El hombre que se esfumó (11 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Eran las once y media cuando entró en las oficinas de Malev. Las cinco chicas tras el mostrador estaban atendiendo a clientes, así que Martin Beck se sentó a esperar junto a la ventana que daba a la calle.

No había logrado ver al hombre del pelo negro y ondulado pero supuso que seguiría rondando por las inmediaciones. Se preguntó si le vigilaría también durante su encuentro con Szluka.

Quedó libre una de las sillas junto al mostrador y Martin Beck se levantó, fue hasta ella y se sentó. La chica tras el mostrador tenía el pelo negro, recogido en una especie de moño rizado y aparatoso. Fumaba un cigarrillo de boquilla color escarlata, y parecía eficiente.

Martin Beck le explicó el motivo que le había llevado allí. ¿Había reservado un billete para Estocolmo o para cualquier otro sitio un periodista sueco llamado Alf Matsson después del 23 de julio?

La chica le ofreció un cigarrillo y empezó a hojear sus papeles. Al cabo de un rato tomó el teléfono y habló con alguien, negó con la cabeza y fue a consultar con una de sus colegas.

Cuando las cinco terminaron de revisar sus listas, eran ya más de las doce, y la joven del moño le confirmó que nadie llamado Alf Matsson había reservado billete en ningún avión con salida desde Budapest.

Martin Beck decidió saltarse el almuerzo y subió a su habitación. Abrió la ventana y miró a los comensales en la terraza. No vio a ningún hombre alto con camisa verde.

En una de las mesas estaban sentados seis hombres de treinta y tantos años bebiendo cerveza. Tuvo una idea: se dirigió al teléfono y pidió una conferencia con Estocolmo. Luego se tumbó en la cama, a esperar.

Un cuarto de hora más tarde sonó el teléfono y pudo oír la voz de Kollberg.

—¡Hola! ¿Cómo van las cosas?

—Mal.

—¿Has encontrado a esa tía? ¿Bökk?

—Sí, pero no saqué nada en limpio. Ni siquiera sabía quién era. Estaba con un tío cachas, rubio, que no le quitaba la mano de encima.

—Pues entonces todo debe haber sido una fanfarronada de Matsson. Por lo visto, se le daba bien alardear, según sus supuestos amigos.

—¿Tienes mucho que hacer?

—Nada de nada. Seguiré investigando, si quieres.

—Puedes hacer una cosa por mí. Averiguar cómo se llaman esos tipos del Tennstopet, y qué clase de gente son.

—Está bien. ¿Algo más?

—Ten cuidado. Recuerda que probablemente son todos periodistas. Hasta luego. Me voy a nadar con una persona llamada Szluka.

—¡Vaya nombre para una tía, Martin! Oye, ¿has comprobado si reservó billete de vuelta?

—Adiós —dijo Martin Beck y colgó.

Sacó de su maleta el bañador, lo enrolló dentro de una de las toallas del hotel y bajó a la parada de barcos.

El barco se llamaba
Obuda
y era de cubierta techada, de los que no gustaban a Martin Beck. Pero iba con retraso y este tipo de barcos tenían la ventaja de ir más deprisa que los de carbón.

Desembarcó al pie de un hotel grande en la isla Margit. Luego siguió la calle que conducía al interior de la isla; caminó apresuradamente bajo la sombra de los árboles, a lo largo de explanadas de césped de un verde exuberante, pasó junto a una cancha de tenis y finalmente llegó al lugar de la cita.

Szluka lo esperaba ante la entrada, con la cartera en la mano. Iba vestido como el día anterior.

—Siento mucho haberle hecho esperar —se excusó Martin Beck.

—Acabo de llegar —contestó Szluka.

Pagaron y entraron en el vestuario. Un anciano calvo con camiseta blanca saludó a Szluka y abrió dos taquillas. Szluka sacó de su cartera un bañador negro, se desnudó deprisa y colgó cuidadosamente sus ropas en una percha. Se pusieron los bañadores al mismo tiempo, aunque Martin Beck tenía mucha menos ropa que quitarse.

Szluka tomó la cartera de mano y salió del vestuario en primer lugar.

Martin Beck le siguió con la toalla enrollada.

El lugar estaba lleno de gente bronceada. Delante del vestuario había una piscina redonda con surtidores que arrojaban altos chorros de agua. Los niños entraban y salían de las cascadas a todo correr, chillando. A un lado de la piscina de los surtidores había otra más pequeña con escalones que bajaban hasta el agua en uno de los extremos. Al otro lado había una piscina grande llena de agua clara, verdosa, que se oscurecía hacia el centro. Estaba llena de gente de todas las edades, nadando y chapoteando. La zona entre las piscinas y el césped estaba cubierta con losas de piedra.

Martin Beck siguió a Szluka por el borde de la piscina grande. Frente a ellos, al fondo, se veía una arcada circular, a la que se dirigía Szluka.

Se anunció algo por megafonía. Una avalancha de gente echó a correr hacia la piscina de los escalones. A punto de ser derribado, Martin Beck siguió el ejemplo de Szluka y se hizo a un lado hasta que pasó el gentío. Miró inquisitivo a Szluka, quien explicó:

—Baño de olas.

Martin Beck vio cómo la pequeña piscina se llenaba rápidamente de gente, hasta terminar apretujados como sardinas en lata. Entonces, dos enormes bombas se pusieron a arrojar agua contra los bordes superiores de la piscina y la muchedumbre comenzó a mecerse entre las olas, gritando de placer.

—Tal vez quiera usted balancearse entre las olas también —dijo Szluka.

Martin Beck se lo quedó mirando. Hablaba en serio.

—No, gracias —respondió.

—Yo suelo bañarme en la fuente sulfurosa —le explicó Szluka—. Es muy relajante.

La fuente brotaba de un amontonamiento de piedras en medio de una piscina oval; el agua llegaba allí hasta la rodilla y en su extremo más alejado estaba sombreada por la arcada. La piscina había sido construida a modo de laberinto, con muros que se elevaban unos veinte centímetros sobre el nivel del suelo. Las paredes servían como respaldo de unos sillones de cemento en los que uno podía sentarse con el agua hasta la barbilla.

Szluka se metió en la piscina y echó a andar entre las filas de personas sentadas. Aún seguía con su cartera de mano y Martin Beck se preguntó si habría olvidado dejarla por pura costumbre de llevarla siempre consigo. Pero no dijo nada y echó también a andar, detrás de Szluka, casi pisándole los talones.

El agua estaba muy caliente y el vapor olía a azufre. Szluka fue andando hasta la columnata, dejó la cartera de mano sobre el borde de la pared y se sentó en el agua. Martin Beck se puso a su lado. Se estaba muy cómodo en el espacioso sillón de piedra, cuyos anchos brazos se hundían 20 o 30 centímetros por debajo del agua.

Szluka echó la cabeza hacia atrás, la apoyó en el respaldo y cerró los ojos.

Martin Beck no dijo nada y se puso a mirar a los bañistas.

Casi frente a él había un hombre bajito, delgado y pálido, meciendo a una rubia gorda sentada en sus rodillas. Los dos miraban muy serios y abstraídos a una niña que chapoteaba frente a ellos, con un flotador de goma en la cintura.

Un muchacho pálido y pecoso, de bañador blanco, pasó chapoteando despacio. Remolcaba a un joven robusto, al que llevaba agarrado del dedo gordo del pie. El joven, de espaldas, miraba fijamente al cielo con las manos entrelazadas sobre el estómago.

Al borde de la piscina había un hombre alto y bronceado, de pelo negro y ondulado. Llevaba un bañador azul pálido con amplias perneras, con más pinta de calzoncillos que de bañador. Martin Beck sospechó que, de hecho, debía tratarse de unos calzoncillos. Quizá tendría que haberle advertido de que iba a bañarse, así hubiera podido recoger su bañador.

De pronto, sin abrir los ojos, Szluka dijo:

—La llave estaba en la escalera de la comisaría. Un agente la encontró allí.

Martin Beck se quedó mirando sorprendido a Szluka, tendido a su lado completamente relajado. En su pecho bronceado, el vello se mecía despacio, como algas blancas. El agua tenía un fulgor verdoso.

—¿Cómo llegó hasta allí?

Szluka volvió la cabeza y se quedó mirándolo por debajo de los párpados semicerrados.

—Usted no me creerá, claro, pero la verdad es que no lo sé.

Desde la piscina pequeña llegó un grito de decepción, largo y unánime. El oleaje había terminado por esta vez y la piscina grande volvía a llenarse de gente.

—Ayer no quiso usted decirme dónde se había encontrado la llave. ¿Por qué me lo dice ahora? —le preguntó Martin Beck.

—Pensé que sería mejor que se lo dijera yo, pues parece que usted lo malinterpreta casi todo. Y como es un dato que podría haber conseguido en otra parte...

Al cabo de un rato Martin Beck contestó:

—¿Por qué hace que me sigan?

—No sé de qué me está hablando —respondió Szluka.

—¿Qué ha almorzado usted?

—Sopa de pescado y carpa —contestó Szluka.

—¿Y pastel de hojaldre relleno de manzana?

—No, fresas silvestres con nata, espolvoreadas con azúcar —explicó Szluka—. Estaban deliciosas.

Martin Beck miró a su alrededor. El hombre de los calzoncillos se había ido.

—¿Cuándo apareció la llave? —preguntó.

—El día antes de que fuese entregada en el hotel. La tarde del 23 de julio.

—El mismo día que desapareció Alf Matsson.

Szluka se incorporó y se quedó mirando a Martin Beck. Luego se volvió, abrió la cartera, cogió una toalla y se secó las manos. Acto seguido sacó una carpeta y la ojeó.

—Hemos hecho algunas averiguaciones —le comentó—, a pesar de que nadie ha pedido oficialmente una investigación.

Sacó un papel de la carpeta y siguió:

—Creo que se está tomando usted este asunto más en serio de lo que parece justificado. ¿Es una persona importante, el tal Alf Matsson?

—Ha desaparecido de modo inexplicable. Y consideramos que es motivo suficiente para intentar descubrir qué ha pasado.

—¿Hay algo que indique que le ha pasado algo?

—No, pero el hecho es que ha desaparecido.

Szluka miró su papel.

—Según los funcionarios de pasaportes y aduanas, ningún ciudadano sueco llamado Alf Matsson ha salido de Hungría después del 22 de julio. Además, dejó su pasaporte en el hotel y difícilmente puede haber salido del país sin él. Ninguna persona, conocida o desconocida, que pueda corresponderse con Alf Matsson, ha ingresado en un hospital o depósito de cadáveres de este país durante el período en cuestión. Sin su pasaporte, Matsson no puede ser admitido en ningún otro hotel del país. Así, todo indica que por alguna razón su compatriota ha cambiado de idea y ha decidido quedarse en Hungría más tiempo.

Szluka volvió a meter el papel en el fichero y cerró la cartera de mano.

—Ha estado aquí antes. Quizá tenga amigos y esté con ellos —añadió, acomodándose de nuevo.

—Pero no hay explicación razonable de que se marchara del hotel y no volviese a dar señales de vida.

Szluka se levantó y tomó la cartera.

—Como ya le he comentado, mientras tenga un visado válido no puedo hacer nada más en este asunto —dijo.

Martin Beck se levantó también.

—Quédese —le indicó Szluka—. Lo siento, pero tengo que irme. Quizá volvamos a vernos. Adiós.

Se estrecharon las manos y Martin Beck se lo quedó mirando mientras se alejaba con su cartera. Por su aspecto, nadie hubiera dicho que acostumbraba a desayunar cuatro lonchas de tocino.

Cuando Szluka se fue, Martin Beck se dirigió a la piscina grande. El agua caliente y las emanaciones de azufre lo habían dejado soñoliento, y estuvo nadando un rato en el agua fresca y clara antes de sentarse al sol, en el borde de la piscina, para secarse. Durante un momento contempló a dos hombres de mediana edad, serios como tumbas, de pie en el extremo poco profundo de la piscina, tirándose una pelota roja.

Luego fue a cambiarse. Se sentía perdido y confuso. El encuentro con Szluka no le había aclarado las cosas.

1.
¿Desayuno no bueno?
, en alemán. (N. del T.)

11

Tras el baño, el calor no resultaba ya tan opresivo. Martin Beck no halló motivos para agobiarse. Paseó lentamente por los senderos del espacioso parque, deteniéndose a menudo para mirar a su alrededor. El hombre que le había estado siguiendo no se dejaba ver. Tal vez habían comprendido al fin que era inofensivo, abandonando su seguimiento. Por otra parte, la isla estaba llena de gente y se hacía muy difícil distinguir a nadie entre la multitud, especialmente cuando uno no sabía el aspecto que tenía esa persona. Se dirigió hasta la orilla de la parte oriental de la isla y siguió la ribera hasta un desembarcadero en el que habían atracado todos los barcos en los que había viajado estos días. Creía incluso recordar el nombre de la parada: Casino.

Por encima de la parada, en la cuesta de bajada al río, había una fila de bancos, algunos ocupados por gente que esperaba el barco. En uno de ellos estaba sentada una de las pocas personas que conocía en Budapest: la joven de la casa de Ujpest. La asustadiza Ari Boeck llevaba gafas de sol, sandalias y un vestido blanco de tirantes. Estaba leyendo un libro de bolsillo en alemán y a su lado sobre el banco había una bolsa de nailon. Su primer pensamiento fue pasar de largo pero se arrepintió, se detuvo y dijo:

—Buenas tardes.

Ella levantó la vista del libro y se le quedó mirando, sin comprender. Luego pareció reconocerle y sonrió.

—Ah, es usted. ¿Ha encontrado a su amigo?

—Aún no.

—Estuve pensando en eso cuando usted se fue, ayer. No entiendo porqué le dio mi dirección.

—Yo tampoco.

—También estuve dándole vueltas por la noche —dijo ella frunciendo el ceño—. Apenas pude dormir.

—Es raro.

(No del todo, mi querida niña, hay una explicación bastante sencilla. En primer lugar, él no me dio ninguna dirección. En segundo lugar, lo que ocurrió fue probablemente lo siguiente: él te vio en Estocolmo, cuando fuiste a nadar, y se dijo: ¡qué buena está! No me importaría... Y luego cuando vino aquí seis meses después, se enteró de tu dirección y de la ubicación de tu calle pero no tuvo tiempo de ir.)

—¿No quiere sentarse? Hoy hace demasiado calor para estar de pie.

Él se sentó, echando a un lado la bolsa de nailon. Contenía dos cosas conocidas: el traje de baño azul oscuro y las gafas de bucear de goma verde.

Además, una toalla de baño enrollada y un bote de aceite bronceador.

(Martin Beck, detective nato y destacado observador, constantemente ocupado en hacer observaciones inútiles y almacenarlas para su uso posterior. Ni siquiera tenía pájaros en la cabeza; no hubieran podido abrirse paso entre tanta basura.)

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