El hombre equivocado (38 page)

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Authors: John Katzenbach

—¿Quién era? —preguntó Ashley desde arriba. Sally distinguió un fugaz temblor en la voz de su hija.

—Nada —respondió—. Sólo un maldito servicio de suscripción de revistas. —Se preguntó por qué no decía la verdad—. ¿Bajas?

—Ahora mismo.

Sally oyó cerrarse la puerta del dormitorio. Cogió el teléfono y pidió información sobre la llamada que acababa de recibir. Una voz grabada le contestó:

«El número 413—555—0987 es una cabina telefónica de Greenfield, Massachusetts.»

«Cerca —pensó—. A menos de una hora en coche.»

Cuando Michael O'Connell colgó en la cabina, su primer impulso fue dirigirse al sur, donde sabía que Ashley le esperaba, y tratar de aprovechar el elemento sorpresa. La voz de Sally le había revelado lo débil que era. Cerró los ojos, imaginando a la madre de Ashley. Sintió la sangre correr por su cuerpo, casi como si cada arteria y cada vena tuviesen electricidad. Respiró despacio, poco a poco, como un corredor hiperventilando antes del pistoletazo de salida, y se dijo que seguirla hasta la casa de su madre era exactamente lo que ellos esperarían.

«Se estarán preparando —pensó—. Pergeñando algún plan para impedir que me acerque a Ashley, diseñando una defensa, levantando murallas. Pero no podrán derrotarme.» Era la más simple, la más obvia y la más absoluta verdad. De nuevo respiró hondo. Ellos estaban seguros de que él iría allí. «Deja que se preocupen, que pierdan el sueño, que se sobresalten con cada ruido nocturno. Y cuando sus defensas se debiliten por el agotamiento, la tensión y la duda, entonces sí iré. Cuando menos se lo esperen.»

Dio una patadita contra la acera.

«Estoy allí, a su lado, atormentándolos, incluso cuando no estoy allí», se dijo.

Decidió que no había ninguna prisa. Su amor por Ashley podía ser enormemente paciente.

Esta vez me pidió que me reuniera con ella en las urgencias de un hospital de Springfield. Cuando le pregunté por qué a medianoche, dijo que trabajaba como voluntaria en el hospital dos noches por semana, y que esa hora de brujas era cuando tenía un descanso.

—¿Voluntaria para qué? —pregunté.

—Como consejera. Esposas maltratadas, niños golpeados, mayores abandonados. Alguien tiene que conducirlos por los canales adecuados para obtener ayuda del estado. Lo que hago es reunir el papeleo que ha de acompañar a los dientes rotos, los ojos morados, los cortes y las costillas fracturadas.

Me esperaba en el aparcamiento, fumando un cigarrillo.

—No sabía que fumaras —le dije cuando me apeé del coche.

—No fumo —respondió, y dio otra calada—. Excepto aquí. Dos veces por semana, un cigarrillo en el descanso de medianoche. Nada más. Cuando vuelvo a casa, tiro el paquete. Compro un paquete nuevo cada semana. —Sonrió, la cara parcialmente en sombras—. Fumar parece un pecado menor, comparado con lo que veo aquí. Un niño con los dedos fracturados sistemáticamente por un padre adicto al crack. O una madre embarazada de ocho meses golpeada sin contemplaciones. Todo muy rutinario y muy cruel. ¿No es notable lo crueles que podemos ser unos con otros?

—Ya.

—Bueno, ¿qué más necesitas saber?

—Scott, Sally y Hope no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados, ¿verdad?

Ella asintió. La aguda sirena de una ambulancia cortó la noche. Las emergencias se producen cuando menos se esperan.

32 - El primer y único plan

Cuando se reunieron esa tarde, había una sensación de indefensión en el aire. Ashley parecía superada por los acontecimientos. Estaba acurrucada en un sillón, tapada con una manta, los pies recogidos y abrazada a un viejo oso de peluche que
Anónimo
había desgarrado en parte. Tenía la clara impresión de que la vigilaban. Era como estar en un escenario representando un papel, consciente todo el tiempo de que más allá de las candilejas, entre el público a oscuras, estaba siendo observada.

Ashley contempló la sala y pensó que era ella quien había causado el lío en que se encontraba, pero no comprendía exactamente qué había hecho para llegar a este punto. La única noche de alcohol que la había hecho acabar en la cama con Michael O'Connell estaba olvidada y muy lejana. Incluso más distante estaba la conversación donde ella había accedido a salir con él aquella vez, pensando que O'Connell era distinto a los chicos universitarios que conocía.

Ahora no hacía más que considerar que había sido una ingenua y una estúpida. Y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer. Cuando sus ojos se posaron en Catherine y Hope y sus padres, uno tras otro, se dio cuenta de que los había puesto a todos en peligro, de maneras distintas, ciertamente, pero en peligro. Quiso pedir disculpas.

—Todo esto es culpa mía —dijo—. Yo soy la responsable.

—No, no lo eres —respondió Sally—. Y castigarte a ti misma no nos va a hacer ningún bien.

—Pero es que si no hubiera…

—Cometiste un error —intervino Scott—. Ya hemos hablado de esto antes. Todos intentamos recomponer ese error pensando que tratábamos con una persona razonable. Pero O'Connell logró engañarnos a nosotros también y, por tanto, todos somos culpables de haberlo subestimado. La recriminación y la culpa son caminos estúpidos que no podemos seguir ahora. Tu madre tiene razón: lo único que importa es qué vamos a hacer a continuación.

—Creo que ése no es el tema, Scott —dijo Hope.

Él se volvió para mirarla.

—¿Entonces?

—El tema es hasta dónde estamos dispuestos a llegar.

Eso los hizo guardar silencio.

—Porque —continuó Hope con voz átona pero reflejando autoridad— sólo tenemos una idea muy vaga de lo que O'Connell está dispuesto a hacer. Hay muchos indicios de que es capaz de cualquier cosa. Pero ¿cuáles son sus límites? ¿Los tiene? Creo que no sería inteligente por nuestra parte pensar que se contendrá.

—Ojalá le… —empezó Catherine, pero se contuvo—. Scott sabe qué hubiera deseado hacer.

—Lo supongo —dijo Sally—. Ahora nos toca llamar a las autoridades.

—Bueno, eso es lo que el policía me dijo después de mi pequeño encuentro con el señor O'Connell —murmuró Catherine.

—Parece que no te gusta mucho la idea —dijo Hope.

—No, no me gusta. ¿Cuándo demonios han ayudado alguna vez las autoridades a alguien? —respondió la anciana.

—Sally, tú eres la abogada —terció Scott—. Estoy seguro de que has tenido algún caso parecido. ¿Qué supondría el proceso? ¿Qué podemos esperar?

Ella hizo memoria antes de hablar.

—Ashley tendría que acudir a un juez. Yo podría encargarme del trabajo legal, pero es más aconsejable contratar a alguien de fuera. Ella tendría que declarar que está siendo acosada, que tiene miedo por su integridad. Puede que le pidan que lo demuestre, pero los jueces suelen ser comprensivos y no exigen demasiadas pruebas. Luego se dictaría una orden de alejamiento que permitiría a la policía arrestar a O'Connell si se acerca a menos de cien metros. Probablemente le prohibirán mantener ningún contacto con ella, ni por correo, teléfono o Internet. Esas órdenes suelen ser efectivas, aunque cabe un gran «si» condicional…

—¿Qué quieres decir?

—Si él acata la orden.

—¿Y si no lo hace?

—Entonces interviene la policía. Teóricamente, lo encarcelarían por violación de la orden. La sentencia estándar es de hasta seis meses. Sin embargo, los jueces son reacios a meter en la cárcel a alguien por lo que a menudo suponen que es sólo una disputa de pareja. —Respiró hondo—. Así es como funciona. El mundo real nunca es tan claro como la letra de la ley.

Observó a los demás.

—Ashley hace una denuncia y testifica. Pero ¿qué prueba real tenemos? No de que hayan despedido a Ashley por su culpa. No de que fuera él quien nos causara esos problemas informáticos. No de que entrara aquí por la fuerza. No de que matara a Murphy, aunque tal vez lo haya hecho…

Volvió a tomar aliento. Los demás permanecían en silencio absoluto.

—He estado pensando en la vía legal —dijo—, pero no será fácil resolver eficazmente el problema en ese ámbito. Apuesto a que O'Connell tiene experiencia con órdenes de alejamiento y sabe sortearlas. En otras palabras, creo que él sabe lo que podemos y no podemos lograr. Para ir más allá de esa simple orden de alejamiento, para acusarlo de un delito, Ashley tendría que demostrar que él está detrás de todo lo sucedido. Tendría que convencer a un tribunal, y someterse al interrogatorio de unos abogados. Eso también la pondría al alcance de O'Connell. Cuando acusas a alguien de un delito, aunque sea acoso, se crea una intimidad secundaria. Quedas implicado con esa persona, aunque haya una orden que lo mantenga a raya. Tendría que enfrentarse a él en un juicio, lo cual, supongo, alimentaría su obsesión, puede que incluso disfrutara. En cualquier caso, ambos quedarían relacionados para siempre. Y eso significa que Ashley tendría que estar mirando eternamente por encima del hombro, a menos que huya a algún lugar y se convierta en alguien diferente. Y aun así, no hay garantías absolutas. Si él decidiera dedicar su vida a encontrarla…

Sally estaba lanzada, la voz tensa.

—Estar asustada y demostrar ante un tribunal que hay una base real para ese miedo son cosas distintas. Y luego hay una segunda consideración a tener en cuenta…

—¿Cuál? —preguntó Scott.

—¿Qué hará él si Ashley consigue la orden? ¿Hasta qué punto se enfadará? ¿Se dejará llevar por la ira? ¿Y qué hará entonces? Tal vez quiera castigarla. O a nosotros. Tal vez decida que es hora de hacer algo drástico. «Si no puedo tenerte, nadie te tendrá.» ¿Qué opináis?

Todos guardaron silencio hasta que Ashley habló.

—Sé lo que haría.

Ninguno quiso preguntarle lo que todos comprendían. Pero Ashley lo dijo de todas formas, la voz temblando.

—Intentaría matarme.

—No, Ashley, no digas eso —saltó Scott—. Eso no lo sabemos… —Se interrumpió en seco y pensó que había dicho una tontería. Por un instante se sintió mareado, como si todo lo que parecía una locura («este tipo podría matar a Ashley») fuese real, y todo lo razonable se diluyera en bruma. Sintió un escalofrío y tuvo que levantarse de la silla—. Si vuelve a acercarse… —Esta amenaza sonó tan hueca como lo anterior.

—¿Qué? —saltó Ashley—. ¿Qué harás? ¿Le arrojarás a la cabeza libros de historia? ¿Le darás una clase hasta matarlo?

—No, yo…

—¿Qué? ¿Qué harás? ¿Y cómo lo harás? ¿Vas a custodiarme las veinticuatro horas del día?

Sally trató de mantener la calma.

—Ashley —dijo—, no te enfades…

—¿Por qué no? —estalló ella—. ¿Por qué no debería enfadarme? ¿Qué derecho tiene ese gusano a arruinarme la vida?

La respuesta, naturalmente, era obvia pero estéril.

—¿Qué tengo que hacer entonces? —dijo, y la emoción teñía cada palabra—. Supongo que tendré que marcharme. Empezar desde cero. Irme muy lejos. Esconderme durante años, hasta que suceda algo y pueda salir. Será como un juego del escondite gigantesco, ¿eh? Ashley se esconde y Michael la busca. ¿Cómo sabré cuándo dejarme ver?

—No será fácil —dijo Sally—. A menos que…

—¿A menos que qué? —preguntó Scott.

Ella eligió las palabras con cuidado.

—Podemos urdir otro plan.

—¿Qué quieres decir? —la urgió Scott.

—Que tenemos dos opciones. Una es mantenernos dentro del sistema legal. Puede que no sea perfecto, pero es lo que hay. Ha funcionado para algunas personas, pero no para otras. La ley puede salvar a una persona y matar a otra. La ley no garantiza nada.

Scott se inclinó hacia delante.

—¿Y la otra opción?

Sally estaba casi anonadada por lo que iba a proponer.

—Salimos de la senda legal.

—¿Y eso qué significaría? —preguntó Scott.

—Tal vez no quieras saber la respuesta todavía —dijo Sally fríamente.

Todos se quedaron boquiabiertos.

Scott miró fijamente a su ex mujer. Nunca la había oído hablar con tanta sangre fría.

—¿Por qué no lo invitamos a cenar y a los postres le pegamos un tiro? —estalló Catherine—. ¡Bang! Yo me ofrezco voluntaria para limpiar el estropicio de sangre.

Cada uno de ellos sintió cierto atractivo por la descabellada propuesta, pero Sally volvió a su tono pragmático y profesional:

—Eso eliminaría un problema, Michael O'Connell, pero nos causaría un sinfín de nuevos problemas.

Scott asintió.

—Continúa —dijo.

—Invitarlo a cenar para matarlo es asesinato en primer grado, aunque se lo merezca. En este estado se castiga con entre veinticinco años y cadena perpetua, sin libertad condicional. Y el simple hecho de que todos lo hayamos discutido, nos convierte en cómplices, así que ninguno se libraría, incluyendo a Ashley. Siempre se podría recurrir a artimañas legales y solicitar atenuantes, pero aun así nuestra vida quedaría destrozada para siempre.

—Sí —asintió Scott—. Nuestras carreras, quiénes somos, todo desaparecería. Y nos convertiríamos en carnaza para los programas de televisión y el
National Enquirer.
Cada detalle de nuestras vidas sería expuesto públicamente. Y aunque hiciéramos esto y consiguiéramos aislar a Ashley del hecho, tendría que pasar el resto de su vida visitándonos a la cárcel y rechazando entrevistas de la prensa sensacionalista, o viendo cómo convierten su vida en una película truculenta.

—Todo eso significaría que O'Connell habría ganado —intervino Hope—. Aunque estuviese muerto, nos habría arruinado y el «si no puedo tenerla» se cumpliría de una manera perversa. Ashley quedaría marcada para siempre.

Catherine apretó los labios; ella ya sabía todo eso. Dio una palmada y dijo:

—Bien, debe de haber algún modo de eliminar a O'Connell de la vida de Ashley antes de que suceda algo peor.

La palabra «eliminar» disparó la mente de Scott.

—Creo que tengo una idea —dijo.

Las cuatro mujeres lo miraron. Él se levantó y dio unos pasos.

—Para empezar, deberíamos devolverle su propia medicina.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sally.

—Me refiero a acosar al acosador. Averigüemos todo, y quiero decir todo, lo que podamos sobre ese cabrón.

—¿Para qué? —preguntó Hope.

—Debe tener algún punto vulnerable. Lo golpearemos ahí.

Catherine asintió. En todos ellos debía de haber una vena implacable: era sólo cuestión de encontrarla y emplearla.

—Muy bien —respondió Sally—, pero ¿cómo lo golpearemos?

Scott midió sus palabras.

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