El hijo del desierto (67 page)

Read El hijo del desierto Online

Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Así estuvo unos minutos, atento a cualquier sonido amenazador, mas el bosque parecía estar en calma. Merymaat continuó por el sendero caminando tan rápido como podía. De vez en cuando se detenía un instante a escuchar, y luego seguía, avivando cada vez más el paso. El canto de una lechuza lo sobresaltó de repente, y tuvo un mal presentimiento. Casi al instante volvió a escuchar el sonido de las ramas al romperse, y una sombra cruzó el sendero un poco más adelante.

El escriba ahogó un grito y corrió a esconderse tras una palmera cercana. Estaba aterrorizado, pues había visto claramente la silueta y notó cómo la angustia amenazaba con aflojarle el vientre. Agarrado al tronco del árbol, Merymaat respiraba con dificultad. Agudizando la vista cuanto podía, miraba a un lado y a otro, incapaz de dar un solo paso. La lechuza volvió a cantar y otra vez escuchó el aullido lejano de un chacal. Entonces se acordó de Anubis y empezó a gimotear. El dios de los muertos había mandado a su elegido para llevárselo al otro mundo, y éste le estaba dando caza. De nuevo escuchó el ruido de las ramas al romperse, y se volvió presto, pues sonaba muy próximo. Al hacerlo se encontró con una figura enorme que reconoció al instante. La pálida luz de la luna le daba un aspecto ilusorio, como si se tratara de una aparición, aunque era tan real como la propia pesadilla en la que parecía estar inmerso.

Merymaat ahogó un grito de terror e intentó salir corriendo para esconderse entre los matorrales, pero sus piernas se negaron a obedecerlo, cual si se hallaran hundidas en la tierra. En ese momento observó al espectro aproximarse hacia él hasta que se detuvo a apenas un palmo. El escriba empezó a lloriquear entre extraños hipos, pues era incapaz de articular palabra, como si se le hubiera olvidado hablar. Thot, el más sabio entre los dioses, le había nublado la razón retirándole los conocimientos que le había concedido durante su vida.

Todo ocurrió con una rapidez inaudita. Aquella suerte de aparición agarró por el cuello al escriba levantándolo hasta que sus miradas de encontraron. La luna iluminaba de lleno la escena, creando una difusa pátina que la hacía parecer fantasmal. Merymaat pataleó inútilmente en un intento de defenderse de la presa, y sin poder evitarlo se orinó. Al ver aquellos ojos que lo atravesaban en la penumbra se sintió perdido, y su corazón hizo un nuevo esfuerzo por recuperar el habla.

—Tú —balbuceó con dificultad—. Es Anubis quien te envía.

—Ya te dije que tenía tratos con él —contestó la aparición con una voz de ultratumba.

—Pero... Eso puede arreglarse. Soy un hombre rico. Te daré cuanto quieras. Si me sueltas, nadie te perseguirá. Te lo juro por el Oculto. Yo no...

—¿Recuerdas lo que te advertí que ocurriría? —le cortó súbitamente. Merymaat pataleó de nuevo, en tanto gimoteaba con desesperación—. No contarás los días, sino los milenios —susurró aquella voz.

—No —se defendió el escriba—. No lo hagas. No...

Entonces Merymaat notó cómo la voz se le quebraba y algo le atravesaba las entrañas. Lo sintió helado, y mientras percibía claramente cómo recorría su vientre, miró a los ojos de aquel que le estaba arrebatando la vida. Ésta se le iba sin remisión, y aquel espectro infernal lo contemplaba sin perder detalle.

—Tu
ka
y tu cuerpo nunca se reconocerán —le dijo susurrándole de nuevo, al ver cómo los ojos del escriba iban perdiendo su mirada—. Vagarás por toda la eternidad.

Merymaat hizo una mueca estúpida y su cuerpo quedó laxo, suspendido de la mano del enviado de Anubis; entonces éste inició el más macabro ritual que habían visto nunca los tiempos.

Sejemjet se hallaba poseído por la locura. No escuchaba, no veía, y mucho menos era capaz de hacerle un hueco a la razón dentro de su corazón. Era como si en Merymaat se hubiera dado cita todo lo malo que la vida le había deparado. El destino que Shai había decidido para el escriba acababa en ese momento. Por supuesto Sejemjet ya no estaba dispuesto a seguir ningún otro más que aquel al que le condujera su locura. La diosa Mesjenet debería elaborar un nuevo
ka
para él, pues iniciaba otra vida.

Sejemjet cumplió su advertencia tal y como aseguró que lo haría. Colgó de la palmera el cuerpo inerte de Merymaat y allí mismo lo descuartizó. Sólo dejó la cabeza y los intestinos que le había sacado bajo el árbol, el resto se lo llevó hasta el río y lo tiró al agua. No había ofrenda mejor que aquélla para honrar a Sobek. El dios cocodrilo la entendería a la perfección, pues su naturaleza salvaje iba unida a la de aquel hombre desde el día en que éste naciera.

Luego él mismo se sumergió en el Nilo, convencido de que sus aguas sagradas lo purificarían antes de marcharse, quizá para siempre. Sólo Isis permanecería en su corazón como parte de la única luz que había sido capaz de iluminarlo. Mas su amada no podía acompañarlo. Ella no tenía culpa del terrible caos al que se hallaba condenado. Debía seguir su propia vida y ser feliz en otro lado, aunque su recuerdo lo torturara hasta el final de sus días.

Sejemjet miró el paisaje que lo rodeaba por última vez. Por Oriente, Ra estaba próximo a regresar de su viaje nocturno por el tenebroso Mundo Inferior. Debía irse ya, pues pronto amanecería.

La ciudad se despertó con la sensación de que las huestes de Set habían recorrido sus campos la noche anterior. Éstas se habían encargado de dejar la impronta de su sello al cubrir de cadáveres un apartado cruce de caminos. Por la mañana, cuando dieron con ellos, algunos presentaban signos de haber sido devorados por los carroñeros y a otros les faltaban la cabeza o diversas partes del cuerpo. Hubo una gran conmoción entre los vecinos al enterarse de lo ocurrido, aunque lo peor llegaría al encontrar un campesino la cabeza de Merymaat bajo una palmera. A ésta los pájaros debían de haberle comido los ojos, pues ya mostraba sus cuencas casi vacías.

La noticia de tan macabro hallazgo se extendió por toda Tebas como el viento del suroeste. Alguien había despachado al escriba inspector del catastro de los dominios de Amón como si estuviera en una carnicería, dejando sólo la cabeza como recuerdo. Un hecho como aquél era más de lo que podía esperar un tebano, siempre aficionado a los rumores y los buenos relatos, por lo que no había pasado mucho tiempo cuando ya corría la noticia de la posible existencia de genios del Inframundo que se dedicaban a vagar por los campos en la oscuridad de la noche.

La cosa se puso aún más interesante cuando circuló el rumor de que se había encontrado una pierna junto a la orilla, muy cerca del palmeral en el que había sido descubierta la cabeza. Semejante novedad desató las más calenturientas hipótesis, aunque enseguida cobrara fuerza la de que Set en persona se había encargado de ajustar las cuentas al escriba despedazándole como si fuera una res. Lo más curioso fue que a nadie le extrañó que tal acto de barbarie se hubiera producido en la persona de Merymaat, ya que era poco querido. Si el temible dios Set había sido capaz de cortar a su hermano, el buen dios Osiris, en catorce pedazos, qué no haría con alguien tan detestable como el escriba.

Para la policía el asunto resultaba bien diferente. Los integrantes del séquito de Merymaat, que habían huido la noche de autos, habían puesto sobre aviso a una pareja de
medjays
que ya se encontraba por la mañana temprano examinando los cuerpos. Enseguida se tomó declaración a los testigos, y pareció quedar claro quién era el responsable de aquella atrocidad. Como no había rastro del escriba, crecieron las esperanzas de poder encontrarlo con vida aunque los
medjays
no ocultaran su pesimismo, sobre todo al conocer el nombre del que los había atacado. Por eso no se extrañaron cuando hallaron la cabeza de la víctima, e incluso les pareció lógico.

Los aristócratas no daban crédito a lo que había ocurrido, mas tendrían un gran tema de conversación durante mucho tiempo. Según aseguraban, la esposa del escriba no había tenido nada que ver ya que se hallaba en la cama, algo maltrecha, aunque nunca se sabía. Si su amante lo había cortado en pedazos, todo era posible.

De pronto el nombre de Sejemjet se abrió paso para tomar todo el protagonismo. Había sido el gran guerrero y no Set el encargado de perpetrar aquella carnicería, y eso al pueblo lo tranquilizó. Si un héroe como aquél había acabado con Merymaat y sus compinches, sus razones tendría, sobre todo si como al parecer aseguraban resultaba ser amante de su esposa. ¡Menuda historia! Mejor que fuera así, pues podrían volver a pasear tranquilamente por la noche sin miedo a que Set anduviera suelto.

Sin embargo, en Karnak, el clero de Amón se mostraba consternado. Uno de sus miembros más respetados había fallecido en las peores circunstancias, y como no habían podido encontrar la mayor parte de sus restos, no era posible embalsamar el cuerpo. Los sacerdotes sabían muy bien lo que esto significaba y pidieron justicia al mismísimo visir en persona.

El visir del Alto Egipto Rajmire se tenía por un hombre recto y fiel seguidor de la regla del
maat.
Presumía de ser piadoso cuando la ocasión lo requería y criticaba públicamente la prepotencia de los poderosos: «Di pan al hambriento, agua al sediento, carne, cerveza y vestidos al que no tenía nada», le gustaba proclamar ante los demás.

En realidad, Rajmire era el burócrata perfecto, la representación del funcionario que es capaz de manejar la Administración él solo. «No hay nada que desconozca en el cielo o en la Tierra o en ningún rincón del Otro Mundo», se vanagloriaba inmodestamente. Aseguraba que era la persona mejor informada de Egipto, y su poder era tan grande que sólo debía rendir cuentas al faraón. En realidad sus funciones le convertían en el verdadero gobernador de Kemet. Él supervisaba todos los grandes proyectos y administraba las enormes posesiones de la casa real. Pero también dirigía la seguridad del Estado y la Administración civil. Era el encargado de aplicar las tasas impositivas y la recaudación de impuestos, y representaba al Toro Poderoso ante las delegaciones extranjeras que le traían sus tributos. Detentaba el máximo poder de la justicia en el Alto Egipto, y él mismo se tenía por un juez como no había otro igual.

Lo cierto es que el visir era un alumno aventajado de sus ancestros, que ya habían ocupado aquel cargo, y poseía más de un centenar de títulos honoríficos. Conocía a la perfección el funcionamiento de la Administración del Estado, y sobre todo a los hombres que a ella accedían. De una u otra forma todos se dedicaban a hacer política, y él debía mostrarse sumamente hábil para mantener el equilibrio adecuado de una nave en la que era imposible desembarcar las ambiciones, y que navegaba por aguas en las que existían demasiados intereses en juego.

Rajmire conocía muy bien a su primo. A un hombre de su agudeza no se le escapaban los movimientos que Merymaat había efectuado hasta alcanzar su envidiable posición. El ascenso dentro de los poderes, tanto civiles como del clero, requería de una buena dosis de habilidad, y no sería él quien la criticara. Mas era la naturaleza de su primo la que le desagradaba. Merymaat siempre había sido proclive al despotismo, y al visir no le gustaba escuchar todos aquellos rumores acerca de su impotencia, oscuras prácticas y gratuita soberbia; pero, no obstante, era su primo.

Cuando fue informado del terrible crimen, Rajmire se quedó atónito. Él sabía que Merymaat tenía muchos enemigos entre los altos cargos de la Administración, y que no pocos lo odiaban. Aun así nunca pudo imaginar que sería un simple portaestandarte del ejército el que le quitara la vida. Según sus informes, éste se había ensañado particularmente con el cadáver, lo que indicaba que con toda probabilidad se encontraban ante un acto de venganza.

Rajmire se lamentó, y sacudió la cabeza consternado. Merymaat siempre había llevado una existencia un tanto extraña, aunque no merecía una muerte como aquélla.

Al visir no le hizo falta consultar los cuarenta
sheshemw
o libros de leyes para dictar una sentencia por lo que había ocurrido. No podía inculpar a la viuda, aunque cabía la posibilidad de que se hallara implicada en el crimen de alguna manera. Al parecer su primo le pegaba, lo cual no le extrañó conociendo la naturaleza del difunto Merymaat. Aquello le desagradó particularmente, y suspiró decepcionado. Pero enseguida Rajmire dio las órdenes pertinentes para que se iniciara la búsqueda de Sejemjet. La ley no caería sobre él por la muerte de los guardias, puesto que hubo entre ellos un enfrentamiento armado, pero sí por el horrible crimen de Merymaat. Aunque era a la justicia militar a la que le competía juzgarlo, él sería quien se encargaría del caso. Sejemjet había desaparecido de Tebas, por lo que podía ser declarado desertor, un crimen terrible, que se castigaba con particular severidad.

Tal y como señalaba la ley, las posesiones que pudiera tener aquel soldado quedarían confiscadas, y su familia ingresaría en prisión hasta que el reo se presentara ante la justicia. Lo buscarían sin descanso por todo Egipto, y nadie podría darle cobijo bajo pena de ser encarcelado y sus bienes incautados. Kemet declaraba la guerra a su mejor guerrero, y no le daría cuartel. Así era la ley.

Cuando el visir dictó la orden de búsqueda contra Sejemjet, éste se encontraba lejos de Tebas. La misma noche en que la locura había precipitado su alma al abismo más profundo, Sejemjet remontó el río en un pequeño esquife, como los que acostumbraban a usar los pescadores. Tenía que huir de allí lo antes posible, pues sabía que apenas dispondría de un par de días antes de que Egipto entero iniciara su persecución. Entonces lo acosarían sin darle respiro, allá donde estuviera como él mismo había hecho con muchos de los prófugos en el pasado. Por eso era imprescindible ganar el mayor tiempo posible a la tenaz maquinaria que sabía se pondría en movimiento, así que se apoderó de la primera embarcación que encontró en la orilla y se puso a remar con la luna iluminándole el camino. Durante toda la noche bogó sin parar río arriba, hasta que el sol levantó la pequeña bruma matinal para dar paso a un día espléndido. Sejemjet se refugió en uno de los bosques de juncos que abundaban en el río, y esperó a que cayera la tarde para proseguir su viaje. Un hombre como él difícilmente pasaría desapercibido, y su propósito era llegar hasta Nekhen sin ser visto. Confiaba en que, al ser informados de la desaparición de la barca, los
medjays
iniciarían su búsqueda en el norte, río abajo, que era la vía de escape más lógica. Sin embargo, Sejemjet había pensado en una ruta bien diferente.

Other books

Falling by Gordon Brown
Half a Life: A Memoir by Darin Strauss
Diamonds & Deceit by Rasheed, Leila
A Little Love Story by Roland Merullo
The Snake Tattoo by Linda Barnes
Hot Zone by Catherine Mann
With All Despatch by Alexander Kent