El hombre equivocado (29 page)

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Authors: John Katzenbach

—Que te follen —le espetó O'Connell.

Murphy le golpeó la nariz con el cañón del arma. Lo suficiente para que doliera, no para romperla.

—Deberías mejorar tu vocabulario —dijo. Con la mano izquierda, le sujetó las mejillas y las apretó con fuerza—. Y yo que pensaba que íbamos a ser amigos.

O'Connell continuó mirando al ex policía, y Murphy le golpeó bruscamente la cabeza contra la pared.

—Un poco de amabilidad —pidió fríamente—. ¿Sabes?, la educación hace que todo vaya mejor.

Entonces lo cogió por la chaqueta y lo levantó rudamente, manteniendo la pistola plantada en su frente. Lo dirigió hacia una butaca y lo sentó de un empellón, de modo que O'Connell cayó hacia atrás y el mueble se alzó sobre sus patas traseras y cayó pesadamente.

—Todavía no he sido malo, Mickey. Ni una pizca. Todavía nos estamos conociendo.

—No eres un poli, ¿verdad?

—Conoces a los polis, ¿eh, Mickey? Te las has visto con ellos unas cuantas veces, ¿no?

O'Connell asintió.

—Bien, has acertado —dijo Murphy, sonriendo. Sabía que iba a hacerle esa pregunta—. Deberías desear que fuera un poli. Quiero decir, deberías estar rezando al Dios que creas que pueda oírte. «Por favor, Señor, que sea un poli.» Porque los polis tienen reglas, Mickey, reglas y regulaciones. Yo no. Yo soy más problemático. Peor, mucho peor que un poli. Soy investigador privado.

O'Connell hizo una mueca, y Murphy lo abofeteó con fuerza. El sonido de su palma contra la mejilla resonó en el pequeño apartamento.

Murphy sonrió.

—No tendría que explicarte estas cosas, no a alguien como tú, que piensa que se las sabe todas, Mickey. Pero, para no perdernos, te explicaré un par de cosas más. Una, fui policía. Pasé más de veinte años tratando con tipos duros de verdad. La mayoría de ellos ahora están a la sombra, maldiciendo mi nombre. O muertos, y no piensan mucho en mí porque probablemente tendrán problemas más acuciantes en el otro barrio. Dos, tengo licencia estatal y federal para llevar esta arma. ¿Sabes qué suman esas dos cosas?

El joven no respondió, y Murphy volvió a abofetearlo.

—¡Mierda! —masculló O'Connell.

—Cuando te haga una pregunta, Mickey, por favor, responde.

Hizo ademán de abofetearlo otra vez.

—No lo sé —dijo O'Connell—. ¿Qué suman?

Murphy sonrió.

—Pues significan que tengo amigos… Amigos de verdad, no como nosotros esta noche, Mickey, amigos de verdad que me deben muchos favores de verdad, a quienes salvé el culo más de una vez a lo largo de los años. Están más que dispuestos a hacer cualquier puñetera cosa por mí, y si hace falta van a creer todo lo que yo diga sobre nuestro amable encuentro aquí esta noche. Les importan un carajo los gusanos como tú. Y cuando les diga que me atacaste con la navaja que dejaré en tu mano muerta y que me obligaste a volarte lo sesos, me van a creer. De hecho, Mickey, me felicitarán por limpiar un poco este mundo de mierda. Ésa es la situación en que te encuentras ahora mismo, Mickey. En otras palabras, puedo hacer lo que me salga de las narices, y tú no puedes hacer nada, ¿entiendes?

O'Connell vaciló, pero asintió cuando vio que Murphy lo amenazaba con otro bofetón.

—Bien. Como dicen, la comprensión es el camino de la iluminación.

O'Connell percibió el sabor de la sangre en los labios.

—Lo repetiré para que quede claro: soy libre de hacer lo que me parezca adecuado, incluyendo enviar tu puta vida al reino de los cielos, o más probablemente al infierno. ¿Lo entiendes, Mickey?

—Lo entiendo.

Murphy empezó a rodear la silla, sin apartar la automática, golpeando de vez en cuando la cabeza de aquel cretino, o hincándola en la zona blanda entre su cuello y los hombros.

—Vaya mierda de casa que tienes aquí, Mickey. Qué pocilga. Sucia… —Murphy contempló la habitación, vio un ordenador portátil en una mesa y anotó mentalmente llevarse un puñado de discos. Hasta ahora, las cosas iban saliendo más o menos como había previsto. O'Connell era tan predecible como esperaba. Podía sentir la incomodidad del joven, sabía que el arma contra su cabeza estaba provocando indecisión y duda. En todos los momentos de confrontación hay un punto en que el interrogador hábil simplemente se apodera de la identidad del sujeto, controlando, guiándolo a un estado de obediencia. «Vamos por buen camino», se dijo. «Estamos haciendo progresos»—. No es una gran vida, ¿eh, Mickey? Quiero decir que no veo mucho futuro aquí.

—A mí me gusta.

—Ya. Pero ¿qué te hace pensar que Ashley Freeman querría ser parte de todo esto?

O'Connell guardó silencio, y Murphy lo golpeó desde atrás con la mano libre.

—Responde, gilipollas.

—Que la amo. Y ella me ama a mí.

Murphy volvió a abofetearlo.

—Eso no te lo crees ni tú, pedazo de capullo.

Una fina línea de sangre se dibujó bajo la oreja de O'Connell.

—Ella tiene clase, Mickey. Al contrario que tú, tiene posibilidades. Es de buena familia, tiene buena educación y sus posibilidades son infinitas. Tú, por el contrario, vienes de la mierda… —remarcó las últimas palabras golpeando al joven— y a la mierda volverás. ¿Cómo lo conseguirás? ¿Tal vez yendo al trullo? ¿O lograrás librarte para que te maten en algún callejón?

—Estoy tranquilo. No he quebrantado ninguna ley.

Los bofetones repetidos estaban surtiendo efecto: la voz de O'Connell se quebró levemente y reveló un temblor tras las palabras.

—¿De verdad? ¿Quieres que te investigue con más atención?

Murphy terminó de dar la vuelta, y una vez más le golpeó la nariz con el cañón, exigiendo una respuesta.

—No.

—Eso pensaba.

Lo cogió por la barbilla y la retorció dolorosamente. Pudo ver lágrimas en la comisura de los ojos del joven.

—Pero, Mickey, ¿no crees que deberías pedirme más amablemente que salga de tu vida?

—Por favor, sal de mi vida —dijo O'Connell lenta y suavemente.

—Bueno, me gustaría. De verdad que sí. Mirándolo desde un punto de vista objetivo, ¿no crees que sería bueno, bueno de verdad, que te aseguraras de no volver a verme en tu vida? ¿Que este pequeño encuentro, amistoso como es, sea la última vez que tú y yo nos veamos…? ¿Qué me contestas? ¿De acuerdo?

—De acuerdo. —O'Connell no sabía qué pregunta contestar, pero sí sabía que no quería que volvieran a golpearlo. Y aunque no creía que aquel animal fuera a dispararle, no estaba completamente seguro.

—Tienes que convencerme, ¿no crees?

—Sí.

Murphy sonrió y le palmeó la cabeza.

—Para que nos comprendamos de verdad, lo que estamos haciendo aquí es una negociación privada, especial, cara a cara, nuestra orden de alejamiento temporal. Como si estuviéramos en un tribunal. Excepto que la nuestra es jodidamente permanente, ¿entiendes? Seguro que sabes lo que significa permanecer alejados. Sin contacto. Pero nuestra orden es peor que las demás, porque es especial, sólo entre tú y yo, Mickey. Porque no se basa en un puñado de papeles firmados por un viejo juez al que no vas a hacer ni puto caso. La nuestra incluye una garantía… ¡auténtica!

Y con la última palabra, le descargó un puñetazo contra la mejilla, derribándolo al suelo. Se lanzó sobre él, pistola en mano, antes de que el joven tuviera tiempo de reaccionar siquiera.

—Tal vez debería dejarme de hacer el tonto y acabar con esto ahora mismo —dijo, y de repente soltó el seguro del arma. Alzó la mano izquierda como para protegerse de la inminente lluvia de sesos y sangre—. Dame un motivo —masculló—. El que sea, Mickey. Pero dame un motivo para tomar una decisión.

O'Connell trató de esquivar el cañón de la pistola, pero el peso del ex policía lo mantuvo inmovilizado.

—Por favor… —suplicó al fin—. Por favor, me mantendré alejado, lo prometo. La dejaré en paz…

—Buen principio, gilipollas. Continúa.

—Nunca tendré ningún otro contacto con ella. Me mantendré fuera de su vida para siempre, lo juro… ¿Qué más quieres que diga? —O'Connell casi sollozaba. Cada frase parecía más penosa que la anterior.

—Tendré que pensarlo, Mickey. —Bajó la mano con que se protegía y retiró el arma de la cara de O'Connell—. No te muevas. Sólo echaré un vistazo.

Se acercó a la mesa barata donde estaba el ordenador. Había un puñado de CD regrabables dispersos. Los cogió y se los guardó en el bolsillo. Luego se volvió hacia el joven, aún en el suelo.

—¿Es aquí donde guardas tus archivos sobre Ashley? ¿Es con esto con lo que jodes a gente que es mucho mejor que tú?

O'Connell simplemente asintió, y Murphy sonrió.

—No te creo —dijo bruscamente—. Ya no. —Entonces golpeó el teclado con la culata de la pistola—. Jop, jop —dijo mientras el plástico se rompía. Dos golpes más y la pantalla y el ratón saltaron en pedazos.

O'Connell simplemente se quedó mirando, sin decir nada. Con el cañón del arma, Murphy hurgó en el ordenador roto.

—Creo que estamos a punto de terminar. —Cruzó la habitación y se alzó sobre O'Connell—. Quiero que recuerdes algo.

—¿Qué cosa? —Sus ojos estaban anegados en lágrimas, como Murphy esperaba.

—Siempre podré encontrarte. Siempre podré saber dónde te escondes, no importa en qué pequeña ratonera te metas.

El joven asintió.

Murphy lo miró con dureza, buscando en su cara algún signo de desafío, signos de cualquier cosa que no fuera obediencia. Cuando se convenció de que no había ninguno, sonrió.

—Bien. Has aprendido mucho esta noche, Mickey. Una auténtica educación. Y no ha sido tan malo, ¿verdad? He disfrutado mucho de nuestro encuentro. Ha sido divertido, ¿no crees? No, probablemente no lo crees. Ah, y una última cosa…

Se hincó de rodillas, inmovilizando una vez más a O'Connell contra el suelo. Con el mismo movimiento, le metió bruscamente el cañón de la automática en la boca, sintiéndola chocar contra sus dientes. Vio el terror reflejado en los ojos del joven, exactamente lo que pretendía.

—Bang —dijo tranquilamente.

A continuación le sacó el arma de la boca, se levantó, le dedicó una sonrisa, se dio la vuelta y se marchó.

El frío aire nocturno lo refrescó y tuvo ganas de soltar una carcajada. Enfundó la pistola, se ajustó la chaqueta para quedar presentable y echó a andar por la calle, moviéndose con rapidez pero sin prisa, disfrutando de la oscuridad, la ciudad y la sensación de triunfo. Ya estaba calculando cuánto tardaría en regresar a Springfield y se preguntaba si llegaría a tiempo de cenar en algún sitio. Dio unos cuantos pasos y empezó a tararear para sí. «No ha estado tan mal, ¿eh?», pensó. Desde luego se había equivocado: la oportunidad de tratar con una basura como O'Connell merecía el diez por ciento de descuento que iba a hacerle a Sally Freeman-Richards. Le encantó comprobar que sus viejas habilidades se mantenían intactas, y se sintió decididamente más joven. Lo primero que iba a hacer por la mañana, pensó, sería escribir un pequeño informe (sin mencionar la destacada intervención de la automática) y enviárselo a la abogada, acompañado de su minuta y de la garantía de que nunca más tendría que preocuparse por Michael O'Connell. Murphy se enorgullecía de saber exactamente qué tecla pulsar para causar pánico a las personas débiles.

La oreja de O'Connell latía y la mejilla le picaba. Supuso que había perdido uno o más dientes, porque saboreaba la sangre en su boca. Estaba un poco entumecido cuando se levantó del suelo, pero se dirigió a la ventana y consiguió ver a aquel poli cabrón cuando doblaba la esquina. Se pasó la mano por la cara y pensó: «No ha estado tan mal, ¿eh?» Sabía que la forma más sencilla de conseguir que un poli te creyese era aceptar siempre la paliza. A veces era doloroso, a veces embarazoso, sobre todo si se trataba de un tipo viejo al que podías vencer fácilmente si no llevaba un arma. Sonrió, se relamió y dejó que el sabor salado lo llenara. Había aprendido mucho esa noche, se dijo, tal como le había dicho Matthew Murphy. Pero sobre todo había comprobado que Ashley no estaba en ningún país extranjero. Si estaba en Italia, a miles de kilómetros de distancia, ¿por qué enviaba su familia a un ex poli bocazas para intimidarlo? Eso no tenía sentido, a menos que ella estuviera cerca. Mucho más cerca de lo que había imaginado. ¿A su alcance? Eso creía. Inhaló hondo por la nariz. No sabía dónde estaba, pero lo descubriría pronto, porque el tiempo ya no significaba nada para él. Sólo Ashley significaba algo.

El edificio del
News-Republican
estaba situado en una engañosa zona del centro, junto a la estación de ferrocarril. Tenía una deprimente vista de la carretera interestatal, solares vacíos y otros lugares llenos de desechos. Era uno de esos sitios no exactamente deteriorado, sino simplemente ignorado, o quizás agotado. Montones de verjas, basura revoloteando al viento y pasos subterráneos decorados con pintadas. La sede del periódico era un edificio rectangular de cuatro plantas, un bloque de cemento y ladrillo. Parecía más una armería o incluso una fortaleza que un periódico. Dentro, lo que una vez se llamó sucintamente «la Morgue» era ahora una sala pequeña con ordenadores.

Una vez una servicial joven me enseñó cómo acceder a los archivos, no tardé en encontrar la noticia del último día de Matthew Murphy. O tal vez sería más correcto decir de sus últimos momentos.

El titular de primera plana rezaba: «Investigador privado y ex policía asesinado.» Había otros dos titulares más pequeños: «El cadáver fue encontrado en un callejón» y «La policía lo considera una venganza».

Llené varias páginas de mi bloc con detalles de los artículos aparecidos ese día, y de los siguientes. La lista de sospechosos parecía interminable. Murphy había intervenido en muchos casos importantes durante sus años de servicio, y al retirarse había continuado granjeándose enemigos con regularidad mientras trabajaba como investigador privado. No me cabía duda de que los detectives de Springfield que trabajaban en el caso habían dado prioridad a su muerte, y también Homicidios de la policía estatal. El fiscal de distrito habría presionado: los asesinatos de policías son casos importantes que pueden marcar carreras judiciales, para bien o para mal. Matar a un policía era como matar un poco de cada uno.

No obstante, los artículos iban enfriándose y no apareció lo que debería haber aparecido. Los detalles empezaron a repetirse. No se practicó ninguna detención. No se nombró ningún gran jurado a bombo y platillo. No se preparó ningún juicio. Era una historia donde el esperado gran final dramático se evaporaba en la nada.

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