El hijo del desierto (68 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Tal y como tenía planeado, el portaestandarte alcanzó Nekhen sin que nadie reparara en él. Se trataba de una ciudad muy antigua en la que se rendía culto a Nekhery, un dios halcón que portaba dos enormes plumas sobre la cabeza. Situada en la orilla occidental del Nilo, había sido la capital del
nomo
III del Alto Egipto, «el Santuario», hasta hacía poco tiempo. Ahora era Nekheb, que se levantaba justo en la orilla opuesta, la que cumplía esas funciones. Tutmosis III había embellecido el templo dedicado a la diosa buitre Nejbet, la diosa representativa del Alto Egipto, dando una mayor importancia a esta capital hasta suplantar el papel predominante que había tenido Nekhen. En esos momentos, la ciudad pertenecía al territorio administrado por el virrey de Kush, y ése era el motivo por el que Sejemjet no debía continuar. Cerca de Abú, Elefantina, comenzaba la provincia de Uauat, un lugar en el que era bien conocido, pues no en vano había pasado en él cerca de ocho años. Todos los soldados repararían en él en cuanto lo vieran, y su intención era la de no aproximarse a ninguna de las rutas que éstos solían utilizar. Así pues, en Nekhen ocultó el esquife, y luego se encaminó hacia el desierto del oeste, rumbo a los oasis de Kurkur y Dunqui. Después, las arenas se lo tragarían.

Desde la terraza, Isis contemplaba el fluir del río a lo lejos. Había en ella tristeza y melancolía, a la vez que vislumbraba un horizonte en el que brillaba la esperanza. Una esperanza que se extendía mucho más allá de las sagradas aguas del Nilo, y que dominaban los acantilados que daban cobijo a las tumbas de los dioses que un día gobernaron su pueblo. Pensó que su ilusión era capaz de ensombrecer a la Gran Pradera, pues tal era la fe que albergaba en su corazón.

Ella sentía su conciencia liviana, como la pluma de la diosa Maat que servía de contrapeso para juzgar las almas de los difuntos, y su ánimo bien dispuesto a afrontar el destino que los dioses le habían predestinado. Un extraño sentimiento de quietud la embargaba por completo, como el que proporcionaba la calma tras el paso de la tempestad. Su alma maltrecha tenía ahora motivos para olvidar parte de su pasado y embalsamarlo a fin de enterrarlo en alguna cripta, en lo más profundo de la necrópolis.

Mientras se extasiaba observando el discurrir de las aguas del río, experimentaba una sensación de libertad desconocida desde hacía mucho tiempo. La viudedad tenía sus compensaciones, más allá de los macabros acontecimientos que la habían precipitado.

Sin embargo, Isis quería olvidar definitivamente aquel período de su existencia. No deseaba que nadie la recordara como la mujer que un día estuvo casada con el escriba inspector del catastro de los dominios de Amón, sino como aquella que buscaba la quietud en los campos de Kemet, y el buen cumplimiento del orden que dictaba el
maat.
Pensaba que, en adelante, sería fiel al nombre que llevaba, y que buscaría la comunión con aquel equilibrio cósmico preestablecido que era necesario respetar. Su corazón pertenecía a un hombre al que quizá no volviese a ver en su vida. Mas eso no le importaba, pues éste le había mostrado que, aun en su locura, la dignidad humana no debía ser pisoteada por nadie. Sejemjet era capaz de inmolarse en medio del más atroz baño de sangre para hacerle ver que esa dignidad era, en realidad, lo más valioso que los dioses otorgaban al nacer. Ella comprendía perfectamente todo lo que se ocultaba detrás del horroroso crimen que su amado había perpetrado. Éste había dicho basta a todo aquel que quisiera oírle. Que la justicia había sido dictada por hombres, y que éstos podían interpretarla según sus conveniencias. Pero la dignidad no podía estar sujeta a tales circunstancias. Ella era soberana, pues en su opinión formaba parte de la misma alma del individuo. Con ella no se podía negociar, y sin ella no merecía la pena continuar viviendo.

Tal y como le había pedido, Isis había ido a visitar a Hor. El sacerdote le había causado una honda impresión, y parecía encontrarse muy afectado por lo ocurrido. Sin embargo, se mostró extremadamente amable con ella, y hasta se le vio compungido al no poder hacer nada por Sejemjet.

—Cada día que pasa estoy más convencido de que una suerte de maldición pesa sobre su alma —se lamentó Hor—. ¿Cómo es posible, si no, entender tantas desgracias?

—Él tomó una decisión por causa de la actitud de los hombres —le respondió Isis muy seria—. No creo que haya maldiciones de por medio.

El sacerdote se la quedó mirando un instante, considerando aquellas palabras.

—Tienes razón —señaló al fin—. Los dioses nos dotaron del libre albedrío, y es el hombre el que conduce y ejecuta sus actos. Nosotros simplemente nos escudamos en los dioses cuando no somos capaces de comprender lo que nos acontece. Nos parece algo sobrenatural, y lo que ocurre es que únicamente no lo entendemos.

—Los dioses siguen caminos diferentes a los nuestros.

—Así es. Sin embargo, de alguna forma ellos trazan ese camino por el que deambulará nuestra existencia, y las influencias que recibiremos al recorrerlo. Estoy convencido de que en Sejemjet confluyen fuerzas que se nos escapan.

Hubo unos instantes de silencio, y luego Hor continuó.

—En ocasiones los hombres se valen de los dioses para sojuzgarse ellos mismos —se lamentó el sacerdote—. Pero pediré a la sagrada Mut que vele por nuestro amado Sejemjet para que algún día nos lo devuelva y así podamos gozar de su presencia, libre de iras y absuelto de pecados. Antes de que Osiris me reclame ante su Tribunal, me gustaría abrazarlo. Hasta que llegue ese día te ayudaré en cuanto pueda.

Así fue el encuentro que Isis mantuvo con el sacerdote. Éste se cuidó mucho de hacer ninguna referencia a Merymaat, hombre por cuya memoria no sentía ningún respeto, ni tampoco a las terribles circunstancias en las que había muerto. Isis se lo agradeció íntimamente, y cuando se marchó pensó que aquel anciano estaba ungido por la sabiduría de los viejos papiros, y que su prudencia era el resultado de todo el conocimiento que albergaba en su corazón. Era un hombre santo, y la diosa Mut debía sentirse satisfecha de tenerlo como el segundo de sus profetas.

Isis suspiró al recordar la bondadosa mirada que Hor le dedicó cuando se despidieron. Con ella parecía hacerse cargo de su situación a la vez que le corroboraba su ayuda, que ella agradeció con un beso.

Su posición era un tanto ambigua, ya que Isis era la viuda de un hombre del que no tenía descendencia, muerto en unas circunstancias que arrojaban no pocas sombras sobre su inocencia.

No obstante, Rajmire decidió que la ley reconociese determinados derechos de la viuda, con el fin de evitar conflictos que pudieran alimentar la polémica; al menos hasta el momento en que Sejemjet pudiera ser juzgado.

Por todo lo anterior, Isis recibiría una pensión digna y el usufructo de la villa en la que vivía, algo que por otro lado los familiares del difunto consideraron excesivo. No obstante, la viuda decidió renunciar a tales derechos. Ella no deseaba tener nada que le hiciera recordar su triste vida junto a Merymaat, y mucho menos su persona. Quería olvidar a aquel hombre, como si nunca hubiera existido, aunque supiera que semejante deseo probablemente sólo sería una quimera, pues todo lo que rodeaba al escriba, incluida su muerte, quedaría grabado en su corazón aunque ella se resistiera a aceptarlo.

Mientras observaba el Nilo desde la terraza, Isis se sintió satisfecha por su decisión. En breve partiría hacia Menfis junto con su madre, para instalarse cerca de su hermano, lejos de Tebas, a la que deseaba no regresar jamás.

De su amado apenas tenía noticias. Algunos aseguraban que había huido a la lejana isla de Creta, y otros que lo habían visto vagar por las tierras de Retenu, alquilando su espada al mejor postor; incluso corría el rumor de que los
medjays
lo tenían rodeado en los agrestes valles del desierto oriental.

Mas entre la gente del pueblo existía la creencia de que aquel guerrero era poco menos que inmortal, y que nadie en Egipto podría atraparlo jamás. Isis sonreía feliz al escuchar tales comentarios, pues en lo más profundo de su corazón tenía la convicción de que volverían a verse algún día.

Alguna tarde soleada el cuerpo de su amado se recortaría entre los rayos de Ra-Atum junto al borde de cualquier camino, tal y como ocurriera la primera vez que se encontraron en Tebas. Isis se detendría de nuevo ante él para sonreírle, y en esta ocasión no se separarían nunca más.

Ella le tendría reservada una sorpresa; el mejor regalo que podría ofrecerle. Ése era su secreto mejor guardado y el que la colmaba de esperanza. De alguna manera Sejemjet continuaría siempre presente, pues ya no tenía ninguna duda de que había dejado su simiente en ella. Isis estaba embarazada, y aquel retoño simbolizaría su amor y también la magia con la que la diosa los había envuelto una noche.

Con las primeras sospechas, Isis había envuelto en una tela semillas de trigo y cebada. Al poco de miccionar sobre ella, ambas germinaron, prueba inequívoca de que se encontraba encinta, y el trigo había germinado primero, lo cual significaba que Isis tenía un varón en su vientre. Tal y como si se tratara de un nuevo Horus, él representaría siempre el nexo de unión con su gran amor, que, como Osiris, viviría eternamente en su corazón.

XI
EL HIJO DEL DESIERTO

Sejemjet se dirigió al lejano sur, territorio que conocía bien, y allí se confundió entre la arena rojiza que todo lo cubría. Recorrió parajes en los que nada crecía, carentes de vida, y en los que no se aventuraban ni la cobra ni el escorpión. Las gentes del desierto comenzaron a hablar de él como de una aparición, y con el tiempo fue considerado un espejismo más de los muchos que solían producirse en aquella tierra baldía.

Al principio, las huestes del faraón lo acosaron hasta la altura de la tercera catarata. Una patrulla de vigilancia aseguró haberlo visto al sur de Soleb, y desde la cercana fortaleza de Tombos, varias unidades de
medjays
lo persiguieron sin darle tregua durante un tiempo. Los
medjays
eran buenos rastreadores, tipos duros capaces de sobrevivir en el desierto sin dificultad, mas no pudieron atraparlo.

Una noche, mientras dormían, Sejemjet los degolló a todos, y del grupo de sus perseguidores nunca más se tuvo noticia. Corrieron entonces innumerables leyendas por las provincias de Uauat y Kush. Un hombre gigantesco aparecía cada cierto tiempo en alguna ciudad del territorio para volver a desaparecer como llevado por el viento. Decían quienes lo veían que sólo se detenía para adquirir algunos víveres, y que su mirada era tan sobrecogedora que nadie se atrevía a mantenérsela.

—No hay duda —aseguraban atemorizados—. Set se ha reencarnado en él.

Con el tiempo, los destacamentos que recorrían las fronteras procuraban evitarlo, y en todo caso se abstenían de seguir su rastro. Muchos lo conocían bien, pues habían servido a sus órdenes durante años, y sabían a lo que se exponían si intentaban darle caza. Aquel prófugo había nacido para la guerra, y la muerte andaba con él de la mano por dondequiera que fuese. Además, no eran pocos los que pensaban que el gran guerrero había tenido sus razones para perpetrar el crimen que le imputaban. La antipatía que los militares sentían por los funcionarios de la Administración era legendaria, y con el paso de los años muchos pensaron que era mejor olvidar todo lo ocurrido, pues al fin y al cabo aquel héroe de guerra era uno de los suyos, y había vertido más sangre que todo aquel atajo de burócratas que lo acusaban. Para ellos el desierto se lo había tragado para siempre.

La pesada losa del tiempo terminó por enterrar toda búsqueda. La memoria de Sejemjet cayó en el olvido, y durante muchos años nadie supo nada acerca de él. Su enorme figura no volvió a ser vista en ninguna de las provincias del sur, y muchos pensaron que el guerrero se había dirigido a las tierras de Asia, aunque la mayoría opinara que el desierto había acabado por devorarlo.

Al cabo de los años unos mercaderes aseguraron haberlo visto cerca del país de Opone, un lugar legendario y misterioso con el que Egipto solía comerciar con productos exóticos, pero tal información no hizo sino dar más pábulo a las increíbles leyendas que circulaban por ahí.

Sejemjet, por su parte, vivía ajeno a semejantes entelequias. Se hizo un ser errante, y llegó a convertirse en un buen conocedor de las rutas que atravesaban los desiertos del oeste. Los viejos caravaneros todavía guardaban un buen recuerdo de él, y muchos alquilaron su brazo para que los acompañara por caminos que continuaban infestados de bandidos. Para un hombre de armas como Sejemjet, esto significó una posibilidad de ganarse la vida, a la vez que estrechó sus lazos con unas gentes que llegaron a tenerle en gran respeto.

Nadie entre los mercaderes le hizo jamás ninguna pregunta, ni mostró interés por redimir su alma, que, según decían, había sido condenada por la justicia de un visir. Para ellos, Sejemjet seguía el camino al que le habían abocado sus propias razones, y éstas no les interesaban lo más mínimo.

Todos aquellos comerciantes respetaban al gran guerrero y sabían que cuando tenían la fortuna de comprar sus servicios la caravana llegaba con bien a su destino. Aquel tipo de trabajo llevó a Sejemjet a recorrer extraños lugares que nunca soñó que existieran. Pueblos distintos y gentes que en nada se parecían a las que ya conocía. Sus costumbres y diferente lenguas le hicieron tomar una nueva concepción del mundo, más allá del fértil valle del que provenía.

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