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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (35 page)

El rompecabezas que le había planteado la búsqueda de cartuchos sumió a Meriem en un mar de perplejidades. Contempló durante un rato aquella nebulosa fotografía hasta que de pronto recordó que había ido allí en busca de municiones. Volvió a concentrarse en la caja, revolvió en el fondo y al final acabó encontrando una cajita de cartuchos en un rincón. Comprobó con una rápida ojeada que eran del calibre del revólver, el cual se lo había introducido bajo la cintura de los pantalones. Se guardó el estuche en el bolsillo y luego volvió a examinar el enigmático retrato suyo que todavía conservaba en la mano.

Continuaba así, esforzándose infructuosamente en desentrañar aquel inexplicable misterio cuando llegó a sus oídos un rumor de voces. Se puso alerta instantáneamente. ¡Se acercaban! Un segundo después reconoció la voz del sueco soltando tacos. ¡Volvía Malbihn, su perseguidor! Meriem se llegó rauda a la entrada de la tienda y echó un vistazo al exterior. ¡Era demasiado tarde! ¡Estaba acorralada! El hombre blanco y tres de sus secuaces se dirigían en línea recta a la tienda. ¿Qué podía hacer? Deslizó la fotografía bajo el cinturón. Introdujo rápidamente un cartucho en cada una de las cámaras del tambor del revólver. Luego retrocedió hasta el fondo de la tienda, con la boca del revólver cubriendo la entrada. El hombre se detuvo afuera y Meriem oyó al sueco que daba instrucciones, alternándolas con blasfemias continuas. Se tomó en buen rato en despotricar con su voz campanuda y brutal, momento que aprovechó la muchacha para buscar alguna vía de escape. Se agachó, levantó la lona del fondo y oteó el exterior. Por aquel lado no había nadie a la vista. Cuerpo a tierra, Meriem pasó reptando por debajo de la pared de lona, en el preciso instante en que Malbihn, tras una palabrota final dedicada a sus esbirros, entraba en la tienda.

Meriem le oyó atravesar el espacio interior. La muchacha se incorporó y, agachada, corrió hacia una choza indígena que se alzaba directamente a su espalda. Una vez dentro, volvió la cabeza y lanzó un vistazo. No se veía a nadie. No habían reparado en ella. Desde la tienda de Malbihn le llegó una sarta de maldiciones. El sueco había descubierto el registro de su caja. Gritaba a sus hombres y mientras éstos le respondían Meriem salió de la choza y echó a correr hacia la parte de la
boma
más distante de la tienda de Malbihn. En aquel punto, un árbol gigante extendía sus ramas por encima de la barrera de la
boma
. Era un árbol demasiado grande para cortarlo, en opinión de los negros, tan amantes del descanso que decidieron rematar la
boma
a escasos palmos del árbol. Meriem agradeció las circunstancias, fueran cuales fueran, que dejaron aquel árbol particular donde estaba, ya que le ofrecía una vía de escape que necesitaba a vida o muerte y que de no ser por él no habría encontrado.

Desde su oculta atalaya, la muchacha vio a Malbihn entrar de nuevo en la jungla, aunque en esa ocasión dejó tres centinelas de guardia en el campamento. El hombre se dirigió hacia el sur y, cuando hubo desaparecido, Meriem se deslizó por la parte exterior del recinto y echó a andar hacia el río. Allí estaban las canoas que la partida había utilizado para pasar desde la orilla opuesta. Eran embarcaciones demasiado pesadas para que pudiese manejarlas una joven, pero no existía otro medio para cruzar el río, cosa que a toda costa Meriem tenía que hacer.

El embarcadero quedaba plenamente a la vista de los centinelas del campamento. Arriesgarse a cruzar ante sus ojos significaba una captura inevitable. La única esperanza consistía en esperar a la oscuridad de la noche, a menos que surgiese alguna fortuita circunstancia favorable. Meriem permaneció una hora observando a los que montaban guardia, uno de los cuales parecía encontrarse siempre en el punto adecuado para descubrirla en seguida, caso de que ella intentara llegar a las canoas.

Reapareció Malbihn, procedente de la selva, jadeante y sudoroso, abrasado de calor. Se acercó rápidamente a las canoas y las contó. Era evidente que había caído de pronto en la cuenta de que, si la joven quería volver junto a sus protectores, por fuerza tendría que cruzar el río. La cara de alivio que puso al comprobar que no faltaba ninguna canoa demostró ampliamente qué era lo que había pasado por su cabeza. Dio media vuelta y habló atropelladamente a su jefe de equipo, que también había salido de la jungla, pisándole los talones, y al que rodeaban otros varios negros.

Obedeciendo las instrucciones del sueco, botaron al agua todas las canoas menos una. Malbihn llamó a los centinelas del campamento e instantes después, toda la partida había subido a las embarcaciones y los negros remaban corriente arriba.

Meriem estuvo observándolos hasta que se perdieron de vista al doblar una curva del río. ¡Se habían ido! ¡Estaba sola y habían dejado una canoa, en la cual había un remo! Apenas podía creer en su buena suerte. Retrasarse ahora sería suicida, equivalia a tirar por la borda todas sus esperanzas. Se apresuró a abandonar su escondite y se dejó caer al suelo. Sólo cosa de diez o doce metros la separaban de la canoa.

Corriente arriba, al otro lado de la curva, Malbihn ordenó a sus remeros que llevasen las canoas a la orilla. Desembarcó con su capataz y se llegó andando despacio a un punto desde el que se podía vigilar la canoa que había dejado en el embarcadero. Sonreía anticipando el éxito casi seguro de su treta: tarde o temprano, la chica volvería e intentaría cruzar el río en una de las canoas. Era posible que la idea tardase algún tiempo en ocurrírsele. Ellos podían permitirse el lujo de esperar una jornada o dos, pero Malbihn estaba seguro de que la muchacha iba a volver, si estaba viva o si no la capturaban los hombres que él había enviado a la selva en su busca. Lo que no pudo suponer, sin embargo, fue que Meriem volviese tan pronto, de modo que cuando llegó a la atalaya desde la que se contemplaba aquella parte del río frunció los labios para proferir rabiosamente un taco de los suyos: la pretendida pieza ya había cubierto la mitad de la anchura del río.

Malbihn regresó precipitadamente a las canoas, con su jefe de equipo a la zaga. Subieron a las embarcaciones y el sueco apremió a los remeros, exigiéndoles el máximo esfuerzo. Las canoas salieron disparadas corriente abajo, hacia la presa fugitiva. Meriem estaba a punto de llegar a la orilla cuando las otras embarcaciones aparecieron a la vista. En cuanto las echó el ojo, la joven arreció en sus esfuerzos para alcanzar la ribera antes de que la alcanzasen. Sólo necesitaba dos minutos de ventaja. Una vez se encontrara en las ramas de los árboles, le resultaría sencillísimo sacarles una buena delantera y dejarlos con dos palmos de narices. Las esperanzas de Meriem aumentaban por momentos. Ya no podían alcanzarla. Les llevaba una buena ventaja.

Mientras acuciaba a sus hombres con su interminable sarta de juramentos a cual más soez y sin escatimar los puñetazos, Malbihn comprendió que la muchacha de nuevo se le estaba escapando de las garras. La canoa de vanguardia, en cuya proa iba él, aún se encontraba a cien metros de distancia de la embarcación de Meriem cuando ésta la dirigió hacia un punto de la orilla sobre el que se extendía la rama de un árbol que brindaba la salvación a la joven.

A gritos, Malbihn la conminó a detenerse. Parecía haberse vuelto loco al comprender que ya no le era posible alcanzarla. Entonces se echó el rifle a la cara, apuntó cuidadosamente a la esbelta figura que se disponía a trepar por el árbol e hizo fuego.

Malbihn era un tirador de primera. Fallar el disparo a aquella distancia resultaba imposible para él y no hubiera errado a no ser porque en el preciso instante en que su dedo apretaba el gatillo ocurrió un accidente casual de verdad, un accidente que salvó a Meriem la vida: la presencia providencial de un tronco de árbol, uno de cuyos extremos se había clavado en el fango del fondo del río, mientras el otro extremo se encontraba casi a flor de superficie, justo en el punto por donde pasaba la proa de la embarcación en el momento en que Malbihn disparó. El leve desvío que el tronco imprimió a la canoa fue suficiente para que el punto de mira del rifle se apartara unos centímetros del blanco. La bala pasó silbando, inofensiva, por encima de la cabeza de Meriem y, segundos después, la muchacha había desaparecido entre el follaje del árbol.

Una sonrisa aleteaba en los labios de Meriem cuando descendió del árbol para atravesar el pequeño claro donde en otro tiempo se había alzado una aldea indígena, rodeada por sus campos de cultivo. Las ruinosas chozas aún resistían en pie, aunque medio desintegradas, cayéndose a trozos. La vegetación de la jungla invadía los huertos. Arbustos y pequeños arbolillos silvestres crecían en lo que fue la calle principal del poblado, pero la desolación y el abandono flotaban como un sudario suspendido sobre el paraje. Para Meriem, sin embargo, sólo era un lugar desprovisto de grandes árboles que debía atravesar rápidamente para llegar a la jungla del lado opuesto antes de que Malbihn desembarcase.

Las chozas abandonadas eran para ella tanto mejores precisamente por eso, porque estaban abandonadas… Lo que no vio fueron los agudos y penetrantes ojos que la observaban desde una docena de puntos, desde el interior de los umbrales, tras los desquiciados marcos de las puertas, desde el otro lado de los graneros medio derruidos… Ajena por completo al inminente peligro que se cernía sobre ella, Meriem echó a andar por la calle de la aldea, ya que le ofrecía el camino más recto y despejado hacia la selva.

A kilómetro y medio de distancia, por el este, abriéndose paso trabajosamente a través de la espesura y siguiendo el camino que había tomado Malbihn para llevar a Meriem al campamento, avanzaba un hombre de destrozada vestimenta color caqui, un hombre macilento, sucio y desgreñado. El hombre se detuvo en seco cuando la detonación del rifle de Malbihn repercutió débilmente a lo largo y ancho de la enmarañada jungla. El negro que iba delante del hombre también hizo un alto.

—Ya casi hemos llegado,
bwana
—anunció el indígena. En sus modales y en su tono se apreciaba un temor respetuoso.

El hombre blanco asintió con la cabeza e indicó a su guía de ébano que continuase adelante. Era el honorable Morison Baynes, el melindroso, el exquisito. Tenía la cara y las manos cubiertas de arañazos, así como de sangre seca de las heridas causadas por los matorrales, zarzas y espinos. Llevaba la ropa hecha jirones. Pero bajo la sangre, el polvo y los harapos resaltaba un nuevo Baynes, un Baynes mucho más apuesto que el petimetre fachendoso de antaño.

En el corazón y en el espíritu de todo hijo de vecino late el germen de la virilidad y el honor. El remordimiento de conciencia que produce una acción deshonesta y el deseo de reparar el daño ocasionado a la mujer a la que amaba de verdad —ahora lo sabía— habían provocado en Morison Baynes el rápido desarrollo de esos gérmenes, lo cual produjo la metamorfosis.

El hombre blanco y el indígena avanzaron dando tumbos en dirección al punto donde había sonado la detonación. El negro iba desarmado: como desconfiaba de su lealtad, Baynes no se atrevió a dejarle el rifle, de cuyo peso se hubiera aliviado de mil amores infinidad de veces a lo largo de la caminata. Pero ahora que se acercaban a la meta, y conocedor del odio que el indígena profesaba a Malbihn, Baynes no tuvo inconveniente en pasar el arma al negro. Suponía que iba a haber lucha, él pretendía que la hubiese, ya que, de no ser así no habría ido en busca de venganza. Como él era un excelente tirador de revólver, confiaría en el arma corta que llevaba en la funda de la cadera.

Una descarga cerrada que sonó por delante les sobresaltó de pronto. Oyeron después una serie de disparos sueltos, varios gritos salvajes y, finalmente, silencio. Baynes trató frenéticamente de avanzar más deprisa, pero la vegetación de la selva parecía allí mucho más enmarañada que en los lugares que habían dejado atrás. Tropezó y cayó una docena de veces. El negro se equivocó de ruta en dos ocasiones y tuvieron que volver sobre sus pasos, pero llegaron por fin al calvero próximo al gran
Afi
, un claro en el que tiempo atrás se levantaba una próspera aldea, de la que sólo quedaba un triste y desolado conjunto de viejas chozas en ruinas.

Entre las plantas silvestres que crecían en lo que otrora fue la calle principal del poblado yacía el cadáver de un negro, con el corazón atravesado por una bala y el cuerpo aún caliente. Baynes y su acompañante miraron en todas direcciones, pero no descubrieron el menor indicio de alma viviente. Permanecieron inmóviles y silenciosos, aguzando el oído.

—¿Qué era aquello? ¿Voces humanas y chapoteo de palas de remo en el río?

Baynes atravesó corriendo la aldea muerta, en dirección al borde de la selva que daba al río. El negro iba a su lado. Juntos se abrieron paso en la tupida espesura hasta que, entreabierta la pantalla del follaje, el panorama del río se ofreció a sus ojos. Y allí, casi llegando a la orilla opuesta, vieron las canoas de Malbihn acercándose rápidamente al campamento. El negro reconoció al instante a sus compañeros.

—¿Cómo vamos a cruzar? —preguntó Baynes.

El indígena meneó la cabeza. No había ninguna embarcación y cualquier intento de cruzar el río a nado equivalía al suicidio, puesto que los cocodrilos infestaban aquellas aguas. En aquel momento la mirada del negro bajó hacia sus pies y allí, incrustada entre las inclinadas ramas de un árbol, vio la canoa en la que Meriem había logrado huir. La mano del negro cogió el brazo de Baynes y le señaló el descubrimiento que acababa de hacer. Al honorable Morison Baynes estuvo a punto de escapársele un grito de júbilo. Descendieron a toda prisa por las ramas y saltaron a la embarcación. El negro empuñó el remo y Baynes apoyó las manos en las ramas e impulsó la canoa para que se separara de la orilla. Segundos después, la embarcación se encontraba en plena comente y navegaba hacia la ribera opuesta y el campamento del sueco. Baynes se sentó en la parte de proa y forzó la vista para distinguir a los hombres que se disponían a atracar en la otra orilla. Vio a Malbihn saltar a tierra desde la proa de la piragua que iba en cabeza. Comprobó que el sueco volvía la cabeza y miraba a través del río. Observó el respingo de sorpresa del hombre cuando sus ojos tropezaron con la canoa perseguidora. Malbihn indicó a sus esbirros la presencia de aquella embarcación inesperada.

Luego permaneció quieto donde estaba, porque en la canoa no iban más que dos hombres y constituían escaso peligro para su cuadrilla. Pero Malbihn estaba intrigado. ¿Quién sería aquel hombre blanco? Aunque la canoa había cubierto la mitad de la anchura del río y los rostros de sus ocupantes se distinguían claramente, Malbihn no reconoció a Baynes. Uno de los indígenas del sueco fue el primero en identificar al negro que acompañaba a Baynes: era uno de sus camaradas. Malbihn adivinó entonces la personalidad del blanco, aunque le costaba trabajo creerlo. Parecía rebasar los limites de las más fabulosas fantasías suponer que el honorable Morison Baynes hubiera sido capaz de seguirle a través de la selva con la ayuda de un solo acompañante… Y, sin embargo, era cierto. Por debajo de la capa de polvo, de las ropas destrozadas y del desaliño que lo envolvía, Malbihn acabó por reconocerle y, ante la necesidad imperiosa de admitir que se trataba en verdad de Baynes, se vio obligado también a comprender la motivación que impulsó al caballero inglés, tan distinguido, delicado y cobardica, a cruzar la selva virgen siguiéndole la pista.

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