El hombre equivocado (34 page)

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Authors: John Katzenbach

Respiró hondo y se volvió para mirar por la ventana.

—Y cuando nos pilla, ¿podemos salvarnos o nos ahogamos?

29 - Una escopeta en el regazo

«Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.»

Podía oír la voz de Ashley hablándole, casi como si estuviera sentada a su lado en el coche. Repasaba una y otra vez las palabras en su mente, dándole inflexiones distintas, una vez suplicante y desesperada, otra vez sexy e insinuante. Las palabras eran como caricias.

O'Connell se imaginaba a sí mismo en una misión. Como un soldado zigzagueando por un terreno sembrado de minas o un nadador al rescate en aguas turbulentas, se dirigía al norte, más allá de Vermont, atraído inexorablemente hacia Ashley.

Se pasó los dedos por las heridas que tenía en el dorso de la mano y el antebrazo. Había conseguido detener la hemorragia causada por el mordisco en la pantorrilla con el kit de primeros auxilios que llevaba en la guantera. Había tenido mucha suerte de que el perro no le hubiera destrozado el tendón de Aquiles, pensó. Tenía los vaqueros desgarrados y probablemente manchados de sangre seca. Debería cambiárselos por la mañana. Pero, en resumen, había salido victorioso.

Encendió la luz de cortesía del coche.

Miró el mapa y trató de calcular mentalmente. Estaba a menos de noventa minutos de Ashley. Podía equivocarse una o dos veces al intentar tomar el camino rural que conducía a la casa de Catherine Frazier, pero no más.

Sonrió y de nuevo oyó a Ashley llamarlo. «Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.» Él la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma.

Abrió un poco la ventanilla y dejó entrar el aire helado para despejarse. O'Connell creía que había dos Ashleys. La primera era la que había intentado librarse de él, la que se había mostrado tan enfadada, asustada y evasiva. Ésa era la Ashley que pertenecía a sus padres y a aquella tía rara, Hope. Frunció el ceño al pensar en ellos. Había algo verdaderamente repugnante y malsano en su relación. Desde luego, Ashley estaría mucho mejor cuando él la rescatara de esos pervertidos.

La verdadera Ashley era la que estaba sentada a la mesa frente a él, bebiendo y riendo con sus chistes, pero hipnotizante mientras se insinuaba. La verdadera Ashley había conectado con él, física y emocionalmente, de un modo increíblemente profundo. La verdadera Ashley lo había invitado a entrar en su vida, y el deber de Michael era volver a encontrar a esa persona.

La liberaría.

O'Connell sabía que la Ashley que sus padres y su madrastra lesbiana veían era una sombra de la verdadera. La Ashley estudiante, artista, empleada del museo era pura ficción, creada por un puñado de inútiles liberales de clase media que no valían nada y sólo querían que fuese como ellos, que creciera y tuviera la misma vida estúpidamente insignificante que ellos. La verdadera Ashley estaba esperando que él llegara como un príncipe azul para mostrarle una vida distinta. Era la Ashley que ansiaba la aventura, una existencia intensa. La Bonnie de su Clyde, una Ashley que viviría con él fuera de las frustrantes reglas sociales. Desde luego, entendía que ella se mostrara reacia, temerosa de la libertad que él representaba. La excitación que él encarnaba debía de ser aterradora, pensó.

Debía tener paciencia. Era sólo cuestión de enseñársela.

Sonrió para sí, confiado. Puede que no fuera fácil, antes bien, bastante complicado. Pero ella acabaría por captarlo.

Con renovado entusiasmo, O'Connell se adentró en la interestatal. Pisó a fondo y sintió el acelerón. En cuestión de segundos alcanzó el carril de la izquierda. Sabía que era invisible. Sabía que estaba a salvo. Sabía que no habría nadie para detenerlo. No esa noche.

«No falta mucho —pensó—. Sólo el último esfuerzo.»

Hope dejó que la noche la abrazara, envolviendo su tristeza en sombras, mientras Sally conducía de vuelta a casa. El silencio de Hope parecía fantasmagórico, como una parte espectral de sí misma.

Sally tuvo el buen sentido de limitarse a conducir y dejarla a solas con su dolor. Se sentía un poco culpable por no sentirse tan mal como debería. Pero no dejaba de pensar. Por horrible que fuera la pérdida de
Anónimo.
era más importante cómo había muerto y lo que significaba. Necesitaba emprender alguna acción, y trató de ordenar lo sucedido.

El coche se detuvo en el camino de acceso.

—Lo siento mucho, Hope —fueron las primeras palabras de Sally desde que salieran del hospital—. Sé cuánto significaba para ti.

A Hope le pareció que era la primera frase amable que oía de su compañera en meses. Inspiró hondo y sin decir nada se apeó. Recorrió el jardín, mientras la hojarasca revoloteaba a sus pies. Se detuvo ante la puerta y la contempló un segundo antes de volverse hacia Sally.

—Por aquí no entró —dijo con un profundo suspiro—. Habría necesitado utilizar una ganzúa y habrían quedado marcas.

Sally se acercó a ella.

—Por detrás —dijo—. Por el sótano. O tal vez por una de las ventanas laterales.

Hope asintió.

—Miraré la parte de atrás. Comprueba tú las ventanas, sobre todo las de la biblioteca.

Hope no tardó en encontrar la trampilla del sótano forzada. Se quedó inmóvil un momento, mirando las astillas de madera diseminadas por los escalones de cemento del sótano.

—¡Sally, aquí abajo!

Sólo había una bombilla pelada en el techo, que proyectaba extrañas sombras en los rincones del viejo sótano. Hope recordó que, cuando Ashley era una niña, siempre le daba miedo bajar sola a hacer la colada, como si temiera que los rincones y las telarañas ocultaran monstruos o fantasmas.
Anónimo
la acompañaba en esas ocasiones. Incluso en su adolescencia, cuando Ashley ya no creía en esas cosas, cogía sus vaqueros ceñidos y la diminuta ropa interior que no quería que descubriera su madre, una galleta para perros, y dejaba la puerta del sótano abierta para
Anónimo.
Entonces el chucho bajaba ansiosamente la escalera, haciendo suficiente ruido para espantar a cualquier demonio persistente, y esperaba a Ashley, sentado y con la cola barriendo el polvoriento suelo.

Hope se volvió cuando Sally bajó por la escalera.

—Entró por aquí —dijo.

Sally miró las astillas y asintió.

—Luego entró en la cocina…

—Ahí es donde
Anónimo
debió de oírlo u olerlo —dijo Sally.

Hope tomó aliento.

—Le gustaba esperarnos en el vestíbulo, así que tuvo que reaccionar, y supo que no éramos nosotras ni Ashley que volvía a casa.

Hope escrutó la cocina.

—Aquí es donde le hizo frente —dijo en voz baja. «Su último acto de lealtad», pensó. Se lo imaginó con el pelaje gris erizado, enseñando los colmillos. Defendiendo su casa y su familia, aunque su visión era débil y casi estuviera sordo. Hope contuvo las lágrimas y se agachó para examinar el suelo con atención.

—Mira aquí —dijo tras unos segundos.

Sally miró.

—¿Qué es?

—Sangre. Al menos eso parece. Y probablemente no es de
Anónimo.

—Tienes razón —dijo Sally, y añadió en voz baja—: Buen perro.

—¿Quién pudo ser?

Esta vez fue Sally quien inhaló bruscamente.

—Fue él —dijo.

—¿Él? ¿Te refieres a…?

—A O'Connell.

—Pero creía… dijiste que se había olvidado de Ashley. El detective privado te dijo…

—El detective privado está muerto. Asesinado. Ayer.

Hope abrió los ojos como platos.

—Iba a decírtelo cuando llegué a casa…

Sally no necesitó continuar.

—¿Asesinado? ¿Cómo? ¿Dónde?

—En una calle de Springfield. Estilo ejecución, o eso pone el periódico.

—¿Qué demonios significa «estilo ejecución»?

—Significa que alguien se le acercó por detrás y le metió dos balas en la nuca. —La voz de Sally sonó fría y profesional.

—¿Crees que fue él? ¿Por qué?

—No lo sé con seguridad. Muchas personas odiaban a Murphy. Cualquiera de ellos…

—Pero crees que fue O'Connell. —Hope contempló las manchas de sangre en el suelo.

—¿Quién si no?

—Bueno, pudo ser un ladrón.

—No es corriente en este barrio. Cuando ocurre algo así, suelen ser chavales que se llevan un par de cosas. ¿Ves que hayan robado algo?

—No. Si fue O'Connell, eso significa…

—Que vuelve a ir tras Ashley.

—Pero ¿por qué vino aquí?

Sally se estremeció.

—Seguramente buscaba información.

—Pero creí que Scott había inventado esa historia sobre Italia y O'Connell se la había creído.

Sally sacudió la cabeza.

—No lo sabemos —dijo—. No tenemos ni idea de lo que cree o no cree O'Connell, ni de lo que ha averiguado. Ni de lo que ha hecho. Sólo sabemos que han matado a Murphy y ahora a
Anónimo.
¿Ambos hechos están relacionados? —Suspiró, apretó los puños y se dio unos golpecitos en la cabeza con gesto de frustración—. No sabemos nada con certeza.

Hope miró el suelo y le pareció ver más gotas de sangre junto a la puerta que daba al resto de la casa.

—Ven, echemos un vistazo —dijo.

Sally cerró los ojos y se apoyó un momento contra la pared. Dejó escapar un suspiro largo y lento.

—Al menos aquí no hay nada que indique dónde está Ashley. Me encargué de eso. —Abrió los ojos y continuó—.Y
Anónimo.
al atacarlo con fiereza, bastó probablemente para ahuyentarlo.

Hope asintió, pero no estaba tan segura.

—Echemos un vistazo —insistió.

Había otra mancha de sangre en el pasillo que conducía a la biblioteca y la salita.

Hope lo observó todo con atención, buscando algún signo que indicara que O'Connell había estado allí. Cuando sus ojos se posaron en el teléfono, jadeó y musitó:

—Sally, mira aquí.

Había varías manchas de sangre escarlata en el teléfono.

—Pero es sólo el teléfono… —empezó Sally. Entonces vio que el piloto rojo del contestador estaba parpadeando. Pulsó reproducción.

La alegre voz de Ashley llenó la habitación.

«Hola, mamá y Hope. Os echo de menos, pero me lo estoy pasando la mar de bien con Catherine. Creo que me pasaré a veros dentro de un par de días. Es que necesito ropa de abrigo. Vermont es precioso durante el día, pero de noche hace mucho frío. Me va a hacer falta un abrigo y tal vez unas botas. Iré en el coche de Catherine. Hablaré con vosotros más tarde. Os quiero.»

—Oh, Dios mío —farfulló Sally—. Oh, no.

—Lo sabe —dijo Hope.

Sally retrocedió, tenía la cara desencajada.

—Eso no es todo —musitó Hope. Sally siguió su mirada.

La segunda balda de una estantería estaba llena de fotos familiares: de Hope y Sally, de
Anónimo.
y de todos ellos con Ashley. También había una elegante foto de Ashley, de perfil, haciendo senderismo por las Green Mountains durante una puesta de sol, una foto afortunada que la mostraba justo en esa maravillosa transición de niña a mujer, de los correctores dentales y las rodillas huesudas a la gracia y la belleza.

La foto solía ocupar el centro del estante. Pero ya no estaba allí.

Sally sollozó y corrió al teléfono. Marcó el número de Catherine, que sonó una y otra vez, sin que nadie respondiese.

Esa noche Scott había ido a una facultad cercana para asistir a una conferencia de un catedrático de Harvard que estaba haciendo una gira. El tema era la historia y la evolución del derecho procesal. Había sido muy interesante, y se sentía de excelente ánimo. Cuando se detuvo en el camino de vuelta a casa para comprar un poco de pollo agridulce y ternera con setas en un restaurante chino, se sentía con ganas de sentarse a su escritorio para seguir corrigiendo los trabajos de sus estudiantes.

Se recordó que tenía que llamar a Ashley para comprobar cómo estaba y ver si necesitaba algo de dinero. No le agradaba que la madre de Hope tuviera que pagar la estancia de Ashley. Le parecía que deberían buscar algún acuerdo económico equitativo, sobre todo porque no sabía cuánto tiempo tendría Ashley que pasar allí. No mucho más, tal vez. Pero aun así era una carga imprevista para la anciana. No conocía la situación financiera de Catherine. Sólo la había visto un par de veces, en momentos breves y amables. Sabía que apreciaba a Ashley, lo cual la convertía básicamente en buena gente.

El pollo agridulce ya goteaba cuando entró en la casa y oyó sonar el teléfono. Lo dejó en la encimera de la cocina y contestó.

—¿Sí?

—Scott, soy Sally. Ha estado aquí. Mató a
Anónimo
y ahora sabe dónde está Ashley. Y en Vermont nadie contesta el teléfono…

La voz de su ex mujer sonó como un estallido en sus oídos.

—Sally, por favor, cálmate. Cada cosa a su tiempo. —Oyó su propia voz. Calmada y razonable. Sin embargo, por dentro oyó su corazón, su respiración, su cabeza, todo girando y acelerando, como de pronto barrido por un vendaval implacable.

Ashley y Catherine caminaban lentamente por Brattleboro, de vuelta al coche con dos vasos de café, viendo los talleres de artesanía, las tiendas, los tenderetes al aire libre y las librerías. A Ashley le recordaba la ciudad universitaria donde había crecido, un lugar definido por las estaciones y su ritmo tranquilo. Era difícil sentirse incómoda, o incluso amenazada, en una ciudad que aceptaba apaciblemente los más diversos estilos de vida.

Había veinte minutos de trayecto desde la ciudad hasta la casa de Catherine, entre colinas y prados, aislada de los vecinos. La anciana dejó que Ashley condujera, quejándose de que por la noche su vista ya no era la de antes, aunque la chica supuso que en realidad quería tomar en paz su café. A Ashley le gustaba oírla hablar: había una férrea determinación en Catherine. No estaba dispuesta a permitir que las molestias y achaques de la edad limitaran su vida y sus costumbres.

Catherine señaló la carretera.

—Ten cuidado, no vayas a atropellar a un ciervo —dijo—. Es malo para ellos, malo para el coche y malo para nosotras.

Ashley redujo la velocidad y echó un vistazo por el retrovisor. Unos faros se acercaban velozmente.

—Parece que alguien tiene prisa —comentó.

Pisó ligeramente el freno para que el coche de detrás viera las luces.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto.

El coche se les había pegado por detrás y las seguía apenas a unos centímetros de distancia.

—¿Qué demonios pretende? —gritó Ashley—. ¡Eh, atrás!

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