haiku de las palabras perdidas (49 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

—Usted es el único responsable de haber vivido una mentira —le dijo Mei sin conmoverse.

—¿Qué hay más frágil que la verdad? —exclamó el anciano—. La verdad ni siquiera existe. Miren lo que ocurrió con la bomba que mató a Kazuo. El presidente Truman alegó que sirvió para salvar millones de vidas, todas las que se hubiera cobrado la guerra a partir de aquel momento si no hubiesen forzado la rendición de Japón; también adujo que Hitler estaba cerca de conseguir una bomba igual de potente, algo que se reveló más que improbable; e incluso se atrevieron a argumentar que sólo querían acabar con las fábricas de armamento de la bahía de Nagasaki, por lo que el daño a civiles fue un efecto colateral.

¡Colateral! —Permaneció un par de segundos pensativo—. Si Truman lanzó esa bomba fue por motivos políticos. Lo único que pretendía era doblegar a Japón antes de que los rusos se incorporasen de lleno al conflicto del Pacífico y reforzasen aún más su posición en el mapa asiático. Necesitaba terminar con la guerra de inmediato, al precio que fuere, y demostrar al mundo que era él quien mandaba.

—¿Por qué nos habla de eso ahora? —preguntó Mei, aturdida.

—Porque doscientas mil almas todavía vagan por el firmamento preguntándose qué es lo que la raza humana ha hecho tan mal como para consentir algo así. ¿Acaso no merezco yo el perdón de su abuela por mis acciones? Al menos he hecho un buen uso del dinero. Mire todos los proyectos financiados para la OIEA...

—No podemos pisotear nuestros principios por muy legítima que consideremos la cruzada —le cortó Mei, serena.

—Ya no hay principios ni cruzadas. Sólo hay un día a día con el que bregar, la necesidad de caminar hacia delante en un mundo aciago. Ni siquiera las bombas cambiaron nada. Vulneraron la Convención de La Haya y hubieron de ser consideradas sendos crímenes contra la Humanidad. Pero se condecoró a los pilotos que las lanzaron. Aquellas explosiones reventaron todos los depósitos de esperanza que la Humanidad pudiera tener en reserva.

—Sácame de aquí —le pidió Mei a Emilian. No quería lecciones de compasión de un hombre así.

—¿Por qué se enfada conmigo? —se asombró el anciano.

—No se dé tanta importancia. Me voy porque aquí no me queda nada por hacer.

Echaron a andar hacia la escalera.

—¡Espere! —la retuvo—. Al menos déjeme cerrar el círculo.

Mei se giró.

—¿Qué círculo?

—Deje que le entregue el haiku. Así podrá dárselo a su abuela. —Mei le dedicó una mirada cargada de interrogantes—. Cuando publiqué esos versos, lo último que esperaba era que las palabras de Kazuo fueran a llegar hasta ella. Me conformaba con lanzarlas al aire antes de que, con mi propia muerte, se perdieran para siempre. Nunca había tenido el valor de hacerlo.

—¿Ha dicho las palabras de Kazuo?

—Sí.

—Se equivoca —lo desengañó Mei con frialdad—. El haiku estaba escrito por mi abuela.

—Eso no es así —la corrigió el anciano al tiempo que negaba con la cabeza para enfatizar lo que decía—. Yo mismo estaba con él mientras le daba vueltas y más vueltas al poema.

—Le digo que los versos que publicó en el preámbulo del concurso de la OIEA los escribió mi abuela la víspera de la bomba —insistió Mei, nerviosa.

—Vaya... —El anciano bajó la mirada, meditabundo—. Tal vez escogí el poema equivocado.

—¿Acaso hay otro?

Viendo que había recuperado el control de la situación, el anciano se tomó su tiempo para llegar hasta una estantería en la que reposaba una caja de metal. La abrió y sacó con cuidado un rollito de papel.

—Unos días antes de morir —les contó, con él en la mano—, Kazuo asumió que no había nada que hacer. La infección avanzaba imparable. Él mismo lo había visto en otros enfermos durante los días que pasó en la clínica del doctor Sato. Ya partir de entonces se dedicó a componer un haiku para su princesa, como la llamaba él. Les aseguro que pasé días junto a su cama escuchándole musitar un verso tras otro hasta que una mañana por fin se decidió y me pidió la pluma. La noche que murió tuve que arrancarle este papel de la mano. Lo protegía como si fuera el mayor tesoro jamás conocido.

Se lo ofreció.

Mei lo cogió con cuidado.

Era el mayor tesoro jamás conocido.

Estaba arrugado y manchado de sangre. Mei no podía saber todo lo que había pasado. Arrugado desde que la miko lo estrujó para visionar a su abuela Junko en su sesión parapsicológica; manchado de sangre desde que Kazuo se hizo la herida en la pierna tras el estallido.

Lo desenrolló. Primero leyó los versos de su abuela Junko.

Los había escuchado mil veces, pero nunca pensó que llegaría a tener en sus manos los originales, escritos de su puño y letra.

Gotas de lluvia,

disueltas en la tierra

nos abrazamos.

Le dio la vuelta al papel. El corazón le latía imparable. Allí estaba el otro poema. Pasó las yemas de los dedos sobre la tinta, sesenta y cinco años después. Lo recitó despacio.

Voy a buscarte,

en la espiga o en el sol

que la ilumina.

Kazuo, aun en la muerte, había escrito un haiku de vida.

Como a él le hubiera gustado que fueran todos.

Mei cerró los ojos unos segundos. Al abrirlos dedicó a Emilian una mirada que contenía toda la luz de aquellos versos.

A continuación le habló al anciano.

—¿Lo ve? En este mundo sigue habiendo sitio para los principios firmes y las grandes cruzadas. Su amigo Kazuo se lo demostró escribiendo estos versos tras saber que la bomba lo había matado. ¿Ha visto alguna vez un brote de esperanza semejante?

El anciano no dijo nada.

—Vamos, Mei. —Emilian la cogió con suavidad del brazo—. Tu abuela nos espera en Tokio.

Fueron hacia la escalera.

—¿Cree que su abuela podrá perdonarme? —le preguntó el anciano a Mei con voz lastimera.

Mei se detuvo un instante y miró hacia arriba. Se concentró por última vez en los ojos de Stefan. Extrajo de ellos aquel momento que presenciaron tiempo atrás, con un Kazuo enamorado escribiendo los tres versos para su princesa. El instante de la tinta secándose en el papel. Como el propio haiku, un destello fugaz que mostraba la esencia de las cosas.

—Tenga por seguro que ya lo ha hecho —le respondió.

Tokio, 11 de marzo de 2011

Tokio, 11 de marzo de 2011

E
l avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Narita a las 12.50, apenas media hora después de lo previsto. Mientras los pasajeros recogían su equipaje de mano, Mei llamó a su madre. Había sido un viaje muy largo; le daba pavor pensar que fuera demasiado tarde. «Aún vive», le respondió aquélla. Se arrojó a los brazos de Emilian, desencajada por la tensión.

La forma más rápida de llegar al centro de la ciudad era en tren. Emilian se dirigió a la taquilla de la JR, la compañía que controlaba la mayoría de las líneas del país, pero Mei le retuvo y tiró de él hacia la Keisei.

—Éste va directo a la estación de Ueno, a un paso de donde vamos —le informó mientras sacaba unos yenes de la cartera.

La abuela Junko estaba ingresada en el Tokyo Metropolitan Komagome Hospital, un centro médico situado unas manzanas al norte de su casa, junto al templo de Kichijoji en el que tantas veces había vertido sus plegarias. Fue fundado en el último cuarto del siglo XIX para aislar a los infectados de una epidemia de cólera, pero tras su reconstrucción en los setenta se especializó en el tratamiento del cáncer. Los médicos y las enfermeras más veteranos conocían bien a la superviviente de Nagasaki. Le habían tratado durante años y estaban al tanto de cada línea de su historial de tumores: el de tiroides superado, el linfoma que llamó a su puerta ocho años atrás y, por desgracia, el más reciente de páncreas que había provocado la metástasis múltiple y la encefalopatía hepática que estaba a punto de apagar su esperanzadora llama. Para ellos era un icono. Representaba la grandeza de aquel país capaz de resurgir de sus cenizas, hasta de las producidas por una bomba atómica. Los fluorescentes del hospital parecían alumbrar a medio gas ante lo inminente de su pérdida.

Apenas hablaron durante el trayecto en tren. Emilian se limitó a coger su mano y mirar por la ventanilla. Pensaba en cómo habían cambiado las cosas desde la última vez que estuvo allí. Los cerezos estaban a punto de cubrir la ciudad de pétalos de color rosa. Se le ocurrió que serían las lágrimas más dignas para llorar la muerte de la anciana.

Salieron por la puerta principal de la estación de Ueno y fueron directos hacia el primer taxi de la fila. El conductor, un joven de tez morena con una gorra de lana calada hasta las cejas y gafas negras de pasta, les abrió la puerta con el control remoto.

—Necesitamos ir a toda prisa al hospital Komagome —le urgió Mei una vez dentro.

—No hay problema —respondió solícito mientras se abrochaba el cinturón—. Iremos todo lo rápido que la mecánica y la ley permitan.

Emilian le lanzó un gesto de complicidad que el otro cogió al vuelo a través del retrovisor.

Rodearon el parque de Ueno y tomaron la avenida de Shinobazu-Dori en dirección al cementerio de Yanaka. Emilian recordó la cena en el restaurante de kaiseki la noche que conoció a la abuela Junko. Le enterneció pensar que la anciana había regresado a su barrio para celebrar su cumpleaños y, de nuevo, para iniciar su gran viaje. Aquel sentimiento de arraigo era más que lógico en su caso. No se trataba de un apego material, sino de algo mucho más íntimo. Fue arrancada de su primer hogar cuando tenía trece años, por lo que la casa junto al riokan Sawanoya en la que había vivido desde su llegada a Tokio era la confirmación de que, a pesar de tanto padecimiento, había logrado salir adelante. Para ella, el tener que abandonarla para ir a vivir a casa de su hija había sido más duro que el propio cáncer. Emilian trató de imaginar cómo se vería el barrio a través de los ojos de una persona que sabe tan próxima la llegada de la muerte: el estanque del parque Ueno, con sus barcas de pedales en forma de cisne; los vecinos cargados de bolsas del mercado callejero, atestado de puestos de fruta y flores bajo la maraña de letreros; los carteles del zoológico con su pareja estrella de osos panda... ¿Cómo contemplaría por última vez aquellas pequeñas cosas que le habían acompañado durante tantos años? ¿Más ajenas que nunca, o como una parte de ella misma que se quedaba aquí?

—¿Qué ocurre? —exclamó Mei, sobresaltada.

—No he dicho nada.

—No puede ser —siguió ella—, no ahora...

Emilian aún tardó unos segundos en percibir que el suelo había comenzado a ondear como si estuvieran en una atracción de feria.

—¡Uhhh! —aulló el taxista.

—¿Qué está pasando? —exclamó Emilian.

—¡Un terremoto!

—¿Un terremoto? ¿Qué dices?

—¡Llevamos toda la semana con temblores —exclamó el taxista pisando el freno—, pero éste va a ser fuerte!

Se detuvieron en medio de la calzada. Mei se abrazó a Emilian. Desde luego que parecía fuerte. Había sentido muchos seísmos bajo sus pies y sabía reconocer aquellos de los que había que asustarse. El taxista seguía profiriendo gritos entrecortados, asido al volante mientras su cuerpo se agitaba de forma cada vez más enérgica. No era posible que estuvieran viviendo aquello, pensó Emilian. Tenía que tratarse de una pesadilla. Cuando abriese los ojos comprobaría que seguía recostado en el asiento del avión. Pero aquel temblor que le subía por la columna hasta la base del cráneo... Lo mismo debió de pensar Kazuo cuando recuperó la conciencia tras el estallido y contempló los restos de Nagasaki desde lo alto de la colina. Tiene que ser un sueño, debió de decir. Y también la abuela Junko, cuando vio elevarse el hongo y, a sus pies, los cuerpos quemados de sus raptores. No eran sueños. Era algo real, como lo que estaba ocurriendo. Los peatones que estaban en ese momento en la calle hincaban la rodilla en tierra y apoyaban las palmas de las manos sobre el asfalto como si acariciasen a un gran dragón al que intentasen domar. Los edificios comenzaron a escupir a sus ocupantes. Unos ejecutivos que salían corriendo de las oficinas de una empresa de informática se libraron por los pelos de ser aplastados por las losetas desprendidas de una marquesina. Las farolas y los semáforos se agitaban como juncos en la ribera de un río. El tendido eléctrico parecía una liviana tela de araña zarandeada por un huracán. ¿Cuánto dura un terremoto? Junto al bordillo de la acera se abrió una grieta por la que comenzó a brotar agua. Debían de haber estallado las conducciones subterráneas. Los edificios más altos se balanceaban como tentetiesos. Ni siquiera Emilian, que había dedicado su vida a la arquitectura, se habría atrevido a afirmar que lograrían soportar una oscilación semejante. El taxi seguía contoneándose. Aunque tal vez con menos intensidad que antes...

—¿Está parando? —preguntó Mei, notándolo a su vez.

—¡Uohhh! —exclamó, nervioso, el taxista—. ¿Están bien?

—Sí, sí —contestó Mei, y le habló a Emilian con urgencia—.

No te muevas del coche hasta que estemos seguros de que ha pasado del todo.

Estaba increíblemente serena. Debía de ser cierto eso de que lo primero que aprenden los niños japoneses en el colegio es cómo comportarse durante los seísmos. A Emilian le parecía que la tierra seguía moviéndose. O quizá se tratase de la misma sensación de mareo que se sufre al saltar al muelle desde un velero. Le embargó una extraña sensación, como de alivio y al tiempo de cierta frustración, como si después de todo se hubiera hecho a la idea de que iba a vivir algo más épico. Salieron del taxi. Sonaban algunas alarmas. La gente dio los primeros pasos sobre la calzada encharcada, estirando los brazos como niños aprendiendo a andar. Hablaban de forma atropellada los unos con los otros. Se contaban cómo habían caído los armarios, los cuadros, los juegos de té. Pero ninguno gritaba. No había ataques de histeria o ansiedad. Salvo alguno que no dejaba de grabar aquí y allá con el móvil, casi todo el mundo parecía seguir al pie de la letra el manual de supervivencia para movimientos sísmicos. En el almacén de una tienda de calzado próxima, un cortocircuito había provocado un fuego. Los dueños trataban de contenerlo vaciando un extintor a través de un ventanuco por el que salía humo negro. Emilian dio una vuelta sobre sí mismo.

Las infraestructuras, al menos las de aquella zona de la ciudad, no parecían haber sufrido grandes daños. Pasado el susto inicial, todo el mundo desenfundó sus teléfonos. Las líneas se colapsaron.

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