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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (19 page)

Y Ratcliffe se arrellanó cómodamente en el asiento y encendió un cigarrillo, mientras que los otros se incorporaban espantados, para explorar a su vez la carretera. Syme había comenzado a morigerar la carrera al ver que los planes eran dudosos. Acabó por parar el auto en la esquina de una calle que bajaba en rápida cuesta hacia el mar.

Aunque la ciudad estaba envuelta en sombras, el sol aun no se ocultaba del todo. Donde aun tocaban sus últimos reflejos, se veían como unas llamas doradas. En lo alto de la calle lateral, la última luz brillaba en una franja viva y estrecha como la proyección de luz artificial en los teatros, y daba de lleno sobre el auto que parecía arder. Pero en el resto de la calle, y especialmente en los extremos, había una penumbra tan cargada, que por un momento los cinco fugitivos no pudieron ver cosa alguna. Syme, que era el de mejor vista, lanzó un siseo amargo y dijo:

—Es verdad. Hay una multitud, o un ejército, o algo parecido, al extremo de la calle.

—En ese caso —dijo Bull con impaciencia—, será por alguna otra causa: algún simulacro, el aniversario del alcalde o cosa semejante. Yo no quiero ni pudo admitir que la honrada gente de Dios, y en un lugar como éste, ande por las calles con los bolsillos atestados de dinamita. Avancemos un poco, Syme, y examinemos eso de cerca.

El auto se arrastró unos veinte pasos, y entonces el Dr. Bull soltó una carcajada estrepitosa:

—¡Oh, hatajo de imbéciles! —exclamó—. ¿Qué decía yo? Esa multitud está más dentro de la ley que un manso cordero. Y aun cuando así no fuera, están de nuestra parte.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el Profesor.

—Pero ¿está usted más ciego que un murciélago? —contestó Bull— ¿No está usted viendo quién los conduce?

Todos aguzaron la vista. Y el Coronel, con voz turbada, exclamó:

—¿Cómo? ¡Es Renard!

En efecto: unas sombras corrían al extremo de la calle; apenas se las podía distinguir. Lejos, lo bastante ya para entrar en la zona de luz, se veía al inconfundible Dr. Renard yendo de aquí para allá. Llevaba un sombrero blanco que contrastaba con sus barbas negras, y en la mano izquierda un revólver.

—¡Qué loco he sido! —exclamó el Coronel—. Claro, el excelente amigo ha corrido en nuestro auxilio.

El Dr. Bull se ahogaba de risa, y blandía la espada con descuido, como quien juega con un bastón. Saltó del auto y corrió calle arriba, gritando:

—¡Dr. Renard! ¡Dr. Renard!

Un instante después, Syme pensó que hasta los ojos se le habían vuelto locos. ¿Qué había visto? El filantrópico Dr. Renard, apuntando deliberadamente sobre Bull, había hecho dos disparos. La doble detonación resonó por la calle.

Casi al mismo tiempo que el humo blanco de aquella increíble explosión, el cínico Ratcliffe sacaba de su cigarrilo otra nube blanca. Estaba, como los demás, algo pálido, pero sonreía. El Dr. Bull, a quien casi las balas le habían rozado la cabeza, se quedó inmóvil en mitad de la calle sin dar señales de miedo. Después se. volvió lentamente y trepó al auto. Volvía con dos agujeros en el sombrero.

—Y bien —dijo lentamente el fumador—. ¿Qué opina usted ahora?

—Que me parece —dijo el Dr. Bull con precisión—, que estoy en mi cama, en el Nº 217 de Peabody Buildings, y que de un momento a otro voy a despertar sobresaltado. Y si no, que estoy metido en una celdita acolchada de Hanwell, y que el médico me considera como caso desesperado. Pero si quiere usted saber lo que me parece, voy a decírselo: no me parece posible lo que a usted le parece posible. Yo no puedo admitir, ni admitiré nunca, que la masa humana sea un conglomerado de abominables pensadores modernos. No, señor mío, yo soy demócrata; no puedo admitir que el Domingo sea capaz de convertir a sus doctrinas a un pobre peón o bracero. No: yo podré estar loco, pero la humanidad no está loca.

Syme volvió hacia Bull sus ojos azules con una vivacidad de emoción que era rara en él:

—Es usted, un hombre excelente —le dijo—. Es usted capaz de creer en la cordura de los demás, como cosa distinta de la propia cordura. Juzga usted bien a la Humanidad, cuando se refiere a los campesinos, a la gente humilde como aquel hermoso anciano de la posada. Pero no tiene usted razón en el caso de Renard. Yo desconfié de él desde el primer instante. Es un nacionalista: y lo que es peor es un rico. Sólo los ricos se atreverán a destruir el deber y la religión.

—Y aquí, la verdad, podemos darlos por destruidos —dijo el impertinente fumador, y se puso de pie con las manos en los bolsillos—. He aquí que los demonios se acercan.

Todos miraron ansiosamente en dirección a la soñadora mirada de Ratcliffe: el regimiento comenzaba a avanzar desde el extremo de la calle. A su cabeza marchaba decidido el Dr. Renard, la barba agitada por el viento.

El Coronel saltó del auto con una exclamación:

—Caballeros —dijo—, esto es increíble. Parece una broma. ¡Si conocieran a Renard como yo le conozco!... Esto es como ver a la Reina Victoria convertida en dinamitera. ¡Si ustedes tuvieran en la cabeza la menor idea del carácter de ese hombre!...

—El Dr. Bull —dijo Syme, sardónico—, la tiene por lo menos en el sombrero.

—Les digo a ustedes que es imposible —exclamaba el Coronel pateando de rabia—. Renard tendrá que explicarse, tendrá que explicarme lo que pasa—. Y avanzó rápidamente hacia el enemigo.

—No se moleste usted —murmuró el del cigarrillo—. ¡Si ya va a venir él a explicárnoslo!

Pero ya el impaciente Coronel no pudo oírle, y siguió avanzando. Y he aquí que el Dr. Renard, ardoroso, apunta otra vez con la pistola. Pero, advirtiendo que se trata del Coronel, vacila, y en tanto el Coronel se le acerca, haciendo ademanes frenéticos de protesta.

—Es inútil —dijo Syme— nada obtendrá de ese viejo caníbal. Propongo que nos arrojemos sobre ellos con el auto, tan rápidos como las balas que le agujerearon el sombrero a Bull. Nos matarán a todos, pero mataremos buen número.

—No —dijo el Dr. Bull, cuyo acento vulgar parecía acentuarse con la sinceridad de su virtud—, no; esa pobre gente padece un error. Demos tiempo a que el Coronel se explique.

—¿Debemos retroceder entonces? —preguntó el Profesor.

—No —dijo Ratcliffe fríamente—, el otro extremo de la calle está tomado también. Y si no me engaño, Syme, allá me parece ver a otro amigo de usted.

Syme hizo girar el auto con mucha destreza, dando ahora frente al camino recorrido. En la penumbra, se veía avanzar al galope a un cuerpo irregular de caballería. El jinete que venía a la cabeza, traía una espada en la mano, a juzgar por el reflejo de plata. Cuando se hubo acercado más, se vio también el reflejo de plata de sus cabellos. Entonces con terrible violencia, Syme volvió otra vez el auto y lo lanzó cuesta abajo hacia el mar, como hombre que sólo quiere la muerte.

—Pero ¿qué demonios le pasa a usted? —gritó el Profesor colgado a su brazo.

—¡Que se ha caído la estrella de la mañana! —dijo Syme, mientras el auto rodaba hacia abajo, como otra estrella.

Los otros, no lo entendieron. Pero, volviendo la vista, vieron venir por la cuesta la caballería enemiga. A su cabeza, cabalgaba el buen posadero, envuelto en los inocentes resplandores del día moribundo.

—¡El mundo se ha vuelto loco! —gimió el Profesor ocultando el rostro entre las manos.

—No —dijo el Dr. Bull con adamantina humildad— soy yo quien se ha vuelto loco.

—¿Qué haremos? —preguntó el Profesor.

—En este momento —contestó Syme con científico desinterés— lo que vamos a hacer es estrellarnos contra un poste de luz eléctrica.

Y en efecto, un instante después, el auto chocaba con catastrófico escándalo contra un objeto de hierro. Otro instante más, y los cuatro hombres salían de entre los escombros de un caos metálico, y el poste que los había detenido al borde de la avenida yacía torcido como el tronco de un árbol roto.

—¡Vaya, algo hemos destrozado —dijo el Profesor con leve sonrisa—. Siempre es un consuelo.

—También usted se está volviendo anarquista —dijo Syme limpiándose la ropa por un impulso habitual de asco.

—Todo el mundo lo es ya —dijo Ratcliffe.

Entre tanto, el posadero de los cabellos blancos y su ejército caían como un trueno por la calle, mientras que, a lo largo del mar, un cordón de siluetas negras acudía gritando. Syme asió una espada con los dientes, cogió otras dos bajo el brazo, otra con la izquierda y la linterna en la derecha, y saltó de la avenida a la playa baja.

Los otros saltaron tras él, con tácita aceptación, dejando a sus espaldas los restos del auto y el confuso gentío.

—Nos queda una probabilidad favorable —dijo Syme quitándose de la boca el acero—. Sea lo que fuere este pandemónium, la policía nos ayudará. Aquí no podemos quedarnos, porque nos han cortado los caminos; pero en aquel rompeolas que entra en el mar podremos defendernos mejor, como Horacio Cocles en el puente. Allí nos mantendremos hasta que la policía nos socorra. Síganme ustedes.

Le siguieron descendiendo la playa, y pronto sintieron bajo sus plantas, en vez de la arena marina, unas piedras de pavimento. Adelantaron por el malecón bajo, larguísimo, que se metía en la mar hirviente a modo de brazo. Cuando alcanzaron el extremo, comprendieron que habían llegado al fin de sus trabajos. Se volvieron a contemplar la ciudad.

La ciudad estaba transformada, toda revuelta. A lo largo de la avenida de donde habían saltado a la playa, se veía correr gente rumorosa que gesticulaba, agitaba los brazos y los miraba con ferocidad.

En la masa oscura aparecían manchones de luz, antorchas, linternas. Pero aunque la luz no iluminaba los rostros enardecidos, hasta en la silueta más distante, hasta en el menor ademán, se adivinaba un odio organizado. Era evidente que la maldición de todos, había caído sobre los perseguidos, sin que éstos comprendieran por qué.

Dos o tres hombres, pequeños y negros como unos monos, saltaron de la avenida del muelle a la playa, y se metieron por la arena gritando horriblemente e intentando ganar el rompeolas por el lado del mar. El ejemplo fue seguido por otros, y toda la masa negra empezó a derramarse del parapeto abajo como una negra mermelada.

Entre los primeros Syme pudo distinguir al campesino del carro. Había entrado en la resaca montado en un gran caballo de tiro, y blandía el hacha amenazándolos.

—¡El campesino! —exclamó Syme—. ¡Los campesinos que no se habían sublevado desde la Edad Media!...

—Aun cuando la policía acudiera —dijo el Profesor—, no podría contra esta turba.

—¡Locura! —dijo Bull desesperado—; necesariamente queda en la ciudad algún ser humano.

—No —dije el pesimista Inspector—. Somos los últimos representantes de la humanidad.

—Puede ser —dijo el Profesor con aire vago; después, con voz soñadora, añadió—: ¿Cómo dice el fin de la Dunciada?:

Ya ni el fuego público ni el privado se miran brillar. Ya ni humana luz ni resplandores divinos. ¡Mirad! Tu negro imperio, oh Caos, es restaurado. Muere toda luz ante tu verbo aniquilador. Tu mando, grande Anarca, deja caer la cortina. ¡Y todo lo envuelve la noche universal!

—¡Silencio! —gritó Bull de pronto—. He allí a la policía.

Las ventanas iluminadas del piso bajo, en la estación de policía, se veían obstruidas al paso apresurado de los hombres. En medio de la oscuridad se oyó el repiqueteo y rumor de la caballería disciplinada.

—¡Están cargando sobre la multitud —dijo Bull casi en éxtasis.

—No —observó Syme—, están formándose a lo largo del malecón.

—¡Y se echan la carabina a la cara! —gritó Bull danzando de alegría.

—Sí —añadió Ratcliffe—, y van a disparar sobre nosotros.

Apenas dicho esto, se oyó una prolongada descarga, y las balas cayeron como granizo sobre las piedras del dique.

—¡Los gendarmes están con ellos! —gritó el Profesor golpeándose la frente.

—Soy yo el que está en la celda acolchada, no me cabe duda, —dijo Bull con convicción.

Hubo un largo silencio.

Ratcliffe, considerando el turgente mar gris y púrpura dijo:

—¿Y qué importa averiguar quién es el cuerdo y quién el loco? Pronto estaremos muertos todos.

—¿De modo que ha perdido usted toda esperanza? Mr. Ratcliffe permaneció mudo como una estatua. Al fin dijo tranquilamente:

—No, por muy extraño que parezca, no he perdido toda esperanza. Me queda una vaga, imposible esperanza que no puede abandonarme. Parece que todas las fuerzas del planeta se han conjurado contra nosotros. Y me pregunto cómo es posible que aún me quede esa vaga luz de esperanza.

—¿Y en qué o en quiénes funda usted su esperanza? —preguntó Syme con curiosidad.

—En un hombre a quien nunca he visto —contestó el otro contemplando el plomizo mar.

—Ya se a quien se refiere usted —dijo Syme con voz grave. Al hombre del cuarto oscuro. Pero a estas horas es posible que haya perecido en manos del Domingo.

—Tal vez —dijo el otro—. En todo caso, es al único que le habrá costado trabajo matar.

—Ya oigo lo que hablan ustedes —intervino el Profesor vuelto de espaldas—. Yo también tengo confianza en ese hombre a quien nunca he visto.

De pronto, Syme, que parecía sumido en reflexiones, dijo, volviéndose como el que despierta de un sueño.

—¿Dónde está el Coronel? Creía yo que estaba con nosotros.

—¡El Coronel! ¡Es verdad! —dijo Bull—. ¿Dónde está el Coronel?

—Fue a hablar con Renard —dijo el Profesor.

—No podemos abandonarlo entre esos brutos —dijo Syme—. Muramos como caballeros, si...

—No compadezcamos al Coronel —añadió Ratcliffe con mordacidad—. Está muy a gusto a estas horas. Está...

—¡No, no, no! —gritó Syme frenético—. ¡El Coronel, no! ¡De ése no puedo creerlo!

—Entonces ¿dará usted crédito a sus propios ojos? — dijo el otro señalándole un punto de la plaza.

Muchos se habían metido al agua y los amenazaban con los puños. Pero la resaca estaba fuerte y no podían llegar al dique. Sin embargo, dos o tres avanzaban con precauciones por los escalones de piedra. La luz de la linterna dio por casualidad sobre la cara de los dos que venían al frente. Uno de ellos llevaba antifaz negro, y torcía la boca en gesto nervioso, de modo que la mota de la barba iba de aquí para allá con inquietud viviente. En el otro, reconocieron la cara encendida y el bigote blanco del Coronel Ducroix. Ambos conferenciaban acaloradamente.

—Si, también él se nos fue —dijo el Profesor dejándose caer sentado sobre una piedra—. Todos nos traicionan. Yo también me traiciono. Ya no gobierno la máquina de mi cuerpo. Temo que mi propia mano me de un cachete.

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