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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (18 page)

—Coronel —dijo en voz baja—. ¿Quiere usted decirme por qué hemos venido aquí?

Y el coronel Ducroix, sonriendo desde sus hirsutos bigotes, le contestó:

—Por dos razones, caballero. Sea la primera la más utilitaria ya que no la más importante. Hemos venido aquí, porque en veinte millas a la redonda, sólo aquí se encuentran caballos.

—¡Caballos! —exclamó Syme clavando en él sus ojos.

—Sí. Para dejar atrás a los enemigos, como no lleven ustedes en los bolsillos bicicletas o automóviles, hacen falta caballos.

—¿Y dónde debemos dirigirnos? —preguntó Syme.

—Al puesto de policía que está al otro lado de la ciudad, y a toda prisa. Este mi amigo, a quien he apadrinado en tan penosas circunstancias, me parece que exagera mucho las posibilidades de un levantamiento general. Pero supongo que no se atreverá a negar que entre los gendarmes se encontrarán ustedes seguros. Syme asintió gravemente. Después preguntó:

—¿Y la otra razón para venir aquí?

—La otra razón para venir aquí —dijo lacónicamente Ducroix— es que nunca está por demás encontrarse con uno o dos hombres honrados cuando se está en peligro de muerte.

Syme, al alzar los ojos, vio en la pared un cuadro religioso, patético y crudamente pintado.

—Tiene usted razón —y añadió después—. ¿Han ido ya a buscar los caballos?

—Sí —contestó Ducroix—. Ya comprenderá usted que di órdenes en llegando. Aunque los enemigos no parecían apresurarse, realmente andaban muy de prisa, como un ejército disciplinado. No tenía yo idea de que los anarquistas fueran disciplinados. No deben ustedes perder un instante.

A esto se presentó el viejo posadero de los ojos azules y los cabellos blancos, anunciando que afuera esperaban seis caballos ensillados.

Por consejo de Ducroix, los otros cinco se abastecieron de vino y provisiones de boca, y armándose con las espadas del duelo, únicas armas de que disponían, galoparon por el camino blanco y escarpado. Los dos criados que habían traído el equipaje del antiguo Marqués se quedaron bebiendo en el café, con gran deleite suyo, por consentimiento común de los amos.

El sol de la tarde comenzaba a descender a occidente. A su fulgor, Syme vio disminuir poco a poco la esbelta figura del posadero que los contemplaba en silencio. En la plata de sus cabellos brillaba el sol. Syme recordaba las palabras del Coronel; pensaba supersticiosamente que quizás aquel era el último hombre honrado con quien se había encontrado en este mundo.

Aún contemplaba aquella figura evanescente, que ya parecía una mancha gris coronada por un toque de plata sobre el verde muro de la ladera, cuando, sobre la colina y detrás del posadero, vio aparecer un ejército de hombres vestidos de negro. Parecían suspendidos sobre la cabeza de aquel hombre honrado y sobre su casa como una nube negra de langostas. ¡A tiempo habían ensillado los caballos!

CAPÍTULO XII

LA TIERRA EN ANARQUÍA

Poniendo al galope los caballos, sin reparar en la pendiente, pronto los jinetes recobraron la ventaja perdida; pronto las primeras casas de Lancy los ocultaron de sus perseguidores. La cabalgata había sido larga. Al llegar al pueblo, el occidente empezaba a encenderse con los colores del crepúsculo. El Coronel sugirió la idea de que, antes de dirigirse a la estación de policía, procuraran una alianza que podría serles de mucha utilidad.

—De los cinco ricos que hay en el pueblo —dijo cuatro son unos tramposos vulgares. La proporción es idéntica en todo el mundo. El quinto, amigo mío, es un excelente sujeto. Y, lo que ahora nos importa más, tiene un automóvil.

—Me temo —dijo el Profesor con su habitual jovialidad, contemplando el camino por donde la mancha negra y rampante podía aparecer de un momento a otro—, me temo que no tengamos tiempo para visitas vespertinas.

Y el Coronel:

—La casa del Dr. Renard está a tres minutos de aquí.

—Nuestro daño —dijo el Dr. Bull— está a menos de dos minutos.

—Sí —dijo Syme—; pero cabalgando un poco volveremos a dejarlos atrás, porque están a pie.

—Consideren ustedes que mi amigo tiene un automóvil— replicó el Coronel.

—No nos lo dará —dijo Bull.

—Sí, es de los nuestros.

—Pero puede no estar en casa.

—Silencio —dijo Syme de pronto—; ¿qué ruido es ese?

Por unos segundos se quedaron inmóviles como estatuas ecuestres. Y por uno, dos, tres, cuatro segundos, cielo y tierra parecieron suspenderse también.

Después, con agonizante atención, oyeron llegar desde el camino ese rumor palpitante e indescriptible que anuncia a las caballerías.

Hubo un cambio instantáneo en la fisonomía del Coronel, como si le hubiera caído un rayo dejándolo ileso.

—Nos han cogido —dijo con breve ironía militar— ¡Cuadro contra caballería!

—¿De dónde sacaron los caballos? —preguntó Syme, poniendo maquinalmente su montura al galope.

Calló un instante el Coronel. Después dijo con turbado acento:

—He dicho una verdad estricta al asegurar que sólo en el
Soleil d'Or
hay caballos en veinte millas a la redonda.

—¡No! —gritó Syme— Ese hombre no puede haberlo hecho. ¡Con aquellos cabellos blancos!...

—Bien pueden haberlo obligado —dijo con suavidad el Coronel—. Pueden ser hasta un ciento. Razón por la cual vamos ahora mismo a casa de mi amigo Renard, que tiene automóvil.

Con estas palabras dobló la esquina a toda rienda, tan de prisa que los otros, aunque también al galope, apenas podían seguir la cola voladora de su caballo.

El Dr. Renard habitaba una casa alta y confortable al lado de una calle pendiente. Cuando los jinetes desmontaron a su puerta, pudieron ver desde la calle las ondulantes colinas y el camino blanco sobre los techos de la ciudad. Se detuvieron para comprobar que aun no había bultos por el camino y luego sonaron la campanilla.

Era el Dr. Renard un hombre radiante, barbas negras, buen ejemplo de esa clase profesional, silenciosa y saturada, que en Francia se ha preservado mucho mejor que en Inglaterra. Cuando le explicaron el asunto, comenzó por reírse del pánico del ex Marqués. Con sólido escepticismo galo, declaró que un levantamiento anarquista general era inconcebible.

—¡Anarquía! —dijo encogiéndose de hombros— ¡Disparate!

—Et ça? —exclamó el coronel señalándole un punto que quedaba a su espalda—. Eso también es disparate, ¿verdad?

Todos miraron hacia allá. Una curva de caballería negra salía, galopando, por la cima de la colina, con el ímpetu de las hordas de Atila. Aunque caminaban de prisa, mantenían las filas unidas, y la primera fila de faldas de sombreros guardaba un nivel uniforme y militar. El cuadro principal era el mismo de antes, pero la pendiente de la colina permitió apreciar una diferencia. Frente a la masa de jinetes, cabalgaba uno, fustigando su caballo con pies y manos. Más parecía perseguido que perseguidor. Aunque distante, había en su porte y actitud algo tan fanático, tan inconfundible, que reconociera en él al Secretario.

—Lamento tener que cortar esta interesante discusión —dijo el Coronel— ¿Puede usted prestarnos su motor ahora mismo?

—Me está pareciendo que todos ustedes se han vuelto locos —dijo el Dr. Renard, con una amable sonrisa—. Pero Dios no quiera que la locura sea un obstáculo a la amistad: vamos al garage.

El Dr. Renard era un hombre bondadoso y riquísimo. Su casa era un museo de Cluny. Poseía tres automóviles. Parecía usarlos con mucha mesura: tenía los gustos sencillos de la clase media francesa. Cuando sus impacientes amigos se acercaron a examinarlos, hubo que gastar un rato en convencerse de que uno de los tres automóviles por lo menos estaba a disponibilidad. Con alguna dificultad lo arrastraron a la calle, frente a la puerta del doctor. Al salir del sombrío garage, vieron con sorpresa que el crepúsculo adelantaba con la rapidez de la noche en los trópicos. O habían permanecido en aquel sitio más tiempo del que se figuraron, o había caído sobre el pueblo algún nubarrón inesperado, como un dosel. A lo largo de la calle, les pareció que empezaba al alzarse la niebla marina.

—Ahora o nunca —dijo el Dr. Bull— oigo caballos.

—No, —corrigió el Profesor— se oye un caballo.

Escucharon. Evidentemente, aquel ruido no era el de una cabalgata, sino del jinete que se había adelantado a los otros: era el frenético Secretario.

La familia de Syme, como la mayor parte de los que acaban en la «vida sencilla», había tenido automóvil en otro tiempo, y Syme sabía guiar con mucha destreza. Saltó al asiento del chauffeur y empezó, congestionado y forcejeante, a estrujar y remover la abandonada máquina. Concentró toda su energía sobre una palanca, y luego declaró tranquilamente:

—Me parece que no anda.

Apenas hubo dicho esto, cuando apareció por la esquina un hombre rígido sobre su volador corcel, como es rígida y veloz una flecha. Una sonrisa pareció dislocar su barba. Se acercó al coche estacionario, donde los otros estaban amontonados, y puso su mano sobre la testera. Era el Secretario: la solemnidad del triunfo casi puso recta su boca.

Syme continuaba forcejeando sobre el volante. No se oía más ruido que el de los demás perseguidores que ya entraban, cabalgando, por la ciudad. De pronto, con un chirrido de hierros enmohecidos, el auto saltó. El Secretario fue arrancado de la montura como cuchillo que sale de la vaina; y, arrastrado por el movimiento del auto por espacio de veinte pasos, entre terribles sacudidas, quedó al fin tendido en mitad de la carretera, lejos del espantado caballo. Cuando, con espléndida curva, el auto dobló la esquina, se vio salir por el otro extremo la fuerza anarquista, que en un instante llenó la calle y acudió en socorro de su jefe.

—No me explico como ha oscurecido tanto —dijo al fin el Profesor en voz baja.

—Probablemente va a caer un chubasco —contestó el Dr. Bull—. Es lástima que no traigamos linterna en el auto para alumbrar el camino.

—Sí, traemos una —dijo el Coronel, y sacó de bajo los asientos una linterna pesada, anticuada, de hierro forjado. Era una verdadera antigüedad. Se veía que había servido para algún objeto religioso; en una de sus caras tenía una tosca cruz.

—¿De dónde ha sacado usted eso? —preguntó el Profesor.

—De donde he sacado el auto —contestó el Coronel sonriendo—, de la casa de mi mejor amigo. Mientras que nuestro amigo Syme estaba luchando con el volante, corrí a la puerta de la casa, donde, como usted recordará, Renard nos veía partir. «¿No habrá tiempo de conseguir una linterna?», le pregunté. Él, siempre amable, alzó los ojos hacia el hermoso arco del vestíbulo. Allí suspendida de una rica cadena de hierro, estaba esta linterna, que es uno de los muchos tesoros de la casa Renard. Me la dio, y yo la metí en el auto. ¿Tenía yo razón al asegurar a ustedes que valía la pena acercarse al Dr. Renard?

—Tenía usted razón —dijo Syme, y colgó la linterna en la testera. El moderno automóvil, guiado por la luz de la linterna eclesiástica, era, a la vez que un contraste, toda una alegoría.

A esto pasaban por la parte más quieta de la ciudad. Apenas encontrarían uno o dos transeúntes, que no podrían darles idea cabal del aire favorable u hostil de la población. Pero ya las ventanas empezaban a iluminarse, lo cual daba una impresión de tierra habitada y humanitaria. El Dr. Bull, volviéndose hacia el Inspector, que había sido el guía durante la fuga, se permitió una de sus sonrisas tan amables y naturales.

—Estas luces alegran.

El Inspector Ratcliffe frunció el ceño.

—Sólo una luz puede alegrarme —dijo—, y es la del puesto de policía que creo distinguir al otro extremo de la ciudad. Dios quiera que lleguemos allá antes de diez minutos.

El buen sentido, el optimismo de Bull, se sublevaron.

—Todo eso es locura —exclamó—; si usted se figura que todas esas casas están llenas de anarquistas, está usted más loco que un anarquista. Si hiciéramos frente a esos sujetos toda la población combatiría al lado nuestro.

—No —dijo el otro con desconcertante sencillez—. Toda la ciudad combatiría al lado de ellos. Lo va usted a ver.

Mientras esto hablaban, el Profesor, inclinado, escuchaba con gran inquietud.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó.

—Supongo que es la caballería —dijo el Coronel—. Creí que ya la habíamos dejado muy atrás.

Apenas había dicho esto, cuando por la bocacalle de enfrente, vieron pasar a todo correr dos objetos brillantes que hacían un ruido pesado. Aunque pasaron muy de prisa, todos se dieron cuenta de que eran dos autos. El Profesor, pálido, juró que eran los otros dos autos del garage del Dr. Renard.

—Aseguro a ustedes que son los mismos —insistió con asombrados ojos—. Y están llenos de enmascarados.

—Eso es absurdo —dijo el Coronel con disgusto—. El Dr. Renard nunca hubiera consentido...

—Bien pueden haberle obligado —le interrumpió Ratcliffe con intención—. Todo el pueblo está con ellos.

—Pero ¿es posible que crea usted eso? —preguntó el Coronel.

—Y usted lo creerá también dentro de poco, —dijo el otro con la tranquilidad de la desesperación. Hubo un silencio, y el Coronel dijo al fin:

—No, no puedo creerlo. Es muy absurdo. ¡Todo el pueblo de una pacífica ciudad de Francia!...

Pero le interrumpió una detonación y un fulgor que pareció estallar en sus ojos. En su vertiginosa carrera, el auto dejó tras de sí una mota de humo en el aire. Syme había oído silbar una bala.

—¡Dios mío! —dijo el Coronel—. Han disparado sobre nosotros.

—Pero no por eso se interrumpa usted —dijo Ratcliffe, como con encono—. Continúe usted, Coronel. Hablaba, creo, del honrado pueblo de una pacífica ciudad de Francia.

El asombrado Coronel no estaba para reparar en burlas. Recorría la calle con la mirada, diciendo:

— ¡Es extraordinario, es de lo más extraordinario!

—Y hasta de lo más desagradable, para decirlo con toda exactitud —observó Syme—. Pero me imagino que esas luces que se ven al término de la calle son las luces del puesto de policía. Ya vamos a llegar.

—No —dijo el Inspector Ratcliffe—, nunca llegaremos.

Se había incorporado y escrutaba el horizonte. Después se sentó, alisándose los tersos cabellos con un ademán de cansancio.

—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Bull con aspereza.

—Quiero decir que nunca llegaremos al puesto —repitió el pesimista con cierto matiz de placidez—. Ya por todo el camino han formado dos filas armadas. Se les puede ver desde aquí. La ciudad se levanta en armas como yo lo venía diciendo. No me queda más que sumergirme cómodamente en la agradable emoción que me causa el éxito de mis previsiones.

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