El hombre que se esfumó (9 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Martin Beck desvió la mirada y descubrió ahora a una mujer, que lo miraba con fijeza. Era africana, joven y muy hermosa, de rasgos puros, ojos grandes y brillantes, dientes blancos, piernas largas y esbeltas y altos empeines. Llevaba sandalias plateadas y un vestido azul claro, ceñido, de tela brillante.

Era de suponer que los dos miraban a Martin Beck por su apostura: el hombre con envidia, la mujer con deseo mal disimulado.

Martin Beck estornudó y tres camareros le dijeron: «¡Salud!». Les dio las gracias, salió al vestíbulo, sacó el plano de su bolsillo y mostró al conserje las letras que había escrito.

—¿Conoce usted a alguien que se llame así?

—No,
sir.

—Parece ser una deportista muy famosa.

—¿De veras?

Por cortesía, el conserje aparentó interés. Naturalmente, el cliente siempre tiene razón.

—Quizá no sea muy conocida,
sir.

—¿Es nombre de hombre o de mujer?

—Ari es nombre de mujer, más bien un apodo. Un diminutivo infantil de Aranka.

El conserje torció la cabeza y miró las palabras.

—Pero el apellido,
sir,
¿es realmente un apellido?

—¿Puede dejarme el listín telefónico?

Naturalmente no había nadie que se llamara Bökk, por lo menos ningún ser humano. Pero él no se rendía tan fácilmente. Virtud fácil, cuando uno no sabe qué hacer. Probó otras posibilidades. El resultado fue como sigue:

BOECK ESZTER penzió XII Venetianer út 6 292-173.

Surgió entonces, en su cabeza, la primera idea de la mañana y sacó la hoja de papel que le había dado la chica en el albergue.
Venetianer út
. No podía tratarse de una coincidencia.

En el mostrador de recepción una joven ocupaba el lugar del venerable conserje.

—¿Qué significa esto?

—Penzió,
pensión. ¿Quiere que llame a este número?

Él negó con la cabeza.

—¿Dónde está esta calle?

—En el distrito 12, en Ujpest.

—¿Cómo se va allí?

—Lo más rápido es en taxi, claro. Si no, la línea tres del tranvía desde la plaza Marx. Pero es más cómodo tomar uno de los barcos que amarran ahí fuera. Dirección norte.

El barco se llamaba
Uttörö
y era una alegría para la vista. Un pequeño vapor con caldera de carbón, una chimenea alta y recta, y cubiertas al aire libre. Mientras traqueteaba río arriba, tranquila y plácidamente, pasando ante el edificio del Parlamento y la verde isla Margit, Martin Beck se apoyó en la barandilla, filosofando sobre la maldición del motor. Se dirigió hacia la sala de máquinas y echó un vistazo. El calor subía como una columna de la sala de calderas. El fogonero estaba en bañador, y su espalda musculosa brillaba de sudor. La pala del carbón no paraba un momento. ¿En qué estaría pensando aquel hombre, bajo ese calor infernal? Sin duda, en la bendición del motor: se imaginaría a sí mismo sentado y leyendo el periódico al lado de un motor diesel, con un trapo de estopa y una lata de aceite al alcance de la mano. Martin Beck volvió a examinar el barco; pero el fogonero le había quitado a su gozo buena parte de su
bouquet.
Pasaba lo mismo con la mayoría de las cosas. No se puede nadar y guardar la ropa.

El barco dejó atrás parques espaciosos y balnearios, se abrió camino entre un enjambre de canoas y veleros de recreo, pasó bajo dos puentes y continuó a través de un canal angosto, entrando en un pequeño brazo del río. Lanzó un ronco y triunfal silbido de sirena y atracó en Ujpest.

Tras desembarcar, Martin Beck se volvió y se quedó mirando al vapor, de líneas tan delicadas y tan funcional... en los viejos tiempos. El fogonero subió a cubierta, se echó a reír contra el sol, y se zambulló en el agua.

Este barrio tenía un carácter distinto al de los sectores de Budapest que había visto hasta ahora. Cruzó en sentido diagonal la amplia y pelada plaza, e hizo algunos vanos intentos de preguntar por el camino; pero no pudo hacerse comprender. A pesar del plano, se extravió y fue a parar a un patio detrás de una sinagoga, evidentemente un hogar para judíos ancianos. Frágiles supervivientes del gran terror le saludaron con animosos movimientos de cabeza desde sus sillas de mimbre en la estrecha banda de sombra a lo largo de las paredes.

Cinco minutos más tarde se detuvo frente al edificio número 6 de la Venetianer út. Era una construcción de dos alturas y nada en su exterior hacía suponer que se trataba de una pensión, pero en la calle había un par de coches con matrícula extranjera. Se encontró con la casera en cuanto entró en el vestíbulo.

—¿Frau Boeck?

—Lo siento. Está todo completo.

Era una mujer corpulenta, de unos cincuenta años. Su alemán parecía sumamente fluido.

—Busco a una señorita llamada Ari Boeck.

—Es mi sobrina. Primer piso. Segunda puerta a la derecha.

Y dicho esto, se marchó. Así de sencillo. Martin Beck se detuvo un momento delante de la puerta pintada de blanco, y oyó a alguien que se movía en la habitación. Luego, llamó a la puerta, no muy fuerte. Se abrió enseguida.

—¿Fräulein Boeck?

La mujer pareció completamente desconcertada. Lo más probable era que estuviese esperando a otro. Llevaba un traje de baño de dos piezas, azul oscuro, y tenía en la mano derecha unas gafas de bucear de goma verde, con el correspondiente tubo de respiración. Con los pies muy separados, y la mano izquierda aún sobre la cerradura, parecía como paralizada en pleno movimiento. Su cabello era oscuro y corto, y sus rasgos pronunciados. Tenía espesas pestañas negras, nariz ancha y recta, labios gruesos. Su dentadura era buena, aunque algo desigual. Miraba a Martin Beck con la boca medio abierta y la punta de la lengua apoyada en los dientes de abajo, como si estuviera a punto de decir algo. A duras penas podría medir más de uno cincuenta y cinco, pero era de constitución fuerte y proporcionada, con hombros bien desarrollados, anchas caderas y cintura muy estrecha. Sus piernas eran musculosas y sus pies cortos y anchos, con dedos rectos. Lucía un bronceado muy intenso, y su piel parecía suave y elástica, especialmente sobre el diafragma y el estómago. Tenía las axilas afeitadas. Pechos grandes y estómago arqueado, con vello tupido, que resultaba muy claro sobre la piel morena. Algún que otro pelo negro, largo y crespo, asomaba bajo el elástico, en sus ingles. Podría tener, como mucho, veintidós o veintitrés años. No era guapa en el sentido habitual del término, pero sí un ejemplar altamente funcional de la raza humana.

Sus ojos grandes, de color castaño oscuro, le miraron inquisitivamente.

Finalmente contestó:

—Sí, soy yo. ¿Me buscaba usted?

Su alemán no era tan fluido como el de su tía, pero casi.

—Busco a Alf Matsson.

—¿Quién es?

Su actitud general, de una niña en estado de shock, hizo que Martin Beck fuera incapaz de descubrir ninguna reacción concreta cuando la chica oyó el nombre. Posiblemente, resultaba totalmente nuevo para ella.

—Un periodista sueco. De Estocolmo.

—¿Se supone que vive aquí? Ahora mismo no tenemos ningún sueco. Debe de haberse equivocado usted.

Permaneció pensativa un momento, arqueando las cejas.

— Pero ¿cómo conocía usted mi nombre?

La habitación, tras ella, era un cuarto corriente de pensión. Había ropa tirada sobre los muebles. Por lo que pudo ver, sólo ropa de mujer.

—Él me dio esta dirección. Matsson es amigo mío.

Ella lo miró con suspicacia y respondió:

—¡Pues qué raro!

Sacó el pasaporte de su bolsillo y abrió por la página en que estaba la foto de Matsson. Ella la observaba con atención.

—No, nunca lo he visto antes.

Al cabo de un rato ella preguntó:

—¿Es que le ha perdido usted?

Antes de que Martin Beck tuviera tiempo de contestar, oyó detrás de sí un ruido como de alguien que camina sigilosamente. Un hombre de unos treinta y tantos años pasó a su lado y entró en la habitación. Llevaba bañador. Era de estatura inferior a la media, rubio y de constitución muy robusta, lucía un bronceado igual de magnífico que el de la chica. El hombre se paró al lado de ella y miró con curiosidad el pasaporte.

—¿Quién es? —preguntó en alemán.

—No lo sé. El caballero le ha perdido, y pensó que se había mudado aquí.

—Perdido —dijo el hombre rubio—. Mal asunto. Y sin pasaporte. Sé muy bien lo que eso puede llegar a ser. Trabajo en eso.

En son de broma, tiró del elástico del bañador de la chica todo lo que pudo, soltándolo luego de golpe. Ella le echó una rápida mirada de descontento.

—¿No vamos a nadar? —preguntó el hombre.

—Sí, ya estoy.

—Ari Boeck —dijo Martin Beck—. Ahora recuerdo el nombre. ¿No es usted la nadadora?

Por primera vez, la chica esquivó la mirada de Martin Beck.

—Ya no compito.

—¿No ha ido usted a nadar a Suecia?

—Sí, una vez. Hace dos años. Quedé la última. Tiene gracia que él le diera mi dirección.

El hombre rubio la miró inquisitivamente. Nadie dijo nada. Martin Beck se guardó el pasaporte.

—Bueno, pues, adiós. Siento haberla molestado.

—Adiós —contestó la mujer, sonriendo por primera vez.

—Espero que encuentre a su amigo —dijo el rubio—. ¿Ha probado en el camping que hay junto a los baños romanos? Está por ahí, al otro lado del río. Allí hay mucha gente. Puede ir en barco.

—Usted es alemán, ¿no?

—Sí, de Hamburgo.

El hombre alborotó con la mano el cabello corto y oscuro de la chica. Ella pasó el dorso de su mano izquierda por el pecho de él. Martin Beck dio media vuelta y se marchó.

El vestíbulo estaba vacío. En un estante, tras la mesa que servía de mostrador de recepción, había un pequeño montón de pasaportes. El de arriba era finlandés; pero debajo de él había dos con el típico color verde musgo. Al pasar, alargó la mano y tomó uno de ellos. Lo abrió y se topó con la mirada vidriosa del hombre al que acababa de conocer en el umbral de la habitación de Ari Boeck. Tetz Radeberger, empleado de agencia de viajes, nacido en Hamburgo en 1935. Al parecer, no se había tomado la molestia de mentirle.

Tuvo mala suerte en su viaje de regreso, y acabó en un moderno y rápido trasbordador con cubierta techada y rugientes motores diesel. Sólo había unos pocos pasajeros a bordo; dos ancianas con toquillas multicolores y vestidos abigarrados estaban sentadas cerca de él. Llevaban grandes bultos blancos, y es de suponer que venían del campo. Más allá, en el salón, sentado también, un hombre de mediana edad, muy serio, con sombrero marrón de fieltro, cartera de mano y gesto de funcionario. Un hombre alto, que vestía traje azul, tallaba perezosamente un palo de madera. De pie, junto a la plataforma de desembarco, un policía uniformado comía rosquillas, que sacaba de un cartucho de papel, y de vez en cuando hablaba con un hombre bajito, bien vestido, de cabeza calva y fino bigote negro. Una pareja joven, con dos niños lindos como muñecos, completaba el lote.

Martin Beck observó con aire sombrío a los otros pasajeros. Su expedición había sido un fracaso. Nada hacía suponer que Ari Boeck no hubiese dicho la verdad.

En su interior maldijo el extraño impulso que le había hecho aceptar esta absurda misión. Sus posibilidades de resolver el caso se le antojaban cada vez más remotas. Estaba solo y sin ideas. Por lo demás, aunque hubiera tenido alguna, tampoco habría dispuesto de recursos para ponerla en práctica.

Lo peor era que, en lo más profundo de su alma, sabía que no había actuado guiado por impulso alguno. Era sólo su alma de policía, o como quiera que se llamase, que se había puesto a funcionar. El mismo instinto que había llevado a Kollberg a sacrificar su tiempo libre, una especie de enfermedad profesional que le forzaba a aceptar todos los casos y a hacer lo posible por resolverlos.

Cuando regresó al hotel eran ya las cuatro y cuarto y el comedor estaba cerrado. Se había quedado sin almuerzo. Subió a su habitación, se duchó y se puso la bata. Tomó un trago de güisqui de la botella que compró en el avión. Tenía un sabor fuerte y repulsivo, y fue al baño a cepillarse los dientes. Luego se asomó a la ventana, con los codos apoyados sobre el alféizar, y se puso a mirar los barcos. Pero ni siquiera esto logró divertirle. Abajo, en una de las mesas de la terraza, estaba sentado uno de los pasajeros del barco: el hombre del traje azul. Tenía un vaso de cerveza en la mesa y seguía tallando su palito.

Martin Beck arqueó las cejas y se tumbó en la cama chirriante. De nuevo pensó en la situación. Más tarde o más temprano se vería obligado a ponerse en contacto con la policía. Era una medida cuestionable que no gustaría a nadie, a estas alturas ni siquiera a él.

Pasó el rato que quedaba hasta la cena sentado perezosamente en un sillón del salón. Al otro lado de la habitación un hombre canoso con un anillo de sello leía un diario húngaro. Era el mismo hombre que lo había mirado fijamente a la hora del desayuno. Martin Beck lo examinó un buen rato; pero el hombre siguió bebiendo tranquilamente su café, ajeno a lo que le rodeaba.

Martin Beck cenó sopa de champiñones y un pescado parecido a una perca, procedente del lago Balatón, que regó felizmente con vino blanco. La pequeña orquesta tocó piezas de Liszt, Strauss y otras obras de categoría. La cena fue soberbia, pero no logró levantarle los ánimos. Los camareros pululaban alrededor del lúgubre huésped como catedráticos de medicina alrededor del lecho de un dictador enfermo.

Tomó café y coñac en el salón. El hombre del anillo seguía leyendo su periódico, al otro lado de la estancia. De nuevo tenía una taza de café delante.

Al cabo de unos minutos, el hombre miró su reloj, echó una mirada fugaz a Martin Beck, dobló el periódico, se levantó y cruzó la sala.

Martin Beck se iba a ahorrar el problema de ponerse en contacto con la policía. Ésta se presentaba espontáneamente. Veintitrés años de experiencia le habían enseñado a reconocer a un policía por su modo de andar.

9

El hombre del traje gris sacó una tarjeta de visita del bolsillo y la colocó al borde de la mesa. Martin Beck la miró de reojo mientras se levantaba. Sólo un nombre, Vilmos Szluka.

—¿Me permite usted sentarme?

El hombre hablaba inglés. Martin Beck asintió.

—Soy de la policía.

—Yo también —contestó Martin Beck.

—Ya lo había advertido. ¿Café?

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