El hombre equivocado (39 page)

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Authors: John Katzenbach

—No podemos matarlo —dijo—, pero debemos eliminarlo. Y hay alguien que puede hacerlo por nosotros de un modo en el que todos, sobre todo Ashley, salgamos intactos, sin un solo arañazo.

—No sé a quién te refieres —respondió Sally.

—Tú misma lo has dicho, Sally. ¿Quién puede eliminar a alguien de la sociedad durante cinco, diez, veinte años o toda la vida?

—El estado de Massachusetts.

Scott asintió.

—Es sólo cuestión de encontrar un modo de hacer que el estado elimine a Michael O'Connell. Todo lo que tenemos que hacer es proporcionarle un motivo.

—¿Cuál? —preguntó Ashley.

—El crimen adecuado.

—¿No ves la genialidad en el plan de Scott? —preguntó ella.

—Yo no emplearía esa palabra —respondí—. «Estupidez» y «temeridad» me parecen más adecuadas.

Ella reflexionó.

—Muy bien, cierto a primera vista. Pero eso es lo que resulta único en el pensamiento de Scott: va completamente contra la lógica. ¿Cuántos catedráticos de historia de una pequeña facultad liberal y prestigiosa se convierten en delincuentes?

No respondí.

—¿O una consejera estudiantil y entrenadora? ¿Una abogada de provincias? ¿Y una estudiante de arte? ¿Qué podría ser más insensato que ese peculiar grupo decidiera cometer un delito? ¿Y elegir a alguien que pudiera recurrir a la violencia?

—Sigo sin saber…

—¿Quién mejor para salirse del marco de la ley? Sabían lo que hacían gracias a Sally y su experiencia jurídica. Y Scott estaba muy bien preparado para convertirse en un criminal gracias a su época de Vietnam. Su mayor problema era el tabú moral contra el delito inherente a su estatus social.

—Yo pensaba que habrían llamado a la policía.

—¿Qué garantía tenían de que el sistema legal funcionaría para ellos? ¿Cuántas veces has abierto el periódico y leído sobre alguna tragedia motivada por un amor obsesivo? ¿Cuántas veces has oído a la policía quejarse: «No podíamos intervenir…»?

—Aun así…

—Las palabras que sin duda no quieres que tallen en tu tumba son «Si sólo hubiera…».

—Ya, pero…

—No puede decirse que su situación fuera única. Las estrellas de cine y los famosos de la tele saben lo que es el acoso, pero también las secretarias de las grandes empresas e incluso las madres que llevan a sus pequeños al parque. La obsesión puede cruzar todo tipo de barreras económicas y sociales. Pero su respuesta sí fue única. Su objetivo era salvar a Ashley. ¿Podía haber un motivo más noble? Ponte por un instante en su piel. ¿Qué habrías hecho tú?

Ésa fue su pregunta más simple y, al mismo tiempo, más difícil de responder.

Ella inspiró hondo.

—Lo único que importaba era si podrían salirse con la suya.

33 - Algunas decisiones difíciles

Scott se sentía rebosante de energía. Miró a las mujeres a su alrededor y febrilmente empezó a imaginar planes, todos impulsados por la ira que abrigaba hacia Michael O'Connell. Sally se agitaba incómoda, y él supuso que la abogada que había en ella se disponía a sopesar sus propuestas, a analizarlo todo con lupa. «Verá todos los peligros implícitos en mi propuesta», pensó. Ojalá comprendiera que serían peligros menores comparados con la amenaza que pendía sobre Ashley.

Pero, para su sorpresa, Sally asintió con la cabeza.

—Lo que haga falta —dijo con frialdad—. Deberíamos estar dispuestos a lo que haga falta. —Se volvió hacia Catherine y Hope—. Creo que estamos a punto de cruzar una línea, y quizá queráis reconsiderar si implicaros o no. Después de todo, Ashley es hija de Scott y mía, y es nuestra responsabilidad. Hope, has sido su segunda madre, y Catherine su única abuela real, pero aun así no sois de su sangre y…

—Sally, cierra tu puñetero pico —le espetó Hope.

La habitación quedó en silencio. Hope se levantó y se colocó junto a Scott.

—He estado implicada en la vida de Ashley, para bien o para mal, desde el día en que tú y yo nos conocimos —dijo—. Y aunque últimamente no estemos nada bien y nuestro futuro sea dudoso, eso no afecta a mis sentimientos hacia Ashley. Así que vete al infierno. Yo decidiré lo que estoy dispuesta a hacer sin necesidad de que tú me sometas a interrogatorio.

—Y yo también —añadió Catherine.

Sally se hundió en su asiento. «Lo he fastidiado todo. ¿Qué demonios me pasa?», pensó.

—¿Es que no entiendes nada del amor? —le espetó Hope.

La pregunta quedó flotando en el aire. Hope miró a Scott.

—Muy bien —le dijo—, explícanos exactamente qué tienes en mente.

Él dio un paso al frente.

—Sally tiene razón —dijo—. Estamos a punto de cruzar una línea. Las cosas van a volverse muy peligrosas a partir de ahora… —De pronto veía riesgo en todo, y eso le hizo vacilar—. Una cosa es hablar de hacer algo ilegal. Otra muy distinta es correr ese riesgo. —Miró a Ashley—. Cariño, éste es el momento en que te levantas y sales de la habitación. Me gustaría que fueras arriba y esperaras a que mamá o yo te llamemos.

—Pero ¿qué dices? —saltó Ashley—. Esto tiene que ver conmigo. Es mi problema. ¿Y ahora, cuando estáis pensando en hacer algo para ayudarme, esperas que os deje a solas? Menuda tontería. No pienso irme. Estamos hablando de mi vida.

De nuevo el silencio se apoderó de todos, hasta que Sally habló.

—Sí, lo vas a hacer. Ashley, cariño, escucha: es necesario que estés aislada legalmente de lo que decidamos hacer. Así que no puedes ser parte de la planificación. Probablemente te tocará hacer algo, no lo sé, pero desde luego no formar parte de una conspiración criminal. Tienes que estar protegida. Tanto de O'Connell como de las autoridades si lo que hagamos nos estalla en la cara. —Sally usó su voz tajante de abogada—. Así que obedece a tu padre. Sube y ten paciencia. Luego harás lo que te pidamos, sin preguntar.

—¡Me estáis tratando como a una niña! —estalló Ashley.

—Exactamente —respondió Sally con calma.

—No lo toleraré.

—Sí lo harás. Porque es la única forma en que seguiré adelante.

—¡No podéis hacerme esto!

—¿A qué te refieres? —insistió Sally—. No sabes lo que vamos a hacer. ¿Sugieres que no tenemos derecho a actuar unilateralmente para proteger a nuestra hija? ¿Te quejas de que tomemos decisiones para ayudarte?

—¡Sólo estoy diciendo que se trata de mi vida!

—Ya —asintió Sally—. Lo has dicho y lo hemos oído. Y por eso precisamente tu padre te ha pedido que salgas de la habitación.

Ashley miró a sus padres, los ojos anegados en lágrimas. Se sentía inútil e impotente. Fue a negarse otra vez cuando Hope intervino:

—Mamá, me gustaría que subieras con Ashley.

—Pero bueno —se envaró la anciana—. No seas ridícula. No soy una niña a la que puedas dar órdenes…

—No te estoy dando órdenes, mamá —repuso Hope, e hizo una pausa—. O quizá sí. Pero te diría lo mismo que Scott y Sally acaban de decirle a Ashley. Se te pedirá que hagas algo, pero no quiero estar preocupada por ti todo el tiempo. ¿Entiendes?

—Bueno, eres muy amable al preocuparte, querida, pero soy demasiado vieja y obstinada para dejar que mi propia hija se convierta en mi tutora. Puedo tomar mis propias decisiones y…

—Eso es lo que me preocupa —la cortó Hope, y la miró con ceño—. Si tengo que preocuparme por ti, igual que Sally y Scott por Ashley, nos sentiremos de manos atadas. ¿Tan egocéntrica eres que no puedes comprenderlo?

La pregunta enmudeció la réplica de Catherine. Pensó que durante años su hija la había puesto entre la espada y la pared. Cada vez, ella había claudicado, incluso cuando Hope no era consciente de ello. Hizo una mueca y se cruzó de brazos, enfurruñada. Reflexionó un momento y luego se levantó del sillón.

—Creo que te equivocas conmigo —dijo—. Y tú —miró a Sally— tal vez te equivocas con Ashley. —Sacudió la cabeza—. Las dos somos perfectamente capaces de asumir cualquier riesgo. Pero éste es sólo el primer paso, y si necesitáis que nos ausentemos en este momento, lo haremos. Pero no será siempre así. —Se volvió hacia Ashley—. Vamos, querida, subamos al piso de arriba y confiemos en que éstos comprendan la tontería que es excluirnos.

Extendió la mano y cogió a Ashley, que medio se había levantado de su asiento.

—No me gusta esto —refunfuñó—. No creo que sea justo. Ni adecuado.

Pero siguió a Catherine escaleras arriba.

Los otros permanecieron en silencio viéndolas marchar.

—Gracias, Hope —dijo Sally—. Ha sido un movimiento muy inteligente.

—Esto no es el ajedrez —respondió Hope.

—Sí que lo es —dijo Scott—. O al menos está a punto de serlo.

Tardaron un poco en repartir las tareas iniciales. A partir de los datos básicos contenidos en el informe redactado por Murphy, Scott tendría que indagar en el pasado de O'Connell. Ver su casa, investigar dónde había crecido, descubrir lo que pudiera sobre su familia, su historial laboral y su educación. A él le correspondería, pues, evaluar a quién se enfrentaban realmente. Sally dedicaría el fin de semana a examinar el caso con un enfoque jurídico. Todavía no sabían qué delito querían achacarle a Michael O'Connell, aunque desde luego tendría que ser grave. Evitaron la palabra «asesinato» durante la conversación, pero acechaba en todo lo que hablaron.

Crear un delito a partir de la nada requiere planificación, y ésa era tarea de Sally. Tenía que asegurarse no sólo de que fuera grave, sino también fácil de demostrar para un fiscal. Y que llevara eficazmente a la detención de O'Connell y fuera difícil de negociar con la fiscalía. Tenía que ser un delito del que no pudiera librarse ofreciendo su colaboración denunciando a otros culpables. Debía cometerlo absolutamente solo. Y Sally tenía que decidir qué pruebas necesitaría el estado para obtener una sentencia de culpabilidad más allá de toda duda razonable.

A Hope, la única de los tres a quien O'Connell tal vez no reconocería a primera vista, se le asignó la misión de encontrarlo y vigilarlo. Tenía que recabar información sobre su vida diaria.

Era difícil ver quién se enfrentaba al peligro mayor. Probablemente Hope, pensó Sally, porque estaría físicamente cerca de O'Connell. Pero Sally sabía que, en cuanto abriera sus libros de leyes, sería culpable de simulación de un delito. Y Scott iba a dedicarse a lo más incierto, porque no había manera de saber qué encontraría cuando mencionara el nombre de Michael O'Connell en su ciudad natal.

Finalmente, se decidió que Catherine y Ashley se quedarían en la casa. Catherine, que todavía lamentaba no haberle disparado a O'Connell cuando tuvo la oportunidad, se encargaría de diseñar algún tipo de sistema protector, por si O'Connell volvía a presentarse.

Ése era el mayor temor de Sally: que antes de que ellos tuvieran una oportunidad de actuar, lo hiciera él. No mencionó a Hope y a Scott que en realidad se trataba de una carrera contra el tiempo; simplemente dio por sentado que ellos también lo estaban pensando.

Ella me miró como si esperase que dijera algo, pero, como permanecí callado, preguntó:

—¿Has pensando mucho en el «crimen perfecto»? Últimamente yo he dedicado tiempo a considerar algunas preguntas. ¿Qué está bien, qué está mal? ¿Qué es justo, qué injusto? Y he llegado a considerar que el crimen perfecto, el verdaderamente perfecto, no es sólo aquel del que uno se libra, sino el que produce algún cambio psicológico profundo. Una experiencia que altera la vida.

—¿Robar un Rembrandt del Louvre no cuenta?

—No. Eso simplemente te hace rico. Y no te convierte en otra cosa que en un ladrón de arte. No es muy distinto de quien empuña una pistola para atracar una tienda. El crimen perfecto, quizás el crimen ideal, es algo que existe en más de un plano moral. Endereza algún error y hace justicia. Da una oportunidad de enmendar algo.

Me acomodé en el asiento. Tenía docenas de preguntas, pero preferí dejarla hablar.

—Y algo más —añadió fríamente.

—¿Qué?

—El crimen devuelve la inocencia.

—Ashley, ¿verdad?

Ella sonrió.

—Por supuesto.

34 - La mujer que amaba los gatos

El partido de semifinales se decidiría con una tanda de penales.

«El deporte diseña finales crueles —pensó Hope—, pero éste es uno de los más duros.» Su equipo había sido vapuleado, pero había sacado fuerzas de flaqueza para aguantar. Las chicas estaban agotadas. Todas estaban empapadas de sudor y tierra, y más de una tenía las rodillas ensangrentadas. La portera caminaba nerviosa de un lado a otro, separada de las demás. Hope pensó en acercarse para darle algunas indicaciones, pero sabía que en aquel momento su jugadora tenía que estar sola, y que si ella no había sabido prepararla bien en los entrenamientos previos, entonces nada de lo que pudiera añadir ahora serviría.

La suerte no la acompañó. La quinta jugadora encargada de lanzar el penalti, la capitana, toda fuerza y tesón, que nunca había fallado una falta máxima en cuatro años de juego, lanzó el balón contra el poste, y así finalizó la temporada del equipo. Tan fulminantemente como un ataque de corazón. Las chicas del otro equipo saltaron de alegría y corrieron a abrazar a su portera, que no había tocado ni una vez el balón durante la tanda de penaltis. Hope vio que su jugadora caía de rodillas al campo embarrado, se llevaba las manos a la cara y rompía a llorar. Las otras chicas estaban igualmente aturdidas. Hope también flaqueó, pero consiguió decirles:

—No la dejéis sola. Se gana como equipo y se pierde como equipo. Id y recordádselo.

Las chicas echaron a correr —a saber de dónde sacaban la energía— hacia su capitana. Hope se sintió muy orgullosa de todas ellas. «Ganar saca la felicidad, pero perder saca el carácter», pensó. Las vio reunirse como una piña y recordó que le esperaba librar otra batalla en los días venideros. Se estremeció de frío; el invierno ya había llegado. Aquel partido había acabado. Ahora llegaba el momento de jugar otro.

Aunque no lo sabía, el sitio donde Hope aparcó era el mismo que Murphy había elegido para vigilar el edificio de O'Connell. Se reclinó en el asiento y se encasquetó un poco más el gorro de lana. Luego se ajustó unas gafas de sol. Hope no estaba segura de que O'Connell no la hubiera visto nunca; antes bien, creía que los había vigilado a todos ellos, lo mismo que ella estaba haciendo en ese momento. Llevaba vaqueros y una vieja sudadera. Hope podía sacarle quince años a la mayoría de los estudiantes de la zona, pero podía parecer lo bastante joven para ser una de ellos. Había escogido la ropa con la idea de fundirse con las calles de Boston, como un camaleón que adopta el tono y color del entorno, y volverse invisible.

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