El hombre equivocado (33 page)

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Authors: John Katzenbach

La casa se erigía en un pequeño promontorio, de modo que la zona principal de la vivienda quedaba por encima de su cabeza. Pero, como muchas casas antiguas, tenía un gran sótano al que se accedía por una vieja trampilla de madera deteriorada que rara vez se usaba. Tardó menos de diez segundos en abrirla y colarse dentro.

Sacó la linterna medio cubierta en cinta roja. Inspiró hondo al intuir que en alguna parte, muy cerca del lugar húmedo y polvoriento donde se hallaba, encontraría información sobre dónde estaba Ashley exactamente. Un sobre con un remite. Una factura de teléfono o el extracto de una tarjeta de crédito. Un papel con su nombre pegado a la puerta del frigorífico. Se lamió los labios, excitado, las manos casi temblando de expectación. Allanar la oficina de Murphy había sido un trabajo rutinario, simplemente una pieza más de aquel puzle que llevaría al paradero de Ashley, y lo había manejado con profesionalidad.

Esto era diferente. Era una obra de amor.

Tardó un segundo en respirar el denso aire del sótano. «Si ella viera lo que tengo que hacer para encontrarla, para volver a estar juntos —pensó—, entonces tal vez comprendería que estamos hechos el uno para el otro.» Algún día, fantaseó, podría decirle que había soportado palizas, infringido leyes, arriesgado su integridad física, todo por ella.

Y entonces se dijo: «Si ella no puede amarme, entonces no se merece amar a nadie.»

Sintió un espasmo muscular recorriéndole el cuerpo, y tuvo que luchar por dominarse. Oyó su propia respiración entrecortada, jadeante. Durante un segundo visualizó a Sally, Hope y Scott. Y se sintió abrumado por la ira. Ya no podía separar los sentimientos entremezclados de amor y odio. Cuando consiguió calmarse, avanzó torpemente por el sótano, hacia la vieja escalera que lo llevaría a la vivienda. No sabía qué estaba buscando exactamente, pero, fuera lo que fuese, estaba a su alcance.

Abrió la puerta, que daba a una despensa junto a la cocina. Debía apagar la linterna cuanto antes, pues su brillo rojizo podía llamar la atención de algún vecino. Localizó unos interruptores en la pared y pulsó el primero, que encendió la cocina. O'Connell sonrió y apagó la linterna.

«Apártate de las ventanas y empieza a buscar —se dijo—. Lo que necesitas saber está aquí, en alguna parte. Puedes sentirlo. Ya voy, Ashley.»

Avanzó un paso más, antes de que un gruñido furioso le llegara desde la penumbra del vestíbulo.

Supongo que, como la mayoría de la gente, mi sentido del miedo lo define Hollywood, que gusta de proporcionar dosis constantes de alienígenas, fantasmas, vampiros, monstruos y asesinos en serie; o esos momentos imprevisibles de la vida, cuando el otro coche se salta un semáforo en rojo y tienes que frenar presa del pánico. Pero los miedos reales, los que te debilitan, vienen de la incertidumbre. Roen tus defensas, sin desaparecer jamás. Mientras estaba sentado frente a la joven, pude ver las arrugas que el miedo había tallado en su cara, envejeciéndola, los tics que le había originado: sus manos, que se frotaba nerviosa; sus ojos, que parpadeaban más de la cuenta; los temblores de su voz, más significativos que las palabras que musitaba.

—No tendría que haber aceptado reunirme con usted —dijo.

A veces, no es tanto el miedo a morir como el miedo a seguir viviendo.

Cogió la taza de té caliente con ambas manos y se la llevó lentamente a los labios. Fuera hacía un calor terrible, y en aquella pequeña cafetería todos bebían refrescos helados, pero ella parecía ajena al calor.

—Se lo agradezco —respondí—. Seré breve. Sólo quiero confirmar algo.

—Tengo que irme —dijo ella—. No puedo quedarme. No pueden verme hablando con usted. Mi hermana está con los niños, y no puedo dejarlos con ella demasiado tiempo. La semana que viene nos mudamos a… —Sacudió la cabeza—. No, no voy a decirle adónde vamos. Me entiende, ¿verdad?

Se inclinó hacia delante y vi una cicatriz larga y muy fina cerca de su cuero cabelludo.

—Por supuesto —dije—. Bien, su marido era inspector de policía, y usted contrató a Matthew Murphy durante su divorcio, ¿no es así?

—Sí. Mi ex marido ocultaba sus ingresos y nos los escamoteaba a mí y a los tres críos. Yo quería que Murphy averiguara dónde tenía el dinero. Mi abogado dijo que Murphy era bueno para esas cosas.

—Su ex fue sospechoso en el asesinato de Murphy, ¿correcto?

—Sí. La policía estatal lo interrogó varias veces. También hablaron conmigo. —Sacudió la cabeza y añadió—: Fui su coartada.

—¿Y eso?

—La noche que mataron a Murphy mi ex apareció en mi casa temprano. Había estado bebiendo. Estuvo insistente. Insistió en entrar, en ver a los niños… No logré hacerlo desistir.

—¿No tenía usted una orden judicial…?

—Sí, de alejamiento. Cien metros en todo momento. Eso decía la orden del juez, pero sirvió de poco. Mi ex mide metro noventa y pesa ciento veinte kilos, y conoce a todos los policías de la zona. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Pelear con él? ¿Llamar pidiendo ayuda? Él siempre se salía con la suya.

—Lo siento. La coartada…

—Él empezó a beber y luego le dio por pegarme. Se ensañó largamente, hasta que perdió el conocimiento de tanto alcohol que había bebido. Se despertó por la mañana y pidió disculpas. Dijo que nunca volvería a suceder. Y no sucedió, al menos durante el resto de la semana.

—¿Le contó esto a la policía?

—No. Ojalá hubiera tenido valor para decirles: «Claro que él mató a Murphy. Me dijo que lo hizo…» Tal vez de ese modo me hubiera librado de él. Pero no tuve valor.

Vacilé.

—Lo que me interesa es…

Ella me interrumpió.

—Sé lo que le interesa. —Se tocó la frente, pasando el dedo por el borde de la cicatriz—. Cuando me golpeó, su anillo de clase del colegio estatal Fitchburg (allí es donde nos conocimos) me hizo este corte. Me lo hizo para que lo recordara. Quiere saber cómo se enteró de lo de Murphy, ¿verdad?

Asentí.

—Me lo espetó durante una discusión. Me gritó: «¿Así que creíste que no iba a enterarme de que has contratado a un detective privado?»

Vi lágrimas en sus ojos.

—Recibió una carta anónima. El sobre incluía una copia de todo lo que Murphy había descubierto sobre él. Todas las cosas confidenciales que se suponía sólo sabíamos mi abogado y yo. La enviaron desde Worcester. Ni siquiera conozco a nadie en esa ciudad. Pero me costó dos dientes cuando mi ex me golpeó. A Murphy quizá le costó la vida. Eso era lo que yo quería, que mi ex lo hubiese matado. Eso habría facilitado las cosas para mí.

Se levantó de la mesa.

—Tengo que irme —dijo. Miró alrededor, nerviosa, y luego se dio la vuelta, cabizbaja, los hombros encogidos. Salió de la cafetería y cruzó corriendo el centro comercial, esquivando a la gente con gesto temeroso.

La observé y pensé que acababa de ver cómo habría podido ser el futuro de Ashley.

28 - Un trayecto rápido

Hope se hallaba en el corto sendero de ladrillo rojo que conducía a la puerta principal de la casa cuando los faros del coche de Sally barrieron el césped. Esperó, un poco insegura de qué hacer. Hubo una época en que habría retrocedido hasta el coche para darle un abrazo después de un día de trabajo, pero ahora no sabía siquiera si esperarla para entrar juntas. Contempló el barrio oscuro y pensó que las dos se habían acostumbrado a volver a casa cada vez más tarde, tal vez para que la incomunicación que las aquejaba durante la noche tuviera menos peso.

—Hola —dijo, mientras oía la puerta del coche cerrarse.

—Hola —respondió Sally.

—¿Un día duro?

Sally recorrió lentamente el césped hacia ella.

—Sí —dijo—. Entremos y te lo cuento.

Hope asintió y encajó la llave en la cerradura.

El interior estaba oscuro y pareció que la noche las seguía al interior de la casa, como una corriente oscura y peligrosa. Hope se detuvo en el vestíbulo y al instante supo que algo no iba bien. Tomó aire.

—¡
Anónimo
! —llamó.

Sally encendió la lámpara del techo.

—¡
Anónimo
! —repitió Hope.

—Oh, Dios mío…

Hope dejó caer la mochila al suelo y avanzó un paso, muerta de miedo y sintiendo sensaciones contradictorias: frío, calor, una vaharada de humedad.

—¡
Anónimo
! —llamó de nuevo. Pudo oír el pánico en su propia voz. Tras ella, Sally encendía las luces del salón, el pasillo, la salita del televisor. Y finalmente la cocina.

El perro estaba tendido en el suelo, inmóvil.

Hope soltó un desgarrador gemido y se precipitó hacia el animal. Le palpó el cuerpo y luego acercó la cabeza al pecho, tratando de escuchar el corazón. Tras ella, Sally se quedó de pie en la puerta, petrificada.

—¿Está…?

Hope dejó escapar otro gemido, los ojos ya anegados en lágrimas, pero al mismo tiempo alzó al perro en brazos. Se volvió hacia Sally y, sin hablar, las dos corrieron hacia el coche.

Sally condujo rápidamente, más de lo que podía recordar, mientras se dirigían por la interestatal al hospital para animales de Springfield. Mientras iba sorteando coches, a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, oyó a Hope decir quedamente:

—No importa, Sally. Puedes reducir la velocidad.

Sólo tardaron unos minutos en recorrer los últimos kilómetros. Cuando se internaron en las hoscas calles de la ciudad, Sally aún no había podido decir nada, pero oír los sollozos entrecortados de Hope en el asiento trasero era como ser apuñalada.

Siguió los carteles indicadores y detuvo el coche con un chirriante frenazo delante de la entrada de Urgencias. Antes de que Hope hubiera transportado a
Anónimo
más de un par de pasos, una enfermera la ayudó a colocar al inerte perro en una camilla.

Para cuando Sally terminó de aparcar el coche y entró, Hope ya estaba sentada en la sala de espera, la cabeza entre las manos. Apenas la miró cuando se sentó a su lado.

—Hope, ¿está…? —empezó Sally, pero se detuvo.

—Está muerto. Lo sé. Estaba muy viejo… No deberíamos haber venido corriendo. Son cosas que pasan, ya sabes, te haces viejo y es lo que pasa.

Sally no respondió. Consultó su reloj y pensó que el veterinario de guardia saldría enseguida para confirmar las palabras de Hope. Pero pasaron cinco minutos, luego diez. A los veinte, seguían esperando. A la media hora, salió un joven moreno y alto, vestido con una bata blanca sobre el uniforme verde del hospital. Miró a Hope.

—¿Sí? —La voz de Hope tembló.

—Lo siento. Hemos hecho todo lo posible, pero ya estaba muerto cuando llegaron.

—Lo sé —respondió Hope—. Pero tenía que intentarlo…

—No se podía hacer nada más —dijo el veterinario.

—Sí. Lo sé. Gracias… —Hope tenía helado el corazón.

—Ya no era un perro joven —dijo el veterinario.

—Quince años.

Él asintió.

—¿Cómo lo encontraron? —preguntó.

—Cuando volvimos a casa estaba en la cocina, tumbado en el suelo…

—¿Quiere entrar para darle un último adiós? Hay algo que me gustaría mostrarle.

—De acuerdo —dijo Hope, sin poder contener las lágrimas—. Me gustaría verlo una vez más.

Siguió al veterinario a través de unas puertas oscilantes, Sally un par de pasos por detrás.

La sala, iluminada por brillantes tubos fluorescentes, era como cualquier sala de urgencias, con monitores para las constantes vitales, aparatos diversos y muebles de instrumental. Sobre una mesa de metal que reflejaba implacablemente la luz estaba tendido
Anónimo.
su claro pelaje ya sin brillo. Hope le acarició el costado. Pensó que su fiel mascota parecía en paz, simplemente dormido.

El veterinario guardó silencio un instante, dejando que Hope se despidiera del perro. Luego dijo:

—¿Había algo extraño en la casa esta noche, cuando volvieron ustedes?

Hope se volvió.

—¿Algo extraño?

—¿Qué quiere decir? —dijo Sally.

—¿Vieron indicios de que alguien hubiera entrado por la fuerza? —preguntó el veterinario.

Hope pareció confundida.

—Creo que no entiendo…

—Lamento parecer brusco, pero hemos encontrado ciertas cosas que dan para sospechar.

—¿A qué se refiere? —preguntó Hope.

El veterinario extendió la mano y apartó el pelaje de la garganta de
Anónimo.

—¿Ve las marcas rojas? Son magulladuras, probablemente de estrangulamiento. Y aquí, mire —Separó los labios de
Anónimo.
descubriendo sus dientes—. Esto parece un resto de carne. Y hay algo de sangre también. También encontramos jirones de ropa ensangrentada en las uñas de las patas.

Hope miró al veterinario, sin entender.

—Cuando lleguen a casa, revisen las puertas y ventanas en busca de indicios de allanamiento —aconsejó él, y sonrió sin alegría—. Está claro que el pobre animal se enfrentó a un intruso —añadió—. No puedo estar seguro sin una autopsia, pero me parece que
Anónimo
murió peleando.

—¿Quién asesinó a Murphy? —pregunté—. ¿Crees que fue O'Connell?

Ella me miró con extrañeza, como si la pregunta estuviera fuera de lugar. Estábamos en su casa, y mientras ella vacilaba me distraje y paseé la mirada por la habitación. De pronto reparé en que no había ninguna fotografía.

Sonrió.

—Creo que deberías preguntarte si O'Connell necesitaba matar a Murphy. Puede que quisiera hacerlo. Tenía un arma y tenía un móvil, sí, pero ¿necesitaba apretar el gatillo personalmente? ¿No había hecho ya suficiente enviando por correo información confidencial a diversas personas para conseguir precisamente ese fin? ¿Acaso no podía confiar en que alguien, de esa lista de personas, reaccionaría de manera violenta contra Murphy? Ese era el estilo de O'Connell: actuar oblicuamente, crear acontecimientos y situaciones, manipular el entorno. Necesitaba sacar de la circulación a Murphy, quien procedía de un mundo que O'Connell conocía muy bien. Era bien consciente de la amenaza que suponía. Murphy no era muy distinto de O'Connell: ambos confiaban en la violencia para conseguir resultados. Tenía que quitar a Murphy del terreno de juego. Y es lo que sucedió, ¿no?

Me miró, y bajó la voz casi hasta un susurro.

—¿Cómo actuamos los humanos? No es difícil saber qué hacer cuando el enemigo te apunta con un arma. Pero a menudo somos nuestros mayores enemigos, porque no queremos creer lo que nos dicen nuestros ojos. Cuando se avecina la tormenta, ¿no pensamos a veces que no habrá truenos? Estamos seguros de que la riada no reventará la presa, ¿verdad? Y por eso nos pilla.

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