El hombre que fue Jueves (21 page)

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Authors: G. K. Chesterton

«¿Qué hay ahora de Martín Tupper?»

—¿Qué quiere decir este viejo maniático? —preguntó Bull muy intrigado— y a usted Syme, ¿qué le dice?

El mensaje de Syme era menos lacónico:

«Nadie lamenta más que yo todo lo que huela a intervención del Archidiácono. Creo que las cosas no llegarán a ese extremo. Pero, por última vez ¿dónde están sus chanclos? La cosa es muy grave, sobre todo después de lo que ha dicho el tío»

El cochero del Presidente parecía haber recobrado el gobierno de su caballo, y los perseguidores pudieron ganar algún terreno al llegar a Edgware Road. Y aquí aconteció algo providencial para los aliados. El tráfico estaba interrumpido, y algunos vehículos se echaban a un lado apresuradamente, pues del fondo de la calle llegaba el tañido inconfundible de la bomba de incendios, que pocos segundos después se vio pasar envuelta en un trueno de bronce. Pero he aquí que el Domingo salta del coche, alcanza la bomba a todo correr, y se mete entre los asombrados bomberos. Se le vio perderse en la atronada lejanía, haciendo ademanes de justificación.

—¡Tras él! —gritó Syme—; ya no puede escapar. No es posible perder de vista una bomba de incendios.

Los tres cocheros, inmóviles un instante, fustigaron sus caballos, y pronto lograron disminuir la distancia que los separaba de su presa. El Presidente, al verlos cerca, se plantó en la parte posterior del coche, inclinándose repetidas veces y fingiendo que les besaba la mano. Finalmente, lanzó un papelito muy bien doblado sobre el pecho del Inspector Ratcliffe. Lo abrió éste con impaciencia, y he aquí lo que leyó:

«Huya usted al instante: el secreto de sus tirantes de resorte ha sido descubierto. —Un amigo».

La bomba de incendios caminaba rumbo al norte, entrándose por una región desconocida. Al pasar a lo largo de una alta reja sombreada de árboles, con gran sorpresa y con algún alivio por parte de los seis aliados, se vio al Presidente saltar fuera del vehículo. Pero no pudieron comprender si esto obedecía a un nuevo arrebato caprichoso, o si al fin se daba por vencido. Pero no: antes de que los tres coches llegasen al sitio, ya el Presidente había saltado a la reja como un enorme gato gris. La escaló ágilmente, y desapareció entre los tupidos follajes.

Syme mandó para su coche con un gesto de furia. Descendió. Trepó a su vez a la reja. Ya había pasado una pierna al otro lado, y los otros se disponían a seguirlo, cuando volvió hacia ellos el rostro pálida y descompuesto:

—¿Qué sitio es este? ¿Será la casa del maldito viejo? He oído decir que tenía una casa en el norte de Londres.

—Tanto mejor —dijo el amargo Secretario poniendo el pie en una barra—, lo cogeremos en su casa.

—No, no es eso —dijo Syme frunciendo el entrecejo—. Es que oigo un ruido horrible, como si se rieran todos los diablos y estornudaran y se sonaran las endiabladas narices.

—Serán sus perros que gruñen —dijo el Secretario.

—¿Y por qué no dice usted que son sus escarabajos que gruñen? —dijo Syme furioso— ¿O sus caracoles que gruñen? ¿O sus geranios que gruñen? ¿Ha oído usted alguna vez que los perros gruñan de este modo?

Levantó la mano para imponer silencio, y de la espesura salió un largo rugido que parecía meterse bajo la epidermis y congelar la carne: un rugido siniestro que producía una palpitación en el aire.

—Los perros del Domingo no son perros ordinarios —dijo Gogol estremecido.

Syme ya había saltado adentro, pero aún escuchaba con inquietud .

—Oigan ustedes. ¿Puede ser esto un perro?

Cundió por el aire un grito de protesta, luego un doloroso clamor; y después, lejos como un eco, algo como una trompeta nasal.

—Bien: esta casa parece ser un infierno —dijo el Secretario—. Aunque sea el mismo infierno yo he de entrar.

Y saltó la alta reja casi de un impulso. Los otros le siguieron. Cayeron en una maraña de plantas y arbustos, y después salieron a un andador.

No se veía nada extraordinario. De pronto el Dr. Bull gritó:

—¡Qué estupidos somos! ¡Si estamos en el Jardín Zoológico!

En tanto que miraban a todas partes buscando un rastro de su presa, un guardia pasó corriendo por la avenida, acompañado de un paisano.

—¿Ha pasado por aquí? —preguntó.

—¿Quién? —le dijo Syme.

—El elefante —contestó el guardia—. Un elefante que
se
ha puesto rabioso y ha escapado.

—Y ha escapado llevando en el lomo a un anciano —dijo el otro que apenas podía resollar—. ¡Un pobre señor de cabellos blancos!

—¿Qué clase de anciano? —preguntó Syme intrigado.

—Un anciano muy corpulento y muy gordo, que llevaba un traje gris —explicó el guardia.

—¡Ah! —dijo Syme—. Si es ése, si está usted seguro de que es un anciano gordo y corpulento vestido de gris, puede usted creer que el elefante no ha escapado con él. Es él quien ha escapado con el elefante. Dios no ha hecho todavía un elefante que pueda arrastrar a ese hombre contra su voluntad... ¡Rayos y truenos! Helo allí.

No cabía duda. En el prado, a unos doscientos pasos, seguido por una multitud que gritaba y gesticulaba, corría un enorme elefante gris con grandes zancadas, las trompa más rígida que el bauprés de un barco, y trompeteando como la trompeta del Juicio. Sobre los lomos del rugiente y presuroso animal, el Presidente Domingo iba sentado con toda placidez de un sultán, azuzando furiosamente a la bestia con algún objeto agudo que llevaba en la mano.

—¡Detenedlo, que se sale del jardín! —gritaba la gente.

—¿Quién va a detener un derrumbamiento —contestó el guardia—. Es inútil: ¡ya está fuera del jardín!

Y, en efecto, un tremendo rechinido y un vasto alarido de terror anunciaron que el elefante gris acababa de romper la puerta del Jardín Zoológico. Y después se echó por la calle Albany como un ómnibus nunca visto.

—¡Dios poderoso! —gritó Bull—. Nunca creí que un elefante corriera tanto, A los coches otra vez, sí queremos no perderlo de vista.

Corrieron hacia el punto por donde se había escapado el elefante. Syme descubrió al paso todo un panorama de animales enjaulados. Más tarde se sorprendió de haberlos distinguido tan bien. Y recordaba, sobre todo, los pelícanos con su inmenso buche colgante, preguntándose por qué los pelícanos serían el símbolo de la caridad, a no ser por la caridad que se necesita para admirar a un pelícano. También recordaba un enorme cálao que parecía un gigantesco pico amarillo, pegado a un cuerpo insignificante de pájaro. El conjunto le impresionó vivamente, haciéndole pensar en la asiduidad con que la naturaleza se dedica a hacer caprichosos juegos. El Domingo les había dicho que descubrirían su secreto cuanto hubieran descubierto el secreto de todas las estrellas del cielo. Pero a Syme le parecía que el secreto del cálao, ni los arcángeles podían entenderlo.

Los seis desdichados policías distribuidos en los coches, se pusieron a seguir al elefante, compartiendo el terror que éste iba sembrando por las calles. Esta vez Domingo no volvió la cara, y ofreció a sus perseguidores la sólida extensión de sus espaldas, cosa más molesta aún que las burlas de antes. Al llegar a la calle Baker, sin embargo, se vio que arrojaba algo con ademán del chico que arroja la pelota al aire para volverla a atrapar. Pero dada la velocidad de la carrera, el objeto arrojado vino a caer junto al coche de Gogol. Y, con esperanza de hallar en él la solución del enigma, o por un impulso instintivo, Gogol hizo parar el coche para recogerlo. Era un paquete voluminoso dirigido a Gogol. Pero, examinado, resultó ser un amasijo de treinta y tres hojas de papel. Dentro de la última, que era ya una cinta diminuta, había esta inscripción: «Creo que la palabra adecuada es: rosa». El antes llamado Gogol no dijo nada, pero movió manos y pies como el jinete que arrea el caballo.

Calle tras calle, barrio tras barrio, iba pasando el prodigioso elefante volador. La gente salía a las ventanas, el tráfico se desbandaba a uno y otro lado. Y como los tres coches iban a la zaga del elefante, al fin los tomaron por una procesión, tal vez por un anuncio de circo. Iban tan de prisa, que toda distancia se abreviaba considerablemente, y Syme vio aparecer el Albert Hall de Kensington cuando esperaba encontrarse todavía en Paddington. Por las calles algo solitarias y aristocráticas del sur de Kensington, el elefante pudo correr con más libertad, y finalmente se encaminó hacia aquella parte del horizonte donde se veía la enorme rueda de Earl's Court. La rueda fue creciendo al aproximarse, hasta que llenó todo el cielo como si fuera la misma rueda de los astros.

El elefante había dejado muy atrás a los coches. Ya éstos lo habían perdido de vista en muchas esquinas. Cuando llegaron a la puerta de la Exposición de Earl's Court, se encontraron como bloqueados. Enorme multitud se agolpaba frente a ellos, en torno al enorme elefante que se estremecía y sacudía como suelen hacerlo. Pero el Presidente había desaparecido.

—¿Dónde se ha metido? —preguntó Syme bajando del coche.

—Entró corriendo a la Exposición, caballero —le dijo un guardia asombrado. Y después añadió como hombre muy ofendido—. ¡Qué señor más loco! Me dijo que le guardara el caballo y me dio esto.

Y, con aire disgustado, le mostró un papel dirigido «Al Secretario del Consejo Central Anarquista».

El Secretario, furioso, lo abrió y leyó lo siguiente:

Cuando el arenque corre una milla, bien está que el Secretario sonría. Cuando el arenque se lanza y vuela, bien está que el secretario muera.

Proverbio rústico.

—¿Por qué diablos ha dejado usted entrar a ese hombre —exclamó el Secretario—. ¿Acaso es frecuente venir aquí montado en un elefante rabioso? ¿Acaso?...

—¡Atención! —gritó Syme—. Vean ustedes aquello.

—¿Qué cosa? —preguntó el Secretario.

—¡El globo cautivo! —dijo Syme señalándolo con un ademán frenético.

—¿Qué me importa el globo cautivo? —preguntó el Secretario—. ¿Qué le pasa al globo cautivo?

—Nada, sino que no está cautivo.

Todos alzaron los ojos. El globo se balanceaba sobre ellos, prendido a su hilo como el globito de los niños. Un segundo después el hilo quedó cortado en dos, debajo de la canastilla, y, suelto ya, el globo ascendió como una pompa de jabón.

—¡Con diez mil demonios! —chirrió el Secretario—. ¡Escapó en el globo! —Y levantaba los puños al cielo.

El globo, empujado por un viento propicio, vino a colocarse exactamente encima de los detectives, y éstos pudieron ver la cabezota blanca del Presidente, que se inclinaba en la canastilla y los contemplaba con un aire benévolo.

—Juraría yo —dijo el Profesor con aquel tono de decrepitud que no podía separar de sus barbas canosas y de su cara apergaminada—, juraría yo que algo me ha caído en el sombrero.

Y, con temblorosa mano, se decubrió y encontró en el sombrero un papelito muy bien doblado. Lo desdobló: había un lacito de enamorado, y estas palabras:

«Vuestra belleza no me ha dejado indiferente. —De parte de Copito de nieve»
.

Corto silencio. Syme, mordiéndose la barbilla, dice al fin:

—Aún no estoy vencido. El condenado globo tiene que caer en alguna parte. ¡Sigámosle!

CAPÍTULO XIV

LOS SEIS FILÓSOFOS

Hollando los prados, maltratando los floridos setos, los seis miserables detectives rodaban, a unas cinco millas de Londres. El optimista de la partida proponía perseguir al globo en coche por el sur de Inglaterra. Pero al fin se convenció de que el globo se resistía a seguir los caminos, y que los coches se resistían todavía más a seguir al globo. En consecuencia, los incansables aunque desesperados viajeros se metieron por la espesura, pisaron los campos sembrados, y poco a poco se fueron quedando en tales trazas que se les pudiera tomar por vagabundos.

Las verdes colinas de Surrey vieron la tragedia y final catástrofe de aquel admirable traje gris con que Syme había salido del Parque Saffron. Su sombrero de seda quedó desgarrado por el latigazo de una rama flexible. El paño de la levita, destrozado hasta los hombros por las espinas. La arcilla del lodo inglés manchó su cuello. Pero todavía seguía avanzando, erguida la barbilla rubia, con muda y furiosa determinación. Sus ojos seguían fijos en aquella flotante bola de gas que, al sol de la tarde, fulguraba como una nube crepuscular.

—Después de todo —decía contemplando el globo—, ¡Qué hermoso es!

—Sí, bueno está —dijo el Profesor—. ¡Así se incendiara!

—No lo deseo yo —dijo el Dr. Bull—. Piense usted en lo que le pasaría al pobre viejo.

—¡Lo que le pasaría! —dijo el Profesor—. ¡Lo que le pasaría! No seria tan grave lo que le pasaría si yo lo cogiera. Conque «Copito de nieve» ¿eh?

—A pesar de todo, yo no deseo que. se haga daño —dijo el Dr. Bull.

—¿Cómo? —gritó el iracundo Secretario—. ¿Usted se ha creído esa historia de que él es el hombre del cuarto oscuro? El Domingo es capaz de hacerse pasar por cualquiera cosa.

—Ni lo creo ni dejo de creerlo —dijo el Dr. Bull—. No me refiero a eso. Yo no quiero que reviente el globo con el viejo porque...

—¿Por qué? —repitió Syme impaciente.

—¡Qué se yo! Tal vez porque él también parece un globo. Yo no entiendo una palabra de toda esa historia que trató de endilgarnos, ni sé si es él realmente quien un día nos proporcionó la dichosa tarjetita azul. Todo eso es absurdo. Pero, no tengo por qué ocultarlo: aunque el viejo Domingo sea un bribón, siempre me ha sido sumamente simpático. Me gusta como me gustaría un bebé gordinflón. ¿Cómo me explicaría yo? Es una simpatía compatible con mi deseo de combatirlo hasta la muerte. No sé si está claro: me gusta por lo gordo que es.

—No está claro —dijo el Secretario.

—Ya se por qué me gusta —reflexionó Bull—; porque es gordo y ligero: lo mismo que un globo. Se imagina uno que la gente como él es pesada; pero lo cierto es que este hombre salta más que un silfo. Ahora he formulado bien mi sentimiento. Una energía limitada se traduce en violencia. La energía suprema se demuestra en la levedad. Estas cosas hacen pensar en las especulaciones de otra época:
,
«¿Qué pasaría si un elefante pudiera saltar hasta el cielo como un saltamontes?»

—Nuestro elefante —dijo Syme mirando hacia arriba— sí que ha dado un salto de saltamontes.

—Pues por eso —concluyó Bull—, por eso en cierto modo me gusta el viejo Domingo. No es que me cause la estúpida admiración de la fuerza. Sino que tiene cierta alegría, como la del que trae siempre buenas noticias. ¿No han sentido ustedes eso un día de primavera? Siente uno que la naturaleza gasta bromas, pero que son bromas de buen género. Yo nunca he leído la Biblia, pero ese pasaje de que tanto se ríen es una verdad literal: «¿Por qué no saltáis así, altas colinas?» Porque las colinas saltan: al menos, tratan de saltar... ¿Por qué me gusta el Domingo? ¿Cómo decirlo? Pues me gusta por saltarín, ¡ea!

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