El hijo del desierto (64 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Semejantes chanzas despertaban sonoras carcajadas entre los que las atendían, y el pueblo, que no entendía de medias tintas, se regocijaba por los rumores que corrían; y es que el escriba era un individuo de muy mala reputación: déspota, cruel y proclive al atropello. Cualquier burla a su persona sería tomada con la mayor alegría.

Claro que Merymaat no sintió la más mínima. Al regresar de su viaje por el Bajo Egipto y enterarse de los rumores, su ira alcanzó proporciones insospechadas. Fuera de sí incluso apaleó a uno de los porteadores con el fin de obligarlo a decir la verdad. Le aseguró que lo empalaría si no lo hacía, y todos lo miraron aterrorizados. Después de someter al desgraciado a una gran paliza, llegó a la conclusión de que no había ocurrido nada de cuanto decían, y que el engaño no había llegado a consumarse carnalmente. Pero esto era lo de menos. De nuevo su nombre corría de boca en boca por toda la corte haciéndose gran burla de él. Su honra había sido pisoteada, y de nada valdría convencer a aquellos áspides, a los que conocía bien, de que su mujer no había cometido adulterio.

Sin embargo, el hecho de que su esposa se hubiera visto repetidamente con aquella escoria cuartelera ya era motivo suficiente para dar salida a su cólera. Merymaat entró en los aposentos de Isis y le propinó tal paliza que hasta llegó a arrastrarla por los pasillos sujetándola por los cabellos.

Los sirvientes se escondieron para no presenciar semejante ignominia, y Say lloró en el silencio de su habitación, en medio de uno de los contados momentos de lucidez que todavía tenía.

El mausoleo que Sejemjet había imaginado cerraba sus pétreas puertas al exterior. Una pesada losa aislaba a las ánimas para siempre del resto de los mortales. Merymaat prohibió que su esposa saliera de allí sin su permiso, y amenazó con los más terribles castigos a aquel que permitiera tal cosa. Todos quedaban advertidos.

Pasó el tiempo y Sejemjet se extrañó de que Isis no acudiera al río para dar su habitual paseo. Al principio pensó que la joven se encontraría indispuesta, pero con el correr de los días se convenció de que algo grave le había ocurrido. Sin poder remediarlo, su preocupación aumentó hasta llegar a temerse lo peor. En su inquietud llegó a rondar las inmediaciones de la villa, pero ésta parecía cerrada a cal y canto. Nadie salía ni entraba de ella, como si fuera cubil de demonios, o una mazmorra para las almas. La gente lo observaba con disimulo, y luego se hacían comentarios al oído. Sejemjet comprendió que sus temores se habían cumplido; siempre ocurría así.

Él dejó pasar el tiempo con prudencia, aunque continuó yendo a la orilla del Nilo cada tarde, como siempre hacía. Sabía que ella acudiría allí de nuevo cuando tuviera oportunidad; y eso fue lo que pasó. Aprovechando que su esposo había viajado a Abydos, Isis se escapó por el jardín de su casa y corrió hasta la ribera donde solía encontrarse con Sejemjet. Después de permanecer encerrada durante casi un mes, la joven ansiaba ver al que ya representaba la única salvación a la que asirse. Él era su amor, estaba segura, pero se sentía aterrorizada ante las consecuencias que podría acarrear todo aquello. Llevaba el rostro aún tumefacto por los golpes, y uno de sus labios, brutalmente partido, empezaba a cicatrizar.

Al verla correr hacia él Sejemjet se emocionó, y al abrazarla los sollozos de la joven le partieron el corazón. Él trató de calmarla, pero el llanto parecía incontenible. Cuando logró separarla y vio su rostro, la expresión de Sejemjet cambió por completo.

—¿Quién te ha hecho esto? —le preguntó en un tono que daba miedo. Isis movió su cabeza con pesar, y se llevó las manos al rostro para ahogar sus sollozos—. ¿Ha sido tu esposo? —preguntó de nuevo, a sabiendas de cuál era la respuesta.

La joven se secó las lágrimas y lo miró unos instantes, luego puso sus labios sobre los de él, para apenas rozarlos, y se sentó a su lado. Entonces le contó lo sucedido.

* * *

Sejemjet era plenamente consciente de la magnitud del peligro que se cernía sobre ellos. A sus veintiocho años, su vida no había sido más que un continuo aprendizaje sobre todo lo malo que ésta podía enseñarle, con algunas buenas sorpresas. Él siempre había pensado que de nada servía lamentarse, que las cosas eran como eran, y que lo único que valía era saber enfrentarse a cada situación como correspondía. Claro que esto era un poco relativo, pues la idea que él tenía sobre estas cuestiones no coincidía con la de la mayoría.

Para Sejemjet, la imagen de Merymaat no difería excesivamente de la de otros hombres que había conocido. Los funcionarios que gobernaban en la sombra desde la Administración, y los miembros del alto clero de los grandes templos, parecían calcados unos de otros. Teman comportamientos similares, y se prestaban a realizar tratos de todo tipo para mantener sus derechos, aun a costa de los del faraón, al que en cierto modo asediaban. Ellos controlaban Kemet a través de los lazos que creaban entre sus familias. Verdaderos tentáculos como los de los monstruos marinos que algunos aseguraban haber visto en el Gran Verde. El dios los conocía bien, pero trataba de mantener el equilibrio político para que las Dos Tierras continuaran unidas. Cuando el monarca que gobernaba era poderoso, las fuerzas en la sombra se plegaban prudentemente, mas el mal continuaba allí.

Sejemjet aborrecía a aquel tipo de individuos. Eran un hatajo de fatuos y taimados que pasaban por encima de la dignidad de los más débiles con su soberbia y prepotencia. A la postre, ellos dictaban la ley, así que hacían lo que les venía en gana con aquel del que podían abusar.

Para el guerrero la dignidad era lo único que le quedaba al hombre cuando le arrebataban todo lo demás. Era un concepto que resultaba innegociable, y al que todos tenían derecho. En su opinión estaba por encima de cualquier ley que pudiera promulgarse, y su salvaguarda era una buena razón para morir.

Obviamente, Sejemjet no era un tipo que se dejara atropellar con facilidad, por eso cuando aquella tarde se plantó ante la comitiva que transportaba a Merymaat lo hizo convencido de que otra vez los dioses de la guerra llamaban a su puerta para volver a complicarle la existencia. Estaba condenado de antemano, aunque eso poco le importara.

—Paso al muy noble Merymaat. Paso al preferido de Amón que vela por sus dominios. Paso, paso, paso... —gritaba el heraldo que encabezaba la comitiva.

Cuando éste vio a Sejemjet plantado en medio del camino, le recriminó su actitud de malas formas.

—¿Acaso no escuchas mi voz, o es que eres un estúpido? —le censuró despectivo. Como el portaestandarte no se inmutara, el heraldo se adelantó hacia él con aire amenazador—. No creas que me atemorizan tus emblemas. Es el primo de Rajmire, el visir, quien viene en ese palanquín. Si no te apartas ahora mismo, seguramente ordenará que te azoten y mañana te enviará al Sinaí, a alguna mina de la que extraerás oro para él.

Al heraldo le parecieron graciosas sus palabras, y rió quedamente, pero el soldado no se movió.

—¿Qué ocurre? —gritó alguien de la comitiva—. Ábrete paso, heraldo, el muy alto Merymaat desea llegar a su casa cuanto antes.

El aludido se acercó al intruso con gesto crispado, pero al reparar en todas las cicatrices que cubrían su cuerpo se lo pensó mejor, y sólo le advirtió con sus bravatas.

—¿Quieres acabar en el Sinaí? ¿O buscas un castigo peor?

—Es con Merymaat con quien debo hablar, no contigo —dijo Sejemjet atravesándolo con la mirada—. Tú eres quien debe apartarse.

El heraldo se quedó lívido, y al sentir la fuerza de aquel hombre se hizo a un lado sin decir ni una sola palabra. Sin poder evitarlo, las piernas le temblaban, aunque eso sólo lo supiera él.

Sejemjet se aproximó hasta el palanquín que los porteadores habían depositado en el suelo al detenerse el pequeño cortejo. Uno de los criados salió a su paso, pero el soldado lo apartó de un manotazo.

—¿Eres tú Merymaat? —quiso saber cuando se detuvo junto a la silla de manos.

El escriba lo miró sin dar crédito. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a entorpecer su marcha? Nunca había presenciado tal osadía. Aquel tipo recibiría su merecido, se dijo mientras se ajustaba mejor la peluca. Al ver el desprecio que le demostraba el escriba, Sejemjet se acercó más a él, y entonces algunos miembros del séquito hicieron ademán de atacarle.

—Ni se os ocurra —amenazó señalando su
jepesh.
Luego se dirigió de nuevo al escriba—. Diles que se tranquilicen o mañana tendrás que adquirir nuevos acompañantes.

Al funcionario se le demudó el rostro, e hizo una señal a sus hombres para que se calmaran.

—Yo soy Merymaat, escriba inspector de los campos de Amón, y espero que tengas un buen motivo para detener mi marcha —dijo recuperando su natural tono altivo.

—Oh, ya lo creo que lo tengo —le indicó con suavidad Sejemjet a la vez que le dedicaba una de sus características muecas.

El escriba no supo qué decir, se limitó a hacer un gesto a los que portaban los abanicos de plumas de avestruz para que continuaran dándole aire. Sejemjet lo observó un instante. Sin duda aquel tipo era el paradigma de todo lo que aborrecía, pero decidió no dejarse llevar por sus demonios y concederle una oportunidad.

—Yo no soy tan importante como tú, ¿sabes? Como verás soy un simple
meshaw
, con cierta graduación, pero un
meshaw
al fin y al cabo. Todos me conocen como Sejemjet, porque mi verdadero nombre, en realidad, no lo sabe nadie.

Merymaat se estremeció sin querer, pero enseguida recompuso sus aires de grandeza y se estiró el faldellín.

—No te conozco, Sejemjet. Ignoro los negocios que te traen a mí.

—Son negocios del corazón.

El escriba se quedó helado, y al instante adivinó de lo que se trataba. Aquél debía de ser el soldado con el que se había visto su esposa, el mismo que tuvo la osadía de entrar en su casa aprovechando que se encontraba ausente. Ahora tenía la desvergüenza de presentarse ante él con el ánimo de avasallarlo en plena vía pública. Merymaat se congestionó por la ira y levantó un dedo para amenazarlo.

—¡Cómo te atreves! ¡Jamás vi tal audacia! —exclamó el escriba airado—. Apártate de mi camino. Hoy has sellado tu suerte.

—Primero escucharás lo que tengo que decirte.

Merymaat lo observó atónito. En toda su vida se había atrevido nadie a hablarle así. Entonces hizo una seña a sus porteadores para que se pusieran en marcha, y al instante sintió cómo una mano se aferraba a su antebrazo con una fuerza inusitada. El escriba miró a Sejemjet enfurecido, pero los ojos de éste lo atravesaron. Merymaat leyó en ellos un mensaje para el que no estaba preparado.

—¿Qué es lo que quieres? —le recriminó, a la vez que forcejeaba para librarse de su mano—. ¿No estás satisfecho con vilipendiarme ante los demás?

Al ver a su señor forcejear, varios hombres volvieron a mostrarse desafiantes, pero Sejemjet se llevó al punto la otra mano al pomo de su espada. Éstos se miraron sin saber qué hacer, pues no en vano habían oído hablar de aquel hombre.

—Tú eres quien se ha vilipendiado a sí mismo —continuó Sejemjet con tranquilidad, sin soltarle el brazo—. Y también a tu esposa.

—No es de tu incumbencia lo que yo haga con ella —le respondió altanero.

—Te equivocas. Tú que eres buen conocedor de la ley deberías saber que está prohibido pegar a las mujeres. No hay acción que pueda cometer un hombre peor que ésa.

—Qué sabrás tú de leyes —respondió el escriba con desprecio, forcejeando de nuevo.

—Es mi ley la que hoy viene a verte —le contestó Sejemjet apretándole con más fuerza—. Ésa no se estudia en las Casas de la Vida.

—¿Me estás amenazando? Has debido de perder la razón. ¡Suéltame ahora mismo!

—Todavía no he terminado de decirte lo que quiero. No vuelvas a poner la mano encima a tu esposa, o entonces conocerás cuál es esa ley a la que me refiero. ¿Has entendido, noble Merymaat? —El escriba se deshizo al fin de su mano y miró al soldado con una rabia inaudita—. ¿Has entendido? —oyó que le volvía a preguntar aquel energúmeno.

El escriba asintió con la cabeza.

—Tu audacia no quedará impune, bien deberías saberlo —indicó Merymaat a la vez que se frotaba el antebrazo.

Sejemjet se aproximó hasta que sus rostros quedaron a un palmo.

—Escucha atentamente —le dijo con suavidad—. Si vuelves a pegar a tu esposa o alzas tu mano contra mí, no serán los días los que cuentes, sino los milenios. Tu
ka
buscará desesperadamente tu cuerpo, pero nunca lo encontrará. Nadie lo embalsamará porque no habrá nada que embalsamar. Entonces vagarás por toda la eternidad sin descanso, arrepintiéndote de no haber atendido a mis palabras. Créeme, sé de lo que te hablo; hay quien asegura que tengo tratos con Anubis. Quedas advertido.

Merymaat se puso lívido, y en sus ojos se reflejó la impresión que le habían causado aquellas palabras. Con un hilo de voz en la garganta ordenó a sus hombres que continuaran, sin atreverse a dirigir a Sejemjet una última mirada. Éste lo observó alejarse, y pensó que el escriba tenía el alma podrida.

A partir de aquel día ambos jóvenes optaron por verse en secreto. Sejemjet sabía que había traspasado una línea que no permitía la vuelta atrás. Shai así lo debía de haber dispuesto, pues no había más camino que aquél. A Sejemjet el hecho de verse con una mujer que estaba casada no le producía ningún remordimiento de conciencia. Merymaat no le transmitía más que repugnancia, y la sola idea de que Isis hubiera tenido que compartir su lecho y sus particulares prácticas le enervaba. Ahora el matrimonio dormía en habitaciones separadas, y el único motivo por el que Merymaat no había solicitado el divorcio era por no dar pábulo a los chismes que circulaban por Tebas y hacer mayor su ridículo.

Sin embargo, Sejemjet se daba cuenta de que la confrontación resultaría inevitable, y no temía por él sino por su amada. Ella le había abierto de nuevo su corazón a la vida, endulzándolo con la mejor de las mieles. Su sola presencia bastaba para arrancarle una sonrisa. Era extraño, pero nunca antes había sonreído tanto como ahora, y a ella le gustaba.

—Estás más guapo cuando ríes —le susurraba.

Él se dejaba llevar por aquella joven que parecía ser dueña de una verdadera magia. Tenía el don de calmar su ánimo, y su mirada lo envolvía hasta acunarlo.

Para Isis, el verse con aquel hombre suponía toda una liberación. Su
ka
se regeneraba a su lado como si a sus veinte años hubiera vuelto a la vida, incluso su belleza había aumentado.

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