El hombre inquieto (2 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Nadie sabe qué tenía que aducir a su favor, y a favor de la investigación, el anterior ministro de Defensa. De hecho, no conservaba ningún tipo de anotaciones al respecto y Olof Palme, que murió asesinado unos años más tarde, tampoco dejó ningún testimonio escrito sobre el particular.

Como tampoco expresó ninguna opinión Åke Leander, ni oral ni escrita, sobre el acceso de ira que estalló en la oficina del primer ministro. Dejó su cargo en 1989 hacia finales de año, y se refugió en su apartamento, con los amigos radioaficionados Recibió el caluroso reconocimiento del entonces primer ministro y nadie tuvo después la sensación de que se presentase bajo forma fantasmagórica en la Secretaría del Gobierno a partir del otoño de 1998, año en que falleció.

Fue con ese acceso de ira como todo comenzó. Esta historia sobre los condicionantes de la política, este viaje por el pantanoso terreno en que la verdad y la mentira fueron intercambiándose la apariencia hasta que, finalmente, no hubo manera de aclarar nada.

PRIMERA PARTE

La marcha hacia las ciénagas

1

El mismo año en que Kurt Wallander cumplió cincuenta y cinco hizo realidad, para su propio asombro, un sueño que llevaba mucho tiempo acariciando. Desde que se separó de Mona, hacía ya cerca de un quinquenio, pensó en dejar el apartamento de Mariagatan, cuyas paredes encerraban tantos recuerdos, y mudarse a vivir al campo. Cada vez que llegaba a casa por la noche, después de un día de trabajo más o menos miserable, le venía a la memoria que hubo un tiempo en el que vivió allí con su familia. Ahora, en cambio, los muebles parecían mirarlo con una especie de acusadora desesperanza.

Jamás se reconciliaría con el hecho de vivir allí hasta alcanzar una edad en la que tal vez no pudiese arreglárselas solo. Pese a que aún no había cumplido los sesenta, cada vez pensaba con más frecuencia en la solitaria vejez de su padre y sabía que no deseaba repetir esa experiencia. Bastante tenía con mirarse por la mañana al espejo a la hora de afeitarse, y comprobar cómo se parecía cada vez más a su progenitor. Cuando era joven, tenía más bien los rasgos de su madre, pero ahora daba la sensación de que su padre estuviese ganándole terreno, como un corredor que hubiese ido muy rezagado pero que, paulatinamente, fuese alcanzándolo a medida que él mismo se acercaba al hilo invisible de la meta.

La visión del mundo que tenía Wallander era bastante sencilla. No quería convertirse en un hombre huraño y amargado y envejecer en soledad para recibir visitas sólo de su hija, y quizás en alguna ocasión de sus viejos colegas que, de repente, le recordasen que aún estaba vivo. No tenía ninguna creencia religiosa en la que hallar consuelo pensando que lo aguardaría algo al otro lado del río de oscuras aguas. Al otro lado lo único que había era la misma oscuridad de la que nació. Hasta que cumplió los cincuenta le daba pavor la muerte, temía aquello que él repetía como su mantra personal:
que estaría muerto tanto tiempo

Había visto demasiados muertos en su vida. Y no podía decir que en sus mudos semblantes hubiese algo que apuntase a la existencia de un cielo que hubiese acogido sus almas. Como tantos otros policías, había vivido todas las variantes posibles de la muerte. En alguna ocasión, justo después de cumplir los cincuenta y de haber sido homenajeado en la comisaría con una tarta, un discurso vacío y una serie de frases hechas pronunciadas por Lisa Hugosson, que por aquel entonces era comisario, empezó a rescatar de la memoria y anotar en un cuaderno comprado para ese fin a todos los muertos a los que había conocido. Fue una tarea macabra que le atraía sin que supiera por qué. Cuando llegó al décimo suicida, un hombre de unos cuarenta años, toxicómano que tenía casi todos los problemas imaginables, se dio por vencido. El sujeto se colgó en el desván de la casa en ruinas en la que se alojaba. El muerto, que se llamaba Welin, se colgó de tal modo que se le partiría el cuello, para no arriesgarse a ir ahorcándose paulatinamente. El forense le dijo a Wallander que había conseguido su propósito. Fue hábil en su labor de verdugo de sí mismo. En aquel momento, Wallander abandonó los casos de suicidio y, necio de él, se dedicó unas horas a intentar recordar a los jóvenes o niños que había encontrado muertos. Sin embargo, también terminó por abandonar esa tarea, era demasiado repulsiva. Después sintió vergüenza y quemó el bloc de notas, como si hubiese estado haciendo algo tan perverso como prohibido. Wallander era, en el fondo, un hombre jovial, aunque no siempre se permitía subrayar esa faceta de su carácter.

Sin embargo, siempre tuvo por compañera a la muerte. Él mismo había matado a varias personas estando de servicio, pero una vez concluidas las investigaciones oportunas nunca lo acusaron de haber recurrido a la violencia de forma injustificada.

El haber matado a dos personas era la cruz particular que le había tocado llevar. Cierto que no reía muy a menudo, pero se debía a las experiencias que se había visto obligado a vivir.

Mas, un día, Wallander tomó una decisión terminante. Había estado cerca de Löderup, no muy lejos de la casa en la que vivió su padre, hablando con un agricultor que había sufrido un atraco espantoso. Por el camino, de regreso a Ystad, vio un letrero de una inmobiliaria que señalaba hacia un pequeño camino de grava, al final del cual había una casa en venta. De repente, como de la nada, lo tenía decidido. Se detuvo, dio la vuelta y buscó la casa que vendían. Antes de salir del coche ya se percató de que necesitaría reformas. En efecto, la casa de entramado estuvo construida en su día en forma de U, pero ahora faltaba uno de los laterales, desaparecido, quizás en un incendio. Recorrió el jardín. Era un día a principios de otoño. Aún recordaba que una bandada de aves migratorias iba hacia el sur siguiendo una ruta que pasaba justo por encima de su cabeza. Miró por las ventanas y enseguida constató que sólo era el techo lo que necesitaba una buena reparación. Las vistas eran sobrecogedoras, intuía el mar a lo lejos, incluso uno de los transbordadores que venían de Polonia rumbo a Ystad. Aquella tarde de septiembre de 2003 inició una inmediata relación de amor con aquella casa.

Fue derecho a la inmobiliaria de Ystad. El precio no era tan alto y podría pedir un préstamo asequible para él. Al día siguiente sin más tardanza volvió a la casa en compañía del agente inmobiliario, un joven que hablaba de forma artificiosa y que parecía encontrarse en un lugar muy remoto. Los últimos propietarios de la casa fueron una joven pareja de Estocolmo que, no obstante, decidieron separarse antes incluso de empezar a amueblarla. Sin embargo, en las paredes de aquella casa vacía no había nada que lo asustase. Y lo más importante de todo estaba clarísimo: podría mudarse sin más. El tejado aún aguantaría unos años. Lo único preciso era pintar algunas habitaciones, quizá cambiar la bañera y, probablemente, comprar una cocina nueva. Pero la caldera no tenía más de quince años y la instalación eléctrica y de fontanería poco más.

Antes de marcharse, Wallander le preguntó si había algún comprador más. Había uno, aseguró el agente con gesto preocupado, como si quisiera que fuese Wallander el que se la quedase y con la tácita y sobreentendida advertencia de que debía decidirse de inmediato. Pero Wallander no tenía intención de comprar el cerdo en el saco. Habló con uno de sus colegas que tenía un hermano tasador y consiguió que el experto revisase la casa al día siguiente. No encontró más fallos que los que el propio Wallander había notado. Ese mismo día fue al banco, donde le comunicaron que le concederían el crédito necesario para comprar la casa. Durante todos los años que vivió en Ystad había ido ahorrando, de forma distraída pero regular, y tenía una cantidad suficiente para pagar la entrada al contado.

Aquella noche se sentó a la mesa de la cocina y se puso a hacer un cálculo detallado. La situación le pareció un tanto solemne. Hacia medianoche ya estaba resuelto. Compraría aquella casa, que llevaba el dramático nombre de Cumbre Negra. Pese a lo tardío de la hora, llamó a su hija Linda, que vivía en una zona residencial de reciente construcción junto a la salida hacia Malmö. Aún no se había dormido.

—Ven —le dijo Wallander lleno de entusiasmo—. Tengo novedades.

—¿A medianoche?

—Sé que mañana libras.

Para él fue una sorpresa el día que, hacía unos años durante un paseo por Mossby Strand, Linda le confesó que había resuelto seguir sus pasos. No le llevó ni un minuto reconocer que su decisión lo llenaba de alegría. En cierto sentido era como volver a darle sentido a todos los años que él había trabajado como policía. Cuando terminó los estudios, Linda empezó a trabajar en Ystad. Los primeros meses vivió con él en Mariagatan. No fue muy buena idea, puesto que él, como perro viejo que era, tenía sus costumbres y además le costaba verla como una mujer adulta. Su relación se salvó cuando Linda encontró un apartamento propio.

Aquella noche, Wallander le contó sus planes. Linda lo acompañó a ver la casa al día siguiente y, en su opinión, era justo la casa que él debería comprar. Ninguna otra, sino aquélla, al final de un camino, sobre una colina de suave pendiente y con vistas al mar.

—Aquí se te aparecerá el abuelo —le dijo Linda—. Pero no tienes nada que temer, será como un santo protector.

El día que firmó la compra de la casa y, de repente, se vio con un gran manojo de llaves en la mano fue un momento decisivo y feliz en la vida de Wallander. Se mudó el 1 de noviembre después de haber pintado dos de las habitaciones y de haber renunciado a la compra de una cocina nueva. Dejó el apartamento de Mariagatan sin el menor asomo de duda de estar haciendo lo correcto. El día que tomó posesión de su nuevo hogar soplaba un fresco viento del sudeste.

Ya la primera noche, en medio del intenso vendaval, se cortó el suministro eléctrico. Y allí estaba, de pronto, en su nuevo hogar, ahora convertido en boca de lobo. Las vigas del techo crujían como si estuviesen retorciéndose y, además, notó que había una fuga. Pese a todo, no se arrepentía lo más mínimo. Allí era donde quería vivir.

En el jardín había una caseta de perro. De niño siempre soñó con tener uno. A los diez años perdió toda esperanza, pero entonces sus padres le regalaron uno. Amó a aquel animal más que a nada en el mundo. Más tarde pensaría que, de hecho, fue la perrita,
Saga
, quien le enseñó lo que podía ser el amor. Cuando
Saga
tenía tres años la atropelló un camión. Jamás había sentido un dolor y una conmoción semejantes. Wallander no tenía la menor dificultad en evocar los sentimientos caóticos que aquel recuerdo despertaba, a pesar de que aquello sucedió hacía más de cuarenta años. «La muerte nos golpea», se decía. Tiene un puño fuerte e implacable.

Dos semanas más tarde consiguió un perro, un cachorro de labrador de color negro. No era de pura raza, pero su dueño lo describió como de la mejor clase. Wallander ya tenía decidido que el animal se llamaría
Jussi
, por el gran tenor sueco, uno de los mayores héroes de Wallander.

A principios de diciembre invitó a sus colegas de la comisaría a una fiesta de inauguración. También aquella noche falló la luz, pero en esta ocasión él ya estaba preparado y tenía velas y los dos candiles que había heredado de su padre. La luz no tardó ni una hora en volver. Resultó una velada que Wallander querría recordar para siempre. Aún no era lo bastante viejo como para atreverse a romper con todo. Aún tenía amigos, no sólo colegas que acudieran por una especie de extraño sentido del deber.

Cuando los últimos huéspedes se marcharon, Wallander dio un paseo con
Jussi
a altas horas de la noche. Llevaba una linterna para no tropezar en la oscuridad. No estaba sobrio, precisamente, y había un sinfín de cunetas ocultas entre las plantaciones que, en verano, relucirían amarillas de colza. Soltó a
Jussi
, que se perdió en la noche. Allá arriba reinaba el cielo frío y limpio, el viento había amainado. A lo lejos, en el horizonte, entrevió las luces de una embarcación. «Hasta aquí he llegado», se dijo. «Me he armado de valor y he cambiado mi vida, incluso me he comprado un perro. La cuestión es, ¿qué me espera a partir de ahora?»

Jussi
volvió de entre la oscuridad como una sombra silenciosa. Pero tampoco el perro tenía a mano una respuesta a la pregunta que Wallander le hizo a la noche.

Casi cuatro años después, a principios de 2007, Wallander soñó justo con aquel instante: al final de la fiesta en su nueva casa. «La pregunta sigue en el aire», pensó al despertar. «Han pasado cuatro años y aún ignoro qué me espera».

Fue pasado el día de Epifanía, un martes. Una breve tormenta de nieve arrasó durante la noche el sur de Escania antes de desaparecer hacia el Báltico. Un montón de nieve bloqueaba la entrada a la casa. A las seis de la mañana, Wallander ya se puso a retirar nieve mientras que
Jussi
olisqueaba el rastro de alguna liebre en los linderos de los campos vestidos de blanco. Wallander iba a empezar el día con una visita al médico que le controlaba la diabetes. Hacía ya más de diez años que se la diagnosticaron. Al principio pudo controlar los niveles de azúcar con un cambio de dieta, algo de ejercicio y unas pastillas, pero desde hacía algunos años también se inyectaba insulina cada día. Tras la visita al médico, Wallander continuaría con la investigación que le tenía ocupado desde principios de diciembre. Un comerciante de armas de cierta edad y su esposa habían sido brutalmente atacados por unos ladrones que se llevaron una buena cantidad de armas. El hombre aún permanecía inconsciente en el hospital y su estado era de pronóstico reservado.

La mujer estaba consciente, pero iba a perder la vista de un ojo y había sufrido una fractura craneal. Wallander fue uno de los primeros en llegar al lugar del crimen, una hermosa casa con un jardín espacioso a poco más de diez kilómetros al norte de Ystad, y lo sobrecogió la violencia desmedida con que atacaron a los dos ancianos. Los habían golpeado hasta dejarlos sin sentido, los habían atado y los dejaron allí abandonados a su fatídico destino.

El hombre, que se llamaba Olof Hansson, se dedicaba a la venta de armas en su casa. Había heredado el negocio de su padre. Junto con Hanna, su esposa, se especializó en revólveres y pistolas, a menudo piezas de colección únicas. Los ladrones acudieron allí bien preparados. Wallander, el fiscal Erik Petrén y los demás investigadores del grupo que llevaba el caso vieron las imágenes de las cámaras de vigilancia. Contaron hasta cinco implicados, todos con máscaras. Una de las cámaras captó el momento en que Olof Hansson recibía un golpe en la nuca con un mazo de madera. Entonces se oyó en la sala un lamento medio ahogado.

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