El hombre equivocado (31 page)

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Authors: John Katzenbach

Entonces se rió quedamente. El detective continuaba su camino. Como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo, pensó mientras veía a un despreocupado Murphy dirigirse a un aparcamiento. «O tal vez sólo pasea con la arrogancia del que se sabe intocable», pensó.

O'Connell pensó que el reconocimiento depende del contexto. «Cuando esperas ver a alguien, lo verás. Cuando no, no. Se vuelve invisible.»

Murphy nunca imaginaría que O'Connell había localizado fácilmente su oficina y que en su bolsillo tenía la dirección de su casa y su número de teléfono. Y menos imaginaría que, después de la paliza, O'Connell lo había seguido hasta el oeste de Massachusetts. Todas estas cosas no entraban en sus esquemas mentales, pensó O'Connell. «Y por eso no ha podido verme, aunque estaba a menos de veinte metros de él. Creyó que había acabado conmigo, el muy imbécil.»

Volvió a su coche, donde esperó y observó, tomándose su tiempo para anotar cuándo salían del edificio las personas de las demás oficinas. Una de aquellas mujeres era seguramente la secretaria de Murphy, pensó. Vio a una encaminarse en la misma dirección que Murphy antes, hacia el aparcamiento. «No está bien dejar que la mano de obra esclava cierre por las noches —se dijo—. Sobre todo cuando no sabe asegurar verdaderamente las puertas.» Tras un momento, arrancó su coche lentamente, siguiendo el paso de ella.

Cuarenta y ocho horas más tarde, Michael O'Connell consideraba que había adquirido suficiente información para dar el siguiente paso, que sabía que iba a acercarlo mucho más a la libertad para perseguir a Ashley.

Ahora sabía a ciencia cierta cuándo cerraba cada una de las otras oficinas del edificio de Murphy. Sabía que la última persona en marcharse cada día era el director de la asesoría situada frente a la oficina de Murphy, quien simplemente cerraba la puerta principal con una sola llave. El abogado que ocupaba la planta baja sólo tenía una ayudante. O'Connell sospechaba que el tipo estaba engañando a su esposa, porque él y la ayudante salían juntos, con ese aire inconfundible de las parejas ilícitas. A O'Connell le gustaba imaginarse que practicaban el sexo en el suelo, revolcándose en alguna alfombra raída. Fantasear sobre los lugares, las posturas e incluso la pasión le ayudaba a pasar el tiempo.

No sabía mucho sobre la secretaria de Murphy, pero descubrió varias cosas sobre ella. Tenía más de sesenta años, viuda, vivía sola, una mujer anodina con una vida anodina, acompañada sólo por dos perritos falderos,
Mister Big
y
Beauty.
Era una devota de los perros.

O'Connell la había seguido hasta un supermercado Stop and Shop, donde no le costó entablar conversación con ella cuando se detuvo delante de la estantería de comida para perros. «Disculpe, señora, me preguntaba si podría ayudarme… Mi novia acaba de comprarse un cachorro, y quisiera llevarle una comida especial, pero hay tantas marcas para elegir… ¿Sabe usted mucho de perros?» Supuso que, cuando ella se marchó, unos minutos más tarde, iba pensando: «Qué joven tan amable y educado.»

Michael O'Connell había aparcado a dos manzanas del edificio de Murphy, en dirección opuesta al aparcamiento que parecía utilizar toda la gente que trabajaba allí. Eran las cinco menos cuarto, y tenía todo lo necesario en una bolsa de lona en el maletero. Respiraba con rapidez, como un nadador que se dispone a zambullirse.

«Éste es el momento espinoso —se dijo—. Luego el resto debería ser fácil.»

Salió del coche, comprobó dos veces que el parquímetro del lugar donde había aparcado funcionaba bien, y luego se dirigió rápidamente hacia su objetivo.

Al final de la manzana se detuvo, dejando que las primeras sombras lo rodearan. La noche de Nueva Inglaterra cae bruscamente los primeros días de noviembre, parece que se pasa del día a la medianoche en cosa de minutos. Es una hora escurridiza, el momento en que él se sentía más cómodo.

Era sólo cuestión de entrar sin ser visto, sobre todo por Murphy o su secretaria. Inspiró hondo una vez más, colocó a Ashley en su mente, se recordó que ella estaría mucho más cerca cuando terminara la noche, y recorrió veloz la calle. Una farola parpadeó tras él. Se consideraba el hombre invisible: nadie sabía, esperaba o imaginaba que estaría allí.

Cuando llegó al portal, O'Connell vio que el pequeño pasillo interior estaba vacío. Un segundo después se hallaba dentro.

Oyó un sonido de succión, y el ascensor empezó a bajar hacia él. Corrió hasta la salida de emergencia y cerró la puerta a sus espaldas justo cuando llegaba el ascensor. Se apretujó contra una pared, aguzando el oído. Le pareció oír voces. Mientras el sudor le perlaba la frente, imaginó el tono inconfundible de Murphy, luego el de su secretaria.

«Hay que darles de comer a esos chuchos —se dijo—. Hora de marcharse.»

Oyó cerrarse la puerta principal.

Consultó su reloj. «Vamos —susurró—. La jornada ha terminado. Director de la asesoría, es tu turno. Mueve el culo.»

Se apretó contra la pared y esperó. El hueco de la escalera no era un sitio especialmente cómodo para esconderse. Pero sabía que esa noche serviría a sus propósitos. Sólo otra señal, pensó, de que estaba destinado a estar con Ashley. Era como si ella lo estuviera ayudando a encontrarla. «Estamos hechos el uno para el otro.» Moderó su respiración entrecortada y cerró los ojos, dejando que la paciente obsesión se apoderara de él, la mente en blanco excepto para los recuerdos de Ashley.

En su vida, Michael O'Connell había allanado varias tiendas vacías y algunas casas. Confiaba en su experiencia mientras esperaba sentado en las frías escaleras. Ni siquiera se había tomado la molestia de preparar alguna historia descabellada por si alguien lo encontraba allí. Sabía que estaba a salvo, pues el amor lo protegía.

Eran casi las siete cuando oyó el último crujido del ascensor. Ladeó la cabeza hacia el sonido, y de repente el mundo se sumió en la oscuridad. El director de la oficina había apagado la llave general junto al ascensor. Oyó la puerta principal abrirse, cerrarse y luego el chasquido del único cerrojo. Miró el reloj fluorescente.

Esperó otros quince minutos antes de volver al vestíbulo. Casi le sorprendía lo sencillo que estaba resultando todo. Espió con cuidado a través de la puerta de cristal, escrutando la calle arriba y abajo. Luego descorrió rápidamente el único cerrojo y salió.

Moviéndose con rapidez, caminó las dos manzanas hasta su coche, abrió el maletero y sacó la bolsa. Sólo tardó unos minutos en regresar al edificio de oficinas.

Abrió la bolsa y sacó varios pares de guantes quirúrgicos. Se los puso, uno encima de otro, un doble grosor de protección. Sacó un
spray
de desinfectante con base de amoníaco y roció generosamente el picaporte que había tocado. Luego echó el cerrojo de la puerta y repitió la operación con los demás sitios que pudiera haber tocado. A continuación, subió las escaleras hasta el primer piso, iluminándose con una pequeña linterna que había medio cubierto con cinta roja, reduciendo el haz a la mitad y evitando así que lo vieran desde fuera a través de alguna ventana. En el pasillo buscó alguna alarma o cámara de seguridad, pero no encontró nada. Sacudió la cabeza, incrédulo. Había supuesto que Murphy tendría uno o varios dispositivos de seguridad en su oficina. Pero, claro, las cámaras infrarrojas y los sistemas de vigilancia por vídeo costaban dinero. Lo que el edificio ofrecía era probablemente un alquiler bajísimo, y ahí radicaba su atractivo.

Sonrió para sí. Además, ¿qué había que robar? Seguramente no habría dinero, ni joyas, ni cuadros, ni valiosos ordenadores.

Cualquier ladrón mínimamente experimentado habría encontrado un mejor botín en cualquier otra parte. Demonios, pensó O'Connell, incluso la Bodega de la esquina tendría probablemente mil dólares en una caja de seguridad o en la registradora. Sería un objetivo mucho más productivo.

Pero atracar una tienda al estilo yonqui no era lo que tenía en mente. O'Connell miró alrededor. ¿Qué tenía este edificio que fuera valioso? Sonrió de nuevo. «Información.» Una información que nadie pensaría en proteger de miradas extrañas.

Se tomó su tiempo para abrir la puerta de la oficina de Murphy. Cuando por fin entró, con un fino pasamontañas cubriéndole cabeza y cara, se concentró en descubrir algún sistema de seguridad secundario, como un detector de movimiento o una cámara oculta. Apretó los dientes, casi esperando oír sonar una alarma.

Cuando lo saludó el silencio, sonrió satisfecho.

Moviéndose con cautela por la oficina, dedicó un instante a examinar qué había allí. Una vez más, tuvo ganas de echarse a reír.

Había una sala de espera cutre, con una mesa para la secretaria, un sofá barato y una butaca raída. Una puerta con doble cerradura seguramente daba al despacho de Murphy.

O'Connell extendió la mano hacia el pomo de la puerta y se detuvo. «Seguro que el muy cabrón tiene los sistemas de seguridad ahí dentro», pensó.

Miró la mesa de la secretaria. Tenía su propio ordenador. Se sentó y lo encendió. Apareció una pantalla de bienvenida, seguida por la demanda de una clave de acceso.

Inspiró hondo y tecleó el nombre de cada uno de sus perros. Luego intentó unas combinaciones de los dos, sin éxito. Consideró las posibilidades un momento, y luego sonrió al teclear «queridosperros».

La máquina zumbó y mostró lo que O'Connell supuso eran la mayoría de los archivos de Murphy. Movió el cursor y encontró «Ashley Freeman». Se contuvo de abrirlo al instante, para así aumentar el placer. Luego empezó a repasar los demás archivos, deteniéndose en las provocativas fotos digitales adjuntadas a algunos casos. Con cuidado, empezó a copiarlo todo en algunos discos regrabables que había llevado. No creía estar llevándose todo lo que el ex policía almacenaba en su ordenador. Sin duda, pensó, Murphy tenía que ser suficientemente listo para ocultar algún material en un sitio al que sólo él pudiera acceder. Pero, para sus propósitos, tenía más que suficiente.

Tardó un par de horas en terminar. Algo entumecido, se levantó de la mesa de la secretaria para estirarse. Se tumbó en el suelo e hizo rápidamente una docena de flexiones. Luego se acercó a la puerta del despacho de Murphy y sacó una palanqueta de la bolsa de lona. Hizo un par de intentos, rascando la superficie, encajándola entre la hoja y el marco, antes de renunciar. Volvió a la mesa de la secretaria, abrió los cajones y los volcó en el suelo. Encontró un retrato enmarcado de los dos perritos falderos; lo dejó caer, rompiendo el cristal. En cuanto consideró que había creado suficiente caos, salió al pasillo, cerrando la puerta tras él. Con la palanqueta hurgó un poco el marco de la puerta, diseminando astillas de madera por el suelo, hizo saltar la cerradura y dejó la puerta entreabierta.

A continuación se dirigió a la asesoría y entró usando la misma técnica del butrón. Una vez dentro, revolvió cajones y archivadores, esparciendo tantos papeles como pudo. Minutos después, volvió al pasillo y repitió la misma operación.

Después hizo lo mismo en el despacho del abogado. Abrió los archivadores y esparció papeles por el suelo. Forzó el escritorio, donde encontró unos cientos de dólares que se embolsó. Estaba a punto de marcharse cuando decidió echarles una ojeada a los cajones de la ayudante. Probablemente se sentiría discriminada si no saqueaba también lo suyo, sonrió. Pero se detuvo al ver lo que había al fondo del último cajón.

—¿Qué hace con una de éstas una buena chica como tú? —susurró.

Era una pistola del calibre 25. Pequeña y cómoda de ocultar, hacía muy poco ruido al disparar, y era fácil acoplarle un silenciador. Cuando se le cargaban balas de cabeza expansiva, era más que eficaz. Un arma para señoritas, a menos que estuviera en manos de un experto.

—Será mejor que me la lleve, encanto, o podría hacerte daño —susurró—. Apuesto a que no tienes permiso de armas ni la has registrado. Una bonita pistola ilegal, ¿eh?

La guardó en la bolsa. «Una noche muy productiva», pensó mientras se incorporaba y miraba el caos que había causado.

Por la mañana, los de la asesoría llamarían a la policía. Un oficial vendría y les tomaría declaración. Les diría que repasaran sus cosas y comprobaran qué faltaba. Luego decidiría que algún yonqui medio pirado había buscado un golpe fácil y, frustrado por lo poco que había para robar, había provocado un estropicio en un arrebato de ira. Todos dedicarían la jornada a ordenar y limpiar, llamarían a un par de carpinteros para reparar las puertas rotas y a un cerrajero que instalara cerraduras nuevas. Sería una molestia para todo el mundo, incluyendo al abogado y su amante, que se cuidaría mucho de denunciar la pérdida de un arma ilegal.

Todo el mundo, excepto Matthew Murphy, que supondría que sus cerrojos extras y su pesada puerta habían salvado su despacho. Al principio se congratularía, pensaría que no se habían llevado nada, y probablemente ni siquiera llamaría a los del seguro. Lo único que haría sería comprarle a su secretaria un marco nuevo para las fotos de sus chuchos. «Un marco barato, además», pensó mientras salía a la noche.

El investigador jefe de la fiscalía del distrito de Hampden era un hombre delgado de poco más de cuarenta años, con gafas de carey y un pelo rubio y escaso sorprendentemente largo. Apoyó los tacones en la mesa y se reclinó en el sillón de cuero rojo, mirándome con intensidad. Tenía un estilo casual que parecía a la vez amistoso y tenso.

—¿Así que ha venido aquí por la muerte del señor Murphy y nuestra fracasada investigación?

—Así es —dije—. Supongo que varios departamentos examinaron el caso, pero, si alguien estuvo cerca de realizar un arresto, habría sido cosa suya llevarlo a la práctica.

—Correcto. Y no acusamos a nadie.

—Pero ¿tenían un sospechoso?

Él sacudió la cabeza.

—Sospechosos. Ése fue el problema.

—¿Y eso?

—Murphy tenía demasiados enemigos. Gente que no sólo se beneficiaría de su muerte, sino que se sentiría verdaderamente encantada. Murphy fue asesinado y arrojaron su cuerpo a un callejón, y en este estado hubo más de un vaso que brindó celebrándolo.

—Pero supongo que habrán logrado reducir la lista de sospechosos…

—Sí. Hasta cierto punto. No es que los principales sospechosos tengan una predisposición natural para ayudar a la policía. Seguimos esperando que alguien, en alguna parte, tal vez en una cárcel o en un bar, deje escapar algo que nos permita centrarnos en un par de individuos. Pero hasta que se dé esa circunstancia, el caso está estancado.

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