Read El hombre que se esfumó Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Martin Beck volvió a asentir. El policía alargó dos dedos y casi inmediatamente un camarero se acercó apresuradamente con dos vasos. Ésta era evidentemente una nación de bebedores de café.
—También he advertido que usted está aquí para hacer ciertas investigaciones.
Martin Beck no respondió enseguida. Se frotó la nariz y pensó. Evidentemente éste era el momento justo de decir: «En absoluto. Estoy aquí como turista; pero estoy tratando de ponerme en contacto con un amigo a quien me gustaría ver». Eso era sin duda lo que se esperaba de él.
Szluka no parecía tener mucha prisa. Con manifiesto placer tomó un sorbito de su exprés doble. Martin Beck le había visto tomar al menos tres durante el día. Aquel hombre se estaba portando de modo cortés, pero formal. Su mirada era amistosa, pero muy profesional.
Martin Beck siguió reflexionando. No cabía duda de que el hombre era policía pero, que él supiera, no había ninguna ley en todo el mundo que obligara al ciudadano de a pie decir la verdad a la policía. Por desgracia.
—Sí —contestó Martin Beck—. Correcto.
—Entonces, ¿no habría sido más lógico dirigirse primero a nosotros?
Martin Beck prefirió no responder a eso. Tras una pausa de unos segundos, el otro continuó desarrollando la idea por su cuenta.
—En caso de que haya ocurrido algo que requiera una investigación — siguió.
—No he venido en misión oficial.
—Y nosotros no hemos recibido ninguna notificación. Sólo una petición en términos muy vagos. Dicho de otro modo, parece que no ha sucedido nada.
Martin Beck se bebió de un trago el café, que estaba muy cargado. La conversación se tornaba más desagradable de lo esperado. Pero bajo ninguna circunstancia había razones para dejarse sermonear en un salón de hotel por un policía que ni siquiera se tomaba la molestia de identificarse.
—Sin embargo, la policía ha considerado que existían motivos para registrar el equipaje de Alf Matsson —replicó.
Fue un comentario al azar pero dio en la diana.
—Yo no sé nada de eso —contestó Szluka con rigidez—. Y a propósito, ¿puede usted identificarse?
—¿Y usted?
Vio un rápido cambio en los ojos castaños. Aquel hombre no era ni mucho menos inofensivo. Szluka metió la mano en el bolsillo, sacó la cartera y la abrió, de modo rápido y como si nada. Martin Beck no se molestó en mirar pero sacó su chapa de servicio sujeta al llavero.
—Eso no es una identificación válida —dijo Szluka—. En nuestro país se pueden comprar emblemas así en las jugueterías.
Este punto de vista no carecía enteramente de justificación, y Martin Beck consideró que el asunto no merecía más discusión. Sacó su carné de identidad.
—Tenga. Mi pasaporte está en recepción.
El hombre examinó con atención el carné durante un buen rato. Al devolvérselo, preguntó:
—¿Cuánto tiempo piensa usted permanecer aquí?
—Mi visado es válido hasta finales de mes.
Por primera vez durante la conversación, Szluka sonrió. Difícilmente podía tratarse de una sonrisa cordial. Tampoco costaba mucho esfuerzo imaginar su significado. El húngaro apuró su café hasta la última gota, se abotonó la chaqueta y dijo:
—No deseo ponerle trabas, aunque, naturalmente, podría hacerlo. Por lo que veo, sus actividades son más o menos de naturaleza privada. Supongo que seguirán siendo así y que no perjudicarán los intereses públicos, ni tampoco los de ningún ciudadano particular.
—Puede hacerme seguir, si quiere.
Szluka no replicó. Su mirada era fría y hostil.
—¿Qué cree usted que está haciendo? —le preguntó.
—¿Y usted qué cree?
—No lo sé. No ha ocurrido nada.
—Sólo que una persona ha desaparecido.
—¿Quién dice eso?
—Yo.
—En ese caso debe dirigirse a las autoridades y pedir que el caso sea investigado de modo ordinario —puntualizó Szluka secamente.
Martin Beck tamborileó con los dedos en la mesa.
—No hay duda de que ese hombre ha desaparecido.
Al parecer, el húngaro estaba a punto de marcharse. Sentado muy erguido en la butaca, tenía la mano derecha en el reposabrazos.
—Con esta afirmación quiere usted decir, por lo que entiendo, que la persona en cuestión no ha sido vista en este hotel durante las dos últimas semanas. Tiene un permiso de residencia válido y puede viajar libremente por el país. En estos momentos hay aquí unos doscientos mil turistas, muchos de ellos pasando las noches en tiendas o durmiendo en sus coches. Este hombre puede estar en Szeged o Debrecen. Puede haber ido al lago Balatón a pasar sus vacaciones bañándose.
—Alf Matsson no vino aquí a nadar.
—¿Seguro? En todo caso, tiene un visado de turista. ¿Por qué había de desaparecer, como dice usted? ¿Había comprado ya su billete de vuelta?
La última pregunta era digna de consideración. El modo en que la planteó daba a entender que aquel hombre ya conocía la respuesta. Szluka se levantó.
—Un momento —dijo Martin Beck—. Me gustaría preguntarle una cosa.
—Por supuesto. ¿Qué quiere saber?
—Cuando Alf Matsson salió del hotel, se llevó la llave de su habitación. Al día siguiente, fue entregada aquí por un policía uniformado. ¿Dónde encontró la llave el policía?
Szluka le clavó una mirada fija durante quince segundos al menos. Luego dijo:
—Por desgracia, no puedo contestarle a esa pregunta. Adiós.
Cruzó rápidamente el vestíbulo, se detuvo ante el guardarropa, recogió su sombrero marrón verdoso, con pluma, y se detuvo con él en la mano, como si estuviera pensando en algo. Luego dio media vuelta y regresó a la mesa de Martin Beck.
—Aquí tiene su pasaporte. Tome.
—Gracias.
—No estaba en recepción, como usted creía. Ha incurrido usted en una apreciación errónea, como se suele decir.
—Sí —dijo Martin Beck.
No encontró nada divertido en la conducta del hombre y ni siquiera se molestó en levantar la vista. Szluka siguió allí de pie, quieto.
—¿Qué piensa usted de la comida de aquí? —preguntó.
—Que es buena.
—Me agrada oírlo.
El húngaro parecía hablar en serio y Martin Beck alzó la cabeza.
—Ya ve —explicó Szluka—, últimamente no ocurre aquí nada dramático ni emocionante. No es como en su país o Londres o Nueva York.
La combinación resultaba asombrosa.
—Tuvimos demasiado de eso en el pasado —añadió Szluka solemnemente—. Ahora queremos paz y tranquilidad, y nos interesamos por otras cosas. La alimentación, por ejemplo. Yo he desayunado cuatro tajadas de tocino entreverado y dos huevos fritos. Y para almorzar me sirvieron sopa de pescado y carpa empanada. Como postre, pastel de hojaldre relleno de manzana.
Hizo una pausa. Luego siguió pensativo:
—A los niños no les gusta el tocino, claro. Suelen tomar cacao y bollos con mantequilla antes de ir a la escuela.
—¿Ah, sí?
—Sí, y esta noche voy a cenar filete de ternera con arroz y salsa de pimentón. No está mal. A propósito, ¿ha probado usted aquí la sopa de pescado?
—No.
La verdad es que había sufrido la tal sopa de pescado ya en su primera noche; pero no vio qué tendría que ver esto con la policía húngara.
—Pues debe usted probarla. Es excelente. Pero está aún mejor en un sitio llamado Matyas, cerca de aquí. Debería buscarse el tiempo para ir allí, como la mayoría de los extranjeros.
—Vale.
—Pero puedo decirle, con toda tranquilidad, que conozco un sitio donde sirven una sopa de pescado aún mejor. La mejor sopa de pescado de todo Budapest. Es un local pequeño, allá en Lajos út. No hay muchos turistas que conozcan el lugar. Para encontrar una sopa como esa, hay que ir a Szeged.
—¿Ah, sí?
Durante su disertación culinaria, Szluka se había ido animando visiblemente. Pero ahora parecía volver en sí. Miró su reloj. Sin duda estaba pensando en su filete empanado.
—¿Ha tenido tiempo de ver algo de Budapest?
—Un poco. Es una ciudad muy bonita.
—¿Verdad que sí? ¿Ha estado usted en los Baños Palatinos?
—No.
—Pues merecen una visita. Yo pienso ir allá mañana. Tal vez quiera acompañarme.
—¿Por qué no?
—Estupendo. En ese caso quedamos a las dos, en la entrada.
—Adiós.
Martin Beck quedó sentado un rato, pensando. La conversación había sido desagradable e inquietante. El repentino cambio de actitud de Szluka, al final, no modificó esa impresión. La sensación de que algo no encajaba se hizo más intensa que nunca. Al tiempo, su propia impotencia resultaba cada vez más evidente.
A eso de las once y media, el salón y el comedor comenzaron a vaciarse y Martin Beck subió a su habitación. Tras desvestirse, permaneció un rato junto a la ventana abierta, aspirando el cálido aire nocturno. Un vapor de ruedas se deslizaba por el río, profusamente iluminado con farolas verdes, rojas y amarillas. Había gente bailando en la cubierta de popa y la música se abría camino, a ráfagas, a través del río.
En la terraza, frente al hotel, estaban aún sentadas algunas personas. Una de ellas era un hombre alto, de treinta y tantos años, pelo negro y ondulado.
Tenía delante un vaso de cerveza y, por lo visto, había pasado por casa, cambiándose el traje azul por otro gris claro.
Cerró la ventana y se fue a la cama. Luego permaneció acostado en la oscuridad, pensando: puede que la policía no estuviera interesada en Alf Matsson, en cambio mostraba un gran interés por Martin Beck.
Tardó un buen rato en quedarse dormido.
Martin Beck se sentó a la sombra, junto a la balaustrada de piedra frente al hotel, y se tomó un desayuno tardío. Era su tercer día en Budapest y prometía ser tan bello y caluroso como los anteriores.
La hora del desayuno estaba a punto de terminar; él y una pareja de bastante edad, sentada en silencio unas mesas más allá, eran los únicos clientes.
Había bastante gente circulando por la calle y en el muelle, en su mayoría madres con niños y cochecitos de niño bajos y aerodinámicos, que parecían pequeños tanques blancos.
No veía al hombre alto y moreno del palito, pero esto no tenía porqué significar que hubiesen dejado de vigilarle. El cuerpo de policía era numeroso y había sustitutos.
Un camarero se acercó y limpió su mesa.
—
Frübstück nicht gut?
1
—preguntó, mirando tristemente el plato de salami, intacto.
Martin Beck le aseguró que el desayuno estaba muy bueno. Cuando el camarero se marchó, sacó una postal que había comprado en el quiosco del hotel. Representaba un vapor de ruedas remontando el Danubio, con uno de los puentes al fondo. La señora del quiosco le puso el sello. Por un momento, pensó a quién enviaría la postal. Finalmente, la dirigió a Gunnar Ahlberg, comisaría de policía, Motala, escribió unas breves palabras de saludo, y se la volvió a meter en el bolsillo.
Había conocido a Ahlberg hacía dos veranos, cuando apareció el cadáver de una mujer en el canal de Göta, cerca de Motala. Se hicieron muy amigos durante la investigación que duró seis meses, y desde entonces mantenían algún contacto esporádico.
En aquella ocasión, la búsqueda del asesino se convirtió para él en una cuestión personal. Durante meses no pudo pensar en nada más que en aquel caso, y no sólo por su condición de policía.
Pero ahora aquí, en Budapest, le costaba Dios y ayuda movilizar algún interés por el caso.
Martin Beck se sintió estúpidamente inútil, sentado allí. Tenía varias horas a su disposición, antes de su encuentro con Szluka y lo único constructivo que se le ocurrió fue ir a echar la postal de Ahlberg al buzón. Le fastidiaba que Szluka le hubiera preguntado, antes de reparar él mismo en ello, si sabía si Matsson tenía hecha la reserva del billete de vuelta. Sacó su plano y descubrió que, junto a una plaza próxima al hotel, había una sucursal de las líneas aéreas.
Se levantó, atravesó el comedor y el salón, y metió la postal en el buzón rojo que había a la entrada del hotel. Luego echó a andar hacia el centro.
La plaza era grande, con tiendas, agencias de viajes y mucho tráfico. Había una terraza llena de gente que tomaba café en las pequeñas mesas. Junto a la terraza vio una escalera, que descendía bajo la calle.
Földalatti,
decía un letrero, y él supuso que querría decir WC. Se sintió pegajoso y acalorado, y decidió bajar y lavarse un poco antes de visitar la oficina de las líneas aéreas. Cruzó la calle diagonalmente y siguió hasta el subsuelo a dos caballeros con carteras de mano.
Descendió y descubrió el metro más pequeño que había visto en su vida.
En el andén había un pequeño quiosco de madera con cristaleras pintado de verde y blanco, y el techo, bajo, se apoyaba en decorativos pilares de hierro forjado. El tren, que estaba ya en el andén, tenía más pinta de ferrocarril diminuto de parque de atracciones que de medio de transporte eficiente.
Recordó que este metro era el más antiguo de Europa.
Pagó en el quiosco el importe de su billete y subió al pequeño vagón de madera, ligeramente barnizado, que podía ser el mismo en que el emperador Francisco José viajó cuando inauguró la línea, poco antes de que finalizara el siglo pasado. Pasó un rato hasta que se cerraron las puertas, y cuando el tren arrancó el vagón ya estaba lleno.
En el centro del coche, de pie, iban tres hombres y una mujer. Eran sordomudos y sostenían una animada conversación en el lenguaje de signos.
Cuando el tren se detuvo por tercera vez, se apearon, todavía gesticulando con entusiasmo. Antes de que la plataforma volviera a llenarse, Martin Beck tuvo tiempo de entrever a un hombre, sentado en la otra punta del vagón, que casi le volvía la espalda.
Era moreno y estaba bronceado. Martin Beck lo reconoció enseguida. En vez de la chaqueta gris llevaba ahora una camisa verde, con el cuello abierto.
Probablemente, ya no quedaba nada del palo que había estado tallando durante el día anterior.
De repente el tren salió del túnel y redujo su marcha. Entró en un parque verde con un gran estanque que resplandecía bajo la luz del sol. Luego se detuvo y el vagón se vació. Al parecer, habían llegado al final de trayecto.
Último en apearse del vagón, Martin Beck miró a su alrededor en busca del hombre moreno. No se le veía en parte alguna.
Un amplio camino llevaba hasta el parque, que parecía fresco e invitaba a entrar, pero Martin Beck decidió no hacer más expediciones. Consultó el horario colocado en el andén y descubrió que no había más líneas que la que hacía el trayecto entre el parque y la plaza donde había subido, y que el tren volvería en un cuarto de hora.